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Authors: Dan Simmons

Olympos (118 page)

BOOK: Olympos
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—Fuego a discreción.

Las armas de energía habían sido programas para destruir sólo tejido vivo (de calibani o de voynix), pero no para destruir propiedades. Mientras apuntaba y disparaba, al ver cómo los calibani saltaban y corrían y caían o estallaban en millares de pedazos de carne, Daeman se alegró. No querían destruir el lugar para salvarlo.

La Ciudad Vieja de Jerusalén se convirtió en una confusión de destellos de energía azul, chillidos de calibani, llamadas por radio a gritos y carne explotando.

Daeman y su escuadrón habían eliminado a todos los objetivos cuando el cronómetro de su visor le informó de que era hora de que llegaran los moscardones. Pulsó su mochila impulsora y se alzó hasta el nivel del Monte del Templo (Daeman estaba solo, no era momento de llenar el aire de gente) y vio cómo el primero de los dos moscardones llegaba, aterrizaba, soltaba su gente y su carga y luego volvía a despegar. Treinta segundos más tarde, los dos últimos moscardones habían llegado y los hombres y mujeres ataviados con trajes de combate se repartían por las piedras del Monte, llevando sus pesadas armas con trípodes y bloques impulsores. Los dos moscardones se marcharon.

—Monte del Templo asegurado —radió Daeman a todos los líderes de escuadrón—. Podéis venir cuando estéis listos. Permaneced apartados de las líneas de fuego del Monte.

—¿Daeman? —envió Elian desde su puesto en Bab al-Nazir, en el antiguo barrio musulmán—. Puedo ver masas de voynix subiendo por la Vía Dolorosa y montones de calibani dirigiéndose hacia vosotros por la calle del Rey David.

—Gracias, Elian. Encárgate de ellos cuando lleguen. Los cañones más grandes pueden disparar cuando...

El fuego de las armas en el Monte que tenía a sus pies ensordeció a Daeman. Los humanos repartidos por las murallas y tejados disparaban en todas direcciones hacia las figuras verdes y grises que avanzaban. Entre el rayo azul vertical y los miles de destellos azules del fuego de las armas de energía, toda la Jerusalén Vieja quedaba bañada en un resplandor azulado de soldador. Los filtros de las lentes del traje de combate de Daeman se nublaron un poco.

—Todos los escuadrones, fuego a discreción, informad de cualquier penetración en vuestros sectores —dijo Daeman. Se inclinó sobre los impulsores de la mochila y se deslizó por el aire al noreste, donde el edificio más alto y moderno del rayo azul se alzaba detrás de la Cúpula de Roca. Le interesó descubrir que su corazón latía tan salvajemente que tenía que concentrarse para no hiperventilar. Habían practicado aquello quinientas veces durante los dos meses previos, librefaxeando a la Jerusalén falsa que los moravecs les habían ayudado a construir no lejos de Ardis. Pero nada podría haber preparado a Harman para una lucha de esa magnitud, con esas armas, en esa ciudad de ciudades.

Hannah y los diez miembros de su escuadrón le estaban esperando cuando llegó a la puerta sellada del edificio del rayo. Daeman aterrizó, saludó a Laman, Kaman y Greogi, que acompañaban a Hannah.

—Hagámoslo —dijo.

Laman, trabajando rápidamente con su mano izquierda ilesa, colocó la carga de explosivo plástico. Los doce humanos se situaron a un costado del edificio de aleación de metal mientras la explosión arrancaba la puerta entera.

El interior no era mucho mayor que el pequeño dormitorio que Daeman tenía en Ardis y los controles eran (gracias al Dios que hubiese ahí fuera) casi tal como habían recopilado revisando todos los datos compartidos disponibles en el armario de cristal del Taj Moira.

Hannah se encargó del trabajo, haciendo volar sus diestros dedos por el teclado virtual, con el que marcó los códigos de siete dígitos cada vez que la primitiva IA del edificio se los pedía.

De repente un zumbido, principalmente subsónico, les hizo castañetear los dientes y les sacudió los huesos. Todas las pantallas en la pared de la IA destellaron en verde y luego murieron.

—Todo el mundo fuera —dijo Daeman. Fue el último en salir de la antesala del edificio del rayo azul, y justo a tiempo: la antesala, la pared metálica y todo ese lado del edificio se plegaron dos veces sobre sí mismos y desaparecieron, convirtiéndose en un rectángulo negro.

Daeman, Hannah y los demás retrocedieron hasta las piedras del Monte del Templo y vieron cómo el rayo azul bajaba del cielo. El zumbido se hacía más grave mientras caía, y dolorosamente. Daeman cerró los ojos y los puños, sintiendo los moribundos rumores subsónicos en las tripas y los testículos además de en los huesos y los dientes. Luego el ruido cesó.

Daeman se quitó la capucha de su traje de combate, dejándose puestos los auriculares y el micrófono, y le dijo a Hannah:

—Perímetro defensivo, aquí. En cuanto salga la primera persona, llama a los moscardones.

Ella asintió y se unió a los otros que disparaban desde el alto Monte del

Templo.

En algún momento durante los preparativos para la noche, alguien (tal vez fuera Ada) había bromeado diciendo que sería un detalle que Daeman y los demás miembros de su equipo memorizaran los rostros y nombres de los 9113 hombres y mujeres capturados en aquel rayo azul mil cuatrocientos años antes. Todos se habían echado reír, pero Daeman sabía que hubiese sido técnicamente posible; el armario de cristal del Taj Moira le había dado a Harman muchos de esos datos.

Así que a lo largo de los cinco meses transcurridos desde que decidieron cómo y cuándo llevar a cabo esta misión, Daeman había consultado aquellos nombres e imágenes almacenados. No había memorizado los

9113 (él, como todos los supervivientes, había estado demasiado ocupado), pero no le sorprendió cuando reconoció al primer hombre y la primera mujer que salieron dando tumbos del negro rectángulo que era la puerta del remontador de rayos neutrino-taquiónicos.

—Petra —dijo Daeman—. Pinchas. Bienvenidos.

Agarró al hombre y la mujer antes de que pudieran caerse. Todos fueron saliendo por la negra puerta, de dos en dos, como los animales del arca de Noé, más aturdidos que conscientes.

La mujer morena llamada Petra (Daeman sabía que era amiga de Savi), miró alrededor como si estuviera drogada y dijo:

—¿Cuánto tiempo?

—Demasiado —contestó Daeman—. Por aquí. Hacia esa nave, por favor.

El primer moscardón había aterrizado con otros treinta humanos antiguos cuyo trabajo era acompañar y ayudar a subir a las largas filas de seres humanos recuperados. Daeman vio cómo Stefe se acercaba y ayudaba a Petra y Pinchas a cruzar el viejo pavimento en dirección a la rampa del moscardón.

Daeman saludó a todos los que iban saliendo del edificio. Reconocía a muchos de vista: el tercero se llamaba Graf, su compañera que también se llamaba Hannah, un amigo de Savi llamado Stephen, Abe, Kile, Sarah, Caleb, William... Daeman los saludó a todos por su nombre y los ayudó a cruzar los pocos pasos que los separaban de los demás que esperaban para que subieran a los moscardones.

Voynix y calibani seguían atacando. Los humanos continuaban matándolos. En los ensayos, habían tardado más de cuarenta y cinco minutos, en una buena tarde, para cargar nueve mil ciento trece personas en los moscardones, concediendo sólo segundos entre la carga de un moscardón y su despegue y el siguiente aterrizaje. Pero esa tarde, mientras eran atacados, lo hicieron en treinta y tres minutos.

—Muy bien —dijo Daeman por todos los canales—. Todo el mundo fuera del Monte del Templo.

Los grupos de armas pesadas cargaron su equipo en los dos últimos moscardones cuando se acercaron flotando al borde oriental del Monte. Entonces esos moscardones se marcharon tras las otras docenas de vehículos hacia el oeste, y sólo quedaron en tierra Daeman y sus escuadrones originales.

—Tres o cuatro mil voynix vienen desde la Iglesia del Sepulcro —informó Elian.

Daeman se colocó la capucha y se mordió los labios. Sería más difícil matar a aquellos bichos sin las armas pesadas.

—Muy bien —dijo por el canal de mano—. Habla Daeman. Faxead... ahora. Líderes de escuadrón, informad cuando vuestros grupos hayan faxeado.

Greogi informó de que su escuadrón había salido y se faxeó.

Eddie informó y se faxeó desde su posición en la calle Bab al-Hadid. Boman informó de que su escuadrón había salido de su posición en

Bab al-Ghawanima y se marchó también.

Loes informó desde cerca de la Puerta de los Leones y se fue. Elle informó desde la Puerta del Jardín e hizo lo mismo.

Kaman informó de que su escuadrón había faxeado con éxito (a Kaman parecían gustarle demasiado las maniobras militares, pensó Daeman) y luego pidió de manera redundante permiso para faxear de vuelta a casa.

—Saca el culo de aquí —radió Daeman.

Oko informó de que su escuadrón se había marchado y lo siguió. Caul informó desde la mezquita de Al-Aksa y se marchó.

Elian informó, «escuadrón librefaxeado a casa», y se faxeó también. Daeman reunió a su escuadrón, Hannah incluida, y vio cómo desaparecían, uno a uno, de las crecientes sombras de la plaza de la Muralla Oeste.

Sabía que todos se habían ido, que el edificio del rayo estaba vacío, pero tenía que comprobarlo.

Pulsando con el dedo medio los controles de la mochila impulsora que llevaba en la palma, Daeman echó a volar, trazó un círculo sobre el edificio, contempló el hueco de la puerta, sobrevoló la vacía Cúpula de la Roca y la plaza vacía, y luego voló más bajo, en círculos más amplios, comprobando todos los puntos de los cuatro barrios de la Ciudad Vieja donde sus escuadrones habían protegido el perímetro sin perder ni un solo humano en los ataques de voynix y calibani.

Sabía que tenía que irse: voynix y calibani corrían por las calles estrechas y antiguas como agua en un barco agujereado, pero también sabía por qué se quedaba.

La piedra casi le arrancó la cabeza. El radar del traje de combate lo salvó al detectar el objeto lanzado, invisible en la penumbra del crepúsculo, y anular los controles de la mochila. Daeman dio una voltereta y se enderezó unos metros por encima de la acera del Monte del Templo.

Aterrizó, activando su armadura de impacto mientras alzaba su rifle energético. Uno de los sensores de su traje y todos sus sentidos humanos le dijeron que la forma grande y no del todo humana que había en el negro portal de la Cúpula de la Roca no era un mero calibani
.

—Daemannnnnn —gimió la cosa.

Daeman se acercó, el rifle alzado, ignorando la imperativa de los sistemas de blanco del traje para disparar, e intentando controlar la respiración y sus pensamientos.

—Daemannnn —suspiró la enorme forma anfibia del portal—. Pienso, aún así, tú harías que Él juzga, suponiendo que este Calibán se esfuerza y no enferma más, ¿lo lastimarías?

—Lo mataría —gritó Daeman. Su cuerpo temblaba de antigua cólera. Podía oír el roce de miles de voynix y calibani correteando bajo el Monte—. Sal y lucha, Calibán.

La sombra se rió.

—Pienso, los humanos esperan que el mal a veces debe enmendarse como las verrugas se frotan y se curan las llagas con barro, ¿ssssí?

—Sal y lucha conmigo, Calibán.

—Concibe, ¿bajará su rifle y se enfrentará al acólito de Él en lucha justa, mano y garra a mano y garra?

Daeman vaciló. Sabía que no habría ninguna lucha justa. Un millar de voynix y calibani estarían allí arriba en cuestión de segundos. Podía oír ya sus movimientos en la Plaza de la Muralla Oeste y en las escalinatas. Alzó el rifle, lo puso en modo de búsqueda automática de objetivo y oyó en sus auriculares el tono de blanco confirmado.

—Pienso, Daemannnnn no disparará, nooo —gimió Calibán en las sombras de la Cúpula de las Rocas—. Él ama demasiado a Calibán y su señor Setebos como enemigos para echar, jo, jo, un telón sobre su mundo de una vez, ¿ssssí? ¿Nooo? Daeman debe esperar otro día para que el viento limpie el polvo acumulado, para reunirse en la casa de la muerte en marcha y...

Daeman disparó. Disparó otra vez.

Los voynix saltaron a las murallas del Monte del Templo ante él, los calibani subieron las escalinatas por detrás. Había oscurecido ya en Jerusalén, e incluso el brillo azul del rayo (constante durante mil cuatrocientos veintiún años) se había apagado. Los monstruos eran dueños de la ciudad una vez más.

Daeman no tuvo que mirar por los indicadores termales del rifle para saber que había fallado, que Calibán se había teletransportado cuánticamente. Tendría que enfrentarse a él cualquier otro día o cualquier otra noche, en una situación mucho menos ventajosa para él.

Extraña, secretamente, en el fondo de su corazón, Daeman se alegró. Voynix y calibani saltaron hacia él, cruzando las antiguas piedras del

Monte del Templo.

Un segundo antes de que sus garras lo alcanzaran, Daeman librefaxeó de regreso a Ardis.

91

Siete meses y medio después de la Caída de Ilión:

Alys y Ulises (sus amigos lo llamaban Sam) les contaron a sus padres que iban a ir al autocine Lakeshore a ver una sesión doble:
Matar a un ruiseñor
y
007 contra el Doctor No
. Era octubre y el Lakeshore era el único autocine que todavía estaba abierto porque tenía calefactores portátiles además de altavoces para los coches, y normalmente, o al menos en los cuatro meses que hacía que Sam tenía su permiso de conducir, la película del autocine había sido suficiente para su pasión, pero esa noche, esa noche especial, se internaron en los campos de trigo ya dispuestos para la cosecha hasta un lugar privado al final de un largo carril.

—¿Y si mis padres me preguntan por el argumento de las películas? — inquirió Alys. Llevaba la blusa blanca de costumbre, el jersey marrón suelto sobre los hombros, la falda oscura y zapatos más bien formales para una cita. Tenía el pelo recogido en una cola de caballo.

—Ya conoces el libro
Matar a un ruiseñor
. Diles que Gregory Peck hace muy bien de Atticus Finch.

—¿Él es Atticus Finch?

—¿Quién más podría ser? —dijo Sam—. ¿El negro?

—¿Y la otra película?

—Es una peli de espías de un tipo inglés... James Bond creo que se llama. Al presidente le gusta el libro en el que se basa la peli. Dile a tu padre que era emocionante, llena de tiros y esas cosas.

Sam aparcó el Chevy Bel Air de 1957 de su padre al final del carril, más allá de las ruinas y a la vista del lago. Habían dejado atrás el autocine Lakeshore y la gran laguna que le daba nombre. Al otro lado del agua, Sam veía el pequeño rectángulo de la pantalla del autocine y, más allá, el brillo de las luces de su pueblo contra el cielo de octubre, y mucho más allá, el brillo más fuerte de la ciudad en la que sus padres trabajaban cada día. Probablemente durante la Depresión había habido una granja al final de aquel carril, pero la casa había desaparecido y sólo quedaban los cimientos y los árboles que flanqueaban el camino de acceso. Los árboles estaban perdiendo sus hojas. Empezaba a hacer frío, se acercaba Halloween.

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