Esto era demasiado, no me pude quedar en silencio.
—Si Promisión fue fundado por un atado de ateos deprimidos de manera terminal, ¿qué pudo hacerlos cambiar de opinión? ¿De dónde proviene el deseo de imponer una
interpretación post hoc
? Si la revelación que trajo aquí a los Ángeles fue «secular», ¿por qué no es secular todo el planeta hoy?
—La civilización colapsó —dijo alguien con sarcasmo—. ¿Qué esperabas?
Irritado, abrí la boca para contestar pero Céline se me adelantó.
—No, lo que dice Martín es apropiado. Si David está en lo cierto, es necesario explicar la aparición de la religión más urgentemente que nunca. Y yo no creo que haya alguien capaz de hacer eso todavía.
Más tarde, me quedé despierto pensando en todas las otras cosas que tendría que haber dicho, todas las otras objeciones que pude haber presentado. (Y pensando en Céline.) Más allá de la teología, la dinámica del grupo estaba comenzando a meterse en mi piel; tal vez debería pasar todo mi tiempo en el laboratorio, impresionando a Barat con mi dedicación a sus microbios de mierda.
O tal vez estaría mejor en casa. Podría ayudar con la embarcación; mis padres ya no eran jóvenes y Daniel tenía que cuidar de su propia familia.
Bajé de la cama y comencé a embalar, pero a mitad de la tarea ya había cambiado de opinión. En realidad no quería abandonar mis estudios. Y desde un principio supe cuál era el antídoto para toda la confusión y el resentimiento que sentía.
Aparté la mochila, apagué la luz, me acosté, cerré los ojos y le pedí a Beatriz que me concediera paz.
Me desperté cuando sonaron unos golpes fuertes sobre la puerta de mi habitación. Era mi compañero de cuarto, un muchacho que apenas conocía. Parecía extremadamente cansado e iracundo, pero algo dominaba su irritación.
—Hay un mensaje para ti.
Mi madre estaba enferma, con un virus no identificado. El hospital estaba todavía más lejos que los terrenos donde estaba nuestra casa; el viaje tomaría casi tres días.
Pasé la mayor parte del trayecto rezando, pero cuanto más rezaba más difícil se hacía.
Sabía
que era posible salvar la vida de mi madre con una palabra en la lengua de los Ángeles dirigida a Beatriz, pero la cantidad de formas en las cuales podía fracasar, corrompiendo la pureza del pedido con mis propias dudas, mi propio egoísmo, se multiplicaba continuamente.
Los Ángeles no crearon nada en el ecopoiesis que dañara sus propias encarnaciones mortales. La vida nativa no había mostrado ningún interés en parasitarnos. Pero a lo largo de milenios, nuestro propio ADN había generado virus. Y puesto que fue Beatriz Misma la que eligió cada último par base, debe haber sido lo que Ella pretendió. Envejecer no era suficiente. Una herida mortal no era suficiente. La Muerte tenía que llegar sin advertencia, silenciosa e invisible.
Eso es lo que dicen las Escrituras.
El hospital era un laberinto de cascos enlazados. Cuando por fin encontré el corredor apropiado, la primera persona que reconocí a la distancia fue Daniel. Sostenía en alto a su hija Sofía con los brazos extendidos, sonriéndole. La imagen disipó todos mis miedos en un instante: sentí que mis rodillas agradecían.
Luego vi a mi padre. Estaba sentado frente a la habitación, la cabeza en las manos. No podía ver su rostro, pero no era necesario. No estaba ansioso o cansado. Estaba abatido.
Me aproximé en una confusión de oraciones de último minuto, aunque comprendí que estaba pidiendo que se rescribiera el pasado. Daniel comenzó a recibirme como si nada anduviera mal, preguntando sobre el viaje —probablemente tratando de suavizar el golpe—, entonces registró mi expresión y puso una mano sobre mi hombro.
—Ahora está con la Diosa —dijo.
Pasé a su lado y entré en la habitación. El cuerpo de mi madre descansaba sobre la cama, cuidadosamente dispuesto: los brazos extendidos, los ojos cerrados. Las lágrimas recorrieron mis mejillas, enfadado. ¿Dónde estaba mi amor cuando pudo evitarlo? ¿Cuando Beatriz hubiera escuchado?
Daniel me siguió a la habitación, solo. Miré hacia atrás a través de la puerta y vi a Agnes sosteniendo a Sofía.
—Ella está con la Diosa, Martín —estaba radiante como si hubiera sucedido algo maravilloso.
—Ella no era Inmersa —dije atontado. Estaba casi seguro de que ni siquiera era creyente. Perteneció a la Iglesia Transicional toda su vida, pero ésa es la forma de mantener contacto con los amigos cuando se trabaja en una embarcación nueve de cada diez días.
—Recé con ella antes de que perdiera la conciencia. Aceptó a Beatriz en su corazón.
Lo miré. Nueve años atrás había estado seguro: o eres Inmerso o estás maldito. Era tan simple como eso. Mi propia convicción se había aplacado con los años; en realidad, no podía creer que Beatriz fuera tan arbitraria y cruel. Pero sabía que mi madre no sólo había rechazado el ritual; la filosofía por completo le había resultado tan incomprensible como la mecánica.
—¿Dijo eso? ¿Te dijo eso?
Daniel negó con la cabeza.
—Pero quedó claro. —Colmado por el amor de Beatriz no podía dejar de sonreír.
Una ola de repulsión me atravesó; quería pulverizarle la cara contra el casco.
No le importa lo que mi madre baya creído.
Cualquier cosa que aliviase su propio dolor, que enterrara sus dudas, era suficiente. Aceptar que ella estaba condenada —o siquiera muerta, partió, se desvaneció— era insoportable; lo demás surgía de eso.
Nada es verdad en lo que dice no hay verdad en lo que cree. Todo es una expresión de sus propias necesidades.
Regresé al pasillo y me dejé caer junto a mi padre. Sin mirarme, pasó un brazo por detrás de mis hombros y me apretó contra su lado. Pude sentir la oscuridad fluyendo sobre él, la impotencia, la pérdida. Cuando traté de abrazado sólo me apretó aún más fuerte, forzándome a quedar quieto. Me sobresalté varias veces, luego dejé de llorar. Cerré mis ojos y dejé que me sostuviera.
Estaba decidido a quedarme allí a su lado, enfrentando todo lo que él estaba enfrentando. Pero después de un rato, inesperadamente, la vieja llama comenzó a brillar en el fondo de mi cráneo: la antigua calidez, la antigua paz, la antigua certeza. Daniel estaba en lo cierto, mi madre estaba con la Diosa.
¿Cómo podía haber dudado de eso?
No tenía sentido preguntarse cómo había sucedido; los caminos de Beatriz están más allá de mi comprensión.
Lo que conocía de primera mano era la fuerza de Su amor.
No me moví, no me liberé del abrazo desolado de mi padre. Pero ahora era un impostor, sólo rezaba por su consuelo, intercedía con mi estado de gracia. Beatriz me había elevado más allá de la oscuridad y ya no podía compartir el dolor de mi padre.
Tras la muerte de mi madre mi fe continuó cediendo terreno, sin siquiera altibajos. La mayor parte del contenido doctrinario se cayó dejando detrás el férreo corazón de la fe, mucho más fácil de defender. No importaba si las Escrituras eran supersticiones insensatas o si la Iglesia estaba llena de idiotas e hipócritas; Beatriz todavía era Beatriz del mismo modo en que el cielo todavía era azul. Cuando escuchaba discusiones entre ateos y creyentes, con creciente frecuencia me descubría del lado de los ateos, no porque aceptara sus conclusiones sino porque eran mucho más honestos que sus oponentes. Tal vez los sacerdotes y teólogos que discutían con ellos tuvieran el mismo tipo de experiencia de la Diosa, directa y personal, que tuve yo, o tal vez no, tal vez sólo necesitaban creer con desesperación. Pero nunca revelaban la auténtica fuente de su convicción; en su lugar, sólo realizaban ridículos intentos de «probar» la existencia de la Diosa a partir del registro histórico, o de la biología, la astronomía o las matemáticas. Daniel había estado en lo correcto cuando tenía quince años —no se podía demostrar nada semejante— y escuchar a estas personas retorcer la lógica me incomodaba.
Me sentí culpable cuando dejé a mi padre trabajando con una persona contratada, y todavía más culpable cuando se mudó a la embarcación de Daniel un año más tarde, pero sabía cuán molesto se hubiera puesto si pensaba que abandonaba mi carrera para ayudarle. A veces esto era lo único que me mantenía en Mitar: incluso, cuando lo único que quería era largar todo y volver para tirar redes, temía que mi decisión fuera mal interpretada.
Me tomó tres años completar mi tesis sobre la migración de zooítos en el amanecer de la ecopoiesis. Mi hipótesis original, que las especies de agua dulce habían vuelto a habitar la capa superior del océano, resultó ser falsa. Los zooítos no tenían genes, sólo familias de encimas que se resintetizaban la una a la otra después de la división de células, pero la comparación de estas moléculas hereditarias mostró que, más que la lluvia trayendo nueva vida desde el cielo, las especies que habitaban en la región más profunda del océano se habían acercado continuamente a la superficie a medida que las creaciones de los Ángeles agotaban el oxígeno del agua. Eso no hubiese sido una sorpresa si las mismas técnicas no hubiesen mostrado también que varias especies encontradas en agua de río eran parientes muy cercanos de las que vivían en la superficie. Pero estas especies de agua dulce no eran los antepasados de nadie; eran las migraciones más recientes. Los zooítos, que habían pasado mil millones de años confinados en las profundidades, de pronto eran capaces de sobrevivir (y reproducirse y mutar) más cerca de la superficie que nunca y, cuando tropezaron con una mutación que los hizo crecer ante la presencia de oxígeno, quedaron en posición de hacer uso de él. La ecopoiesis pudo haber conducido a la extinción de otros organismos, pero la invasión de la Tierra había permitido que estas antiguas especies del fondo del océano ascendieran en busca de una ocupación largamente demorada. De manera intencional o no, los Ángeles habían puesto en movimiento la secuencia de hechos que las había liberado del océano para colonizar el planeta.
Entonces demostré que estaba equivocado y obtuve mi graduación: llegué a ser famoso en un círculo de pares tan pequeño que, de un modo u otro, todos nos conocíamos. No se abrieron enormes territorios nuevos ante mí. Todo lo que se hacía en biología nativa rápidamente se convertía en un callejón sin salida académico; siempre sospeché que sería así, pero no había trabajado duramente durante tanto tiempo para terminar en nada.
Durante los siguientes tres años me aferré a la solución más fácil: asistir a Barat en su propia investigación, aceptando tareas de enseñanza que no quería nadie. La mayoría de los otros estudiantes de Barat se movieron hacia cuestiones más interesantes, y me sentía cada vez más solo en Mitar. Pero no importaba, tenía a Beatriz.
A los veinticinco años pude ver mi futuro con claridad. Mientras otras personas descifraban —y trabajaban a partir de— la herencia de los Ángeles, yo miraba a la distancia, ocupándome inútilmente de las muestras de agua marina de las que eran removidos todos los contaminantes Angélicos con minuciosidad.
Por fin, cuando ya casi era demasiado tarde, tomé la decisión de quemar las naves. Barat había sido bueno para mí, pero él nunca esperó que la lealtad llegara al martirio. Hacia fines de año se realizaría en Tia una conferencia sobre microbiología biecológica (nativa y Angélica), probablemente el último acontecimiento de su tipo. No tenía resultados nuevos para presentar pero no sería difícil encontrar una excusa plausible para asistir y éste sería el lugar ideal para buscar un destino nuevo. Mi gran descubrimiento sobre los zooítos no se habría perdido por completo en la amplia comunidad de biólogos. Podría tratar de reavivar su recuerdo. No tenía dudas de que sumaría puntos si me ofreciera para dormir con alguien; escrúpulos éticos aparte, mi puente seguramente estaba juntando polvo.
Y entonces tal vez, de nuevo, fuera feliz. Tal vez me convirtiera en un colega librelandés Inmerso que terminaba en una posición de poder, y todo lo que tenía que hacer era prometer que mi trabajo estaría dedicado a engrandecer la gloria de Beatriz.
Tia era una ciudad de diez millones de personas en la costa este. Las torres nuevas se elevaban al lado de las estructuras abandonadas del tiempo de los Ángeles, gigantescas máquinas estropeadas que pudieron jugar un papel en la ecopoiesis. Era demasiado grande y orgulloso para quedarme con la boca abierta como un niño pero toda mi provinciana sofisticación me llevaba a eso. Los domos y cilindros eran veinte veces más grandes que las ilustraciones impresas en el techo del monasterio en mi hogar. No tenían imágenes de Beatriz; nada producido por los Ángeles las tenía. Pero, ¿por qué lo harían? Eran anteriores a Su muerte.
La universidad, en las afueras de Tia, tenía un tercio del tamaño de la misma Mitar. Un tren subterráneo rodeaba el campus; los estudiantes que viajaban miraron con incredulidad mis ropas carentes de estilo. Dejé mi equipaje en el dormitorio y me dirigí directamente al centro de conferencias. Barat prefirió no venir, tal vez no quiso ser testigo del entierro público de su campo de investigación. Eso me hizo las cosas más fáciles; estaría libre para buscar una nueva carrera sin restregárselo por la cara.
Los últimos agregados al programa aparecían en una pantalla en la entrada principal. Casi pasé sin verla, ya había decidido a qué charlas asistiría. Pero cuando había dado tres pasos, un título que había atisbado tomó forma en el centro de mi mente y tuve que retroceder para asegurarme de que no me lo había imaginado.
Carla Reggia: «Efectos eufóricos de las excreciones de Z/12/80»
Me quedé allí sonriendo con incredulidad. Reconocía el nombre de la disertante y de sus colaboradores pero nunca había tenido oportunidad de encontrarlos. Si esto no era una broma… ¿qué habían hecho? ¿Los disecaban y los filmaban, y trataban de presentarlo como una investigación? Z/
12/80
era uno de «mis» zooítos, uno de los que salieron del océano; el aire y el agua de Tia estaban saturados de ellos. Si sus excreciones eran eufóricas, la ciudad entera estaría en estado de exultación.
Supe, en un instante, lo que habían descubierto.
Lo había sabido mucho antes de que lo admitiera. Fui a la conferencia con la cabeza llena de bromas sobre redomas culturales descuidadas llenas de productos psicotrópicos fallados, pero durante dos días completos había estado fortaleciéndome para enfrentar la verdad, buscando formas de restarle importancia.
El
Z/12/80,
había explicado Carla, excretaba entre sus productos una amina que era capaz de ligar los receptores de nuestros cerebros diseñados por los Ángeles. Puesto que había sido demostrado por otros investigadores (nadie me reconoció; nadie me echó siquiera una mirada) que el
Z/12/80
no existía en tiempos de la ecopoiesis, esta interacción casi seguramente no había sido planificada ni anticipada. Hasta que los arqueólogos y neuroquímicos determinen cuál era su rol, si tuvo alguno la llegada de esta sustancia al medio ambiente pudo jugar un papel en el colapso de la cultura primitiva. Pero durante los últimos quince o dieciocho mil años, hemos estado nadando en ella. Dado que todavía tenemos un espectro amplio de estados de ánimo negativos, probablemente seamos capaces de compensar su presencia regulando el descenso de la secreción de la molécula endógena que fue diseñada para unirse al mismo receptor. Sin embargo, ésa es sólo una conjetura. Los efectos precisos que podría provocar en cada individuo al que se le suministre, de modo experimental y en condiciones distintas, es una cuestión que será de gran interés para los investigadores con la experiencia y preparación adecuadas.