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Authors: Dan Simmons

Olympos (108 page)

BOOK: Olympos
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Sycórax se rió en voz baja.

—¿Y para qué demonios debería deshacerme de los interceptores?

—Porque yo te lo pido.

—¿Y por qué demonios voy a hacer yo lo que me pides, Odis... Nadie?

—Te lo diré cuanto termine con mis peticiones.

Detrás de Nadie, Calibán rugió. El humano ignoró el ruido y la criatura.

—Por supuesto —dijo Sycórax—. Continúa con tus peticiones. Su sonrisa demostraba la escasa atención que estaba dispuesta a prestar a esas peticiones.

—Primero, como digo, elimina los interceptores orbitales. O al menos reprográmalos para que esa nave pueda moverse a salvo de nuevo entre los anillos...

La sonrisa de Sycórax no se alteró. Ni su mirada violeta se volvió más cálida.

—Segundo —continuó Nadie—, me gustaría que quitaras el campo de veda sobre la Cuenca Mediterránea y eliminaras los campos de las Manos de Hércules.

La bruja se rió en voz baja.

—Qué extraña petición. El tsunami resultante sería devastador.

—Puedes hacerlo gradualmente, Circe. Sé que puedes. Vuelve a llenar la cuenca.

—Antes de que continúes —dijo ella fríamente—, dame un motivo para hacerlo.

—Hay cosas en la Cuenca Mediterránea que los humanos antiguos no deberían tener pronto.

—Los depósitos, quieres decir. Las naves espaciales, armas...

—Muchas cosas —dijo Nadie—. Deja que el mar oscuro como el vino vuelva a llenar la Cuenca Mediterránea.

—Quizá no lo hayas advertido puesto que has estado viajando —dijo

Sycórax—, pero los humanos antiguos están al borde de la extinción.

—Lo he advertido. Sigo pidiéndote que vuelvas a llenar la Cuenca Mediterránea... con cuidado, despacio. Y ya que estás en ello, elimina esa locura que es la Brecha Atlántica.

Sycórax sacudió la cabeza y alzó la copa para beber vino. No ofreció nada a Nadie. El joven Odiseo yacía de espaldas en los cojines, aparentemente incapaz de moverse.

—¿Eso es todo? —preguntó.

—No. También te pido que reactives todos los faxnódulos para los humanos antiguos, todos los enlaces de función y los tanques de rejuvenecimiento que quedan en los anillos polar y ecuatorial.

Sycórax no dijo nada.

—Finalmente —concluyó Nadie—, quiero que envíes a tu monstruo domado para que le diga a Setebos que el Silente va a venir a esta Tierra.

Calibán siseó y rugió.

—Pienso que ha llegado el momento de arrancar las piernas del hombre y dejarle los muñones. Pienso, Él es fuerte y Señor y este tipo magullado recibirá un gusano, no, dos gusanos, por usar Su nombre en vano.

—Silencio —ordenó Sycórax. Se levantó, con aspecto más regio desnuda que otras reinas en pleno boato—. Nadie, ¿va a venir el Silente a la Tierra?

—Eso creo, sí.

Ella pareció relajarse. Tomó un manojo de uvas del cuenco, se las llevó a Nadie, se las ofreció. Él negó con la cabeza.

—Pides mucho de mí, para ser viejo y no-Odiseo —dijo ella en voz baja, recorriendo el espacio entre el lecho y el hombre—. ¿Qué me darías a cambio?

—Relatos de mis viajes. Sycórax volvió a reírse.

—Conozco tus viajes.

—No, esta vez no. Ahora han sido veinte años, no diez.

El hermoso rostro de la bruja se retorció en algo que los moravec interpretaron como una mueca.

—Siempre buscando lo mismo... a tu Penélope.

—No —dijo Nadie—. No esta vez. Esta vez cuando enviaste al joven yo a través del portal Calabi-Yau mis viajes en el espacio y el tiempo (veinte años para mí) fueron todos en tu busca.

Sycórax dejó de caminar y lo miró.

—En tu busca —repitió Nadie—. Mi Circe. Nos amamos bien y hemos hecho bien el amor muchas veces estos veinte años. Te he encontrado en tus iteraciones como Circe, Sycórax, Alys y Calipso.

—¿Alys? —dijo la bruja.

Nadie tan sólo asintió.

—¿Tenía una leve separación entre los dientes entonces?

—La tenías.

Sycórax sacudió la cabeza.

—Mientes. En todas las líneas de realidad es lo mismo, Odiseo-Nadie. Te salvo, te rescato del mar, te atiendo, te doy vino con miel y buena comida, curo tus heridas, te baño, te muestro amor físico de un tipo con el que sólo has soñado, te ofrezco la inmortalidad y la eterna juventud, y siempre te marchas. Siempre me dejas por esa perra tejedora de Penélope. Y por tu hijo.

—He visto a mi hijo estos veinte años pasados —dijo Nadie—. Se ha convertido en un buen hombre. No necesito volver a verlo. Deseo quedarme contigo.

Sycórax volvió los cojines y bebió de la copa sujetándola con las dos manos.

—Estoy pensando en convertir a todos tus marineros moravecs en cerdos —dijo por fin.

Nadie se encogió de hombros.

—¿Por qué no? Se lo hiciste con todos mis otros hombres en todos los otros mundos.

—¿Qué clase de cerdos crees que serán los moravecs? —preguntó la bruja, con ligereza—. ¿Parecerán un puñado de huchas de plástico?

—Moira vuelve a estar despierta —dijo Nadie. La bruja parpadeó.

—¿Moira? ¿Por qué ha elegido despertar ahora?

—No lo sé, pero ocupa el cuerpo joven de Savi. La vi el día en que salí de la Tierra, pero no hablamos.

—¿El cuerpo de Savi? —repitió Sycórax—. ¿Qué pretende Moira? ¿Y

por qué ahora?

—Piensa —dijo Calibán tras Nadie—. Él hizo a la antigua Savi con dulce barro para que Su hijo mordiera y comiera, añadiera miel y fruta, mordiera su cuello hasta que la baba se alce ensangrentada, rápida, rápida, hasta que los gusanos corran por mi cerebro.

Sycórax se incorporó y volvió a acercarse a Nadie, alzó una mano como para tocarle el pecho desnudo, pero la apartó. Calibán siseó y se agazapó, las manos sobre el granito, la espalda encorvada, los brazos estirados entre sus poderosas piernas flexionadas, los ojos amarillos y rencorosos. Pero se quedó donde le habían dicho que se quedara.

—Sabes que no puedo enviar a mi hijo a decirle a su padre Setebos lo del Silente... —dijo en voz baja.

—Sé que esta... cosa... no es tu hijo —replicó Nadie—. Lo construiste con mierda y ADN defectuoso en un tanque de limo verde.

Calibán volvió a sisear y empezó de nuevo con su farfullar terrible. Sycórax lo mandó callar con un gesto.

—¿Sabes que tus amigos moravec están llevando a la órbita más de setecientos agujeros negros mientras nosotros hablamos? —preguntó.

Nadie se encogió de hombros.

—No lo sabía, pero lo esperaba.

—¿De dónde los han sacado?

—Ya sabes de dónde. ¿Setecientas sesenta y ocho cabezas nucleares de agujero negro? Sólo hay un sitio.

—Imposible —dijo Sycórax—. Sellé ese barco naufragado en un campo de estasis hace casi dos milenios.

—Y Savi y yo rompimos el sello hace más de un siglo —respondió Nadie.

—Sí, vi cómo esa perra y tú correteabais de un lado a otro con vuestros planes absurdos —dijo Sycórax—. ¿Qué demonios esperabas conseguir con esas conexiones con Ilión del paño turín?

—Preparación.

—¿Para qué? —rió Sycórax—. No esperarás que las dos razas de seres humanos se encuentren, ¿no? No puedes hablar en serio. Los griegos y troyanos y su ralea se comerían crudos a vuestros ingenuos humanos antiguos.

Nadie se encogió de hombros.

—Cancela esta guerra con Próspero y veamos qué sucede.

Sycórax depositó de golpe la copa de vino en una mesa cercana.

—¿Dejar el campo mientras ese hijo de puta de Próspero permanece en él? —replicó—. No lo dirás en serio.

—Hablo en serio —dijo Nadie—. La vieja entidad llamada Próspero está bastante loca. Sus días han terminado. Pero puedes marcharte antes de que la misma locura te reclame. Marchémonos de este lugar, Circe, tú y yo.

—¿Marcharnos? —la voz de la bruja era muy baja, incrédula.

—Sé que esta roca tiene motores de fusión y generadores de Agujero Brana que podrían enviarnos a las estrellas, más allá de las estrellas. Si nos aburrimos, atravesaremos la puerta Calabi-Yau y haremos el amor por todo el rico universo de la historia... podríamos encontrarnos en épocas diferentes, llevar nuestros cuerpos diferentes en edades diferentes tan fácilmente como cambiar de ropa, viajar en el tiempo para unirnos a nosotros mismos haciendo el amor, congelar el tiempo mismo para poder formar parte de nuestros propios actos de amor. Tienes aquí suficiente comida y aire para mantenernos cómodos durante mil años... diez mil años si quieres.

—Olvidas que eres un hombre mortal —dijo Sycórax, levantándose y caminando de nuevo—. Dentro de veinte años yo estaré cambiando tu ropa interior manchada y dándote de comer personalmente. Dentro de cuarenta años estarás muerto.

—Me ofreciste la inmortalidad una vez. Los tanques rejuvenecedores siguen aquí, en tu isla.

—¡Tú rechazaste la inmortalidad! —gritó Sycórax. Recogió la pesada copa y se la arrojó. Nadie la esquivó pero no movió los pies de donde los tenía plantados—. ¡La rechazaste una y otra y vez! —chilló ella, tirándose del pelo y arañándose las mejillas—. Me arrojaste una y otra vez a la cara que querías volver con tu preciosa... Penélope. Te reíste de mí.

—Ahora no me río. Márchate conmigo. La expresión de ella era salvaje y furiosa.

—Debería hacer que Calibán te matara y te comiera aquí mismo, delante de mí. Me reiré mientras sorbe los tuétanos de tus huesos rotos.

—Ven conmigo, Circe —dijo Nadie—. Reactiva los faxes y funciones, retira las viejas Manos de Hércules y otros juguetes inútiles y ven conmigo. Sé de nuevo mi amante.

—Eres viejo —lo despreció ella—. Viejo y estás lleno de cicatrices y canoso. ¿Por qué debería yo elegir a un viejo en vez de a un hombre más joven y más vital? —Acarició el grueso y flácido pene del joven, inmóvil y aparentemente hipnotizado Odiseo.

—Porque este Odiseo no se marchará atravesando la puerta Calabi-Yau dentro de una semana o un mes u ocho años y ese joven lo hará —dijo Nadie—. Y porque este Odiseo te ama.

Sycórax emitió un sonido ahogado que sonó como un rugido. Calibán la imitó.

Nadie buscó bajo su túnica y sacó una gruesa pistola que llevaba oculta a la espalda, por dentro de su ancho cinturón.

La bruja dejó de caminar y se quedó mirándolo.

—No pensarás que esa cosa puede herirme.

—No la he traído para herirte.

Ella dirigió su mirada violeta al joven e inmovilizado Odiseo.

—¿Estás loco? ¿Sabes qué males podrías causar a nivel cuántico? Estás jugando con el
kaos
al pensar siquiera una cosa así. Destruiría un ciclo que lleva en marcha miles de miles de...

—Demasiado tiempo —dijo Nadie. Disparó seis veces, cada explosión más fuerte que la anterior. Las seis pesadas balas se clavaron en el desnudo Odiseo, rompiéndole la caja torácica, convirtiendo en pulpa su corazón, alcanzándolo en mitad de la frente.

El cuerpo del hombre joven se sacudió con los impactos y se deslizó hasta el suelo, dejando vetas rojas en los cojines de seda y un creciente charco de sangre en las losas de mármol.

—Decide —dijo Nadie.

83

No sé si me he teletransportado aquí con mi propia habilidad sin el medallón o si he venido con Hefesto porque le estaba tocando la manga cuando se TCeó. No importa. Estoy aquí.

Aquí es el hogar de Odiseo. Un perro nos ladra enloquecido a Hefesto, Aquiles y a mí cuando aparecemos de la nada, pero una mirada al guerrero de casco ensangrentado hace que el chucho se retire al patio con el rabo entre las piernas.

Nos hallamos en la antesala que da al gran salón comedor del palacio de Odiseo, en la isla de Ítaca. Una especie de campo de fuerza zumba por toda la casa y el patio. No hay descarados pretendientes repantigados a la mesa de la sala, ninguna Penélope temblando, ningún impotente joven Telémaco trazando planes, ningún criado corriendo de acá para allá para servir la comida y el vino del ausente Odiseo a esos indolentes inútiles. Pero parece que en la sala ya ha tenido lugar la Matanza de los Pretendientes: las sillas están volcadas, un enorme tapiz ha sido arrancado de la pared y ahora yace tirado sobre la mesa y el suelo, empapado de vino derramado, e incluso el mayor arco de Odiseo (el que sólo él podía tensar, según la leyenda, un arco tan poderoso y raro que decidió no llevárselo a Troya consigo) está tirado en el suelo de piedra, entre un puñado de las famosas flechas de caza envenenadas de Odiseo.

Zeus se da la vuelta. El gigante lleva el mismo suave atuendo que vestía en el Trono del Olimpo, pero ahora no es tan enorme. Incluso encogido para encajar en este lugar, sigue siendo el doble de alto que Aquiles.

Tras indicarnos que retrocedamos, el de los pies ligeros alza el escudo, prepara la espada y entra en el salón.

—Hijo mío —resuena el dios del trueno—, ahórrame tu cólera infantil. ¿Cometerías deicidio, tiranicidio y parricidio de un terrible golpe?

Aquiles avanza hasta que sólo la ancha mesa lo separa de Zeus.

—Lucha, viejo.

Zeus continúa sonriendo, aparentemente sin alarmarse en lo más mínimo.

—Piensa, ágil Aquiles. Usa tu cerebro por una vez en lugar de tus músculos o tu polla. ¿Estarías dispuesto a dejar que ese lisiado inútil se siente en el trono dorado del Olimpo? —Indica con la cabeza el lugar donde Hefesto, a mi lado, guarda silencio en la puerta.

Aquiles no vuelve la cabeza.

—Piensa por una vez —repite Zeus, y su grave voz hace que los utensilios vibren en la cercana cocina—. Únete a mí, hijo mío. Conviértete en uno con la penetrante presencia que es Zeus, padre de todos los dioses. Así unidos, padre e hijo, inmortal e inmortal, dos espíritus poderosos, mezclados, haremos un tercero, más poderoso que ninguno solo... triunidos juntos, Padre, Hijo y santa voluntad, reinaremos sobre el cielo y Troya y enviaremos de vuelta a los titanes a su pozo para siempre.

—Lucha —dice Aquiles—. Viejo follador de cerdos.

El ancho rostro de Zeus adquiere varias tonalidades de rojo.

—¡Detestado prodigio! ¡Incluso así, privado de mi control de todos los elementos, te pisoteo!

Zeus agarra la larga mesa por el borde y la lanza. Quince metros de pesadas tablas de madera vuelan por los aires hacia la cabeza de Aquiles. El humano se agacha y la mesa se estrella contra la pared, tras él, destruyendo un fresco y enviando astillas por todas partes.

Aquiles avanza dos pasos más.

Zeus abre los brazos, abre las manos para mostrar sus palmas.

—¿Me matarías como estoy, oh, hombre? ¿Desarmado? ¿O deberemos enzarzarnos en una lucha mano a mano como héroes en la arena hasta que uno no pueda levantarse y el otro se alce con el premio?

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