—No puedo creer que haya durado tanto —le dije a Sadiq.
—¿No confiabas en los modelos?
—Mierda, no. Todas las semanas pensaba que pasaríamos la colina y que no habría nada, salvo una telaraña seca.
Sadiq sonrió.
—¿O sea que no tenías fe en mis cálculos?
—No te lo tomes a pecho. Había muchas cosas que los dos podíamos haber hecho mal.
Sadiq salió de la carretera. Sus alumnos, Hassan y Rashid, habían saltado de la caja del camión y habían comenzado a caminar hacia el Muro antes de que yo me pusiera la máscara. Sadiq los llamó para que regresaran y los obligó a ponerse botas de plástico y trajes de papel sobre sus ropas, mientras nosotros dos hacíamos lo mismo. Generalmente no nos tomábamos la molestia de protegemos tanto, pero hoy era diferente.
Desde más cerca, el Muro casi desaparecía: lo único que se percibía eran reflejos aislados, festoneados de arco iris, flotando a ritmo cansino por la película que, de lo contrario, resultaba invisible, mientras el agua se redistribuía, dibujando ondas inducidas en la membrana por la interacción de la presión de aire, los gradientes térmicos y la tensión superficial. Estas imágenes fácilmente podían confundirse con objetos individuales, retazos de plástico traslúcido revoloteando por encima del desierto, suspendidos en el aire por una brisa demasiado leve para ser detectada a nivel del suelo.
Cuanto más de lejos se miraba, no obstante, más abundantes se volvían los destellos de luz, y menos plausible cualquier hipótesis alternativa que negara la integridad del Muro. Se extendía por un kilómetro, a lo largo del linde del desierto, y se elevaba unos desparejos quince o veinte metros hacia el cielo. Pero era apenas el primero y más pequeño de su clase, y había llegado la hora de cargarlo en la caja del camión y llevarlo de vuelta a Basora.
Sadiq sacó un aerosol de reactivo de la cabina y lo agitó mientras descendía por el terraplén. Lo seguí con el corazón en la boca. El Muro no se había secado; no se había desgarrado ni volado, pero aún quedaban muchas posibilidades de fallas.
Sadiq extendió el brazo y roció lo que parecía ser, desde mi punto de vista privilegiado, simple aire, pero entonces vi cómo el fino rocío de gotas impactaba contra la membrana. Se elevó un susurro, como el sonido de una plancha a vapor, y sentí una humedad tibia y tenue antes de que aparecieran los primeros hilos sedosos, entrecruzando la región donde el polímero del que estaba construido el Muro había comenzado a cambiar de conformación. En un estado, el polímero era soluble, exponiendo grupos de átomos hidrófilos que unían el agua, formando delgadas hojas de un gel liviano como una pluma. Ahora, estimulado por el reactivo y energizado por la luz solar, estaba aglomerando esos grupos en celdas resbaladizas, aceitosas, y expeliendo todas las moléculas de agua, transformando el gel en una red deshidratada.
Mi único deseo era que no expeliera nada más.
Mientras la red de encaje comenzaba a caer en pliegues a sus pies, Hassan dijo algo en árabe. Disgustado y risueño. Mi comprensión del lenguaje era parcial; Sadiq me lo tradujo con la voz ahogada por la máscara:
—Dice que posiblemente la mayor parte del peso de esta cosa se debe a los insectos muertos.
Hizo retroceder a los jóvenes hacia el camión antes de seguirlos mientras el viento hacía volar sobre nuestras cabezas una cortina reluciente. Descendía demasiado lentamente para dejamos atrapados, pero subí la loma corriendo.
Desde el camión, observamos cómo caía el Muro a medida que la ola de deshidratación se propagaba en toda su longitud. Si bien el gel era elusivo a la hora de mirarlo de cerca, el residuo era completamente visible a la distancia; tenía menos sustancia que una media de mujer muy larga… una media repleta de mosquitos atascados.
El polímero inteligente era un invento de Sonja Helvig, una química noruega; yo había ajustado el diseño original para esta aplicación. Sadiq y sus alumnos eran ingenieros civiles, responsables de llevarlo a una escala que pudiera proporcionar un beneficio práctico. En esos términos este experimento era apenas una prueba de campo de menor importancia.
Miré a Sadiq:
—Alguna vez trabajaste en la detección de minas personales, ¿verdad?
—Hace años. —Antes de que yo pudiera agregar nada, comprendió a dónde apuntaba—. ¿Estás pensando que aquello puede haber sido más satisfactorio?
¿Bang,
desaparece y las pruebas están a la vista?
—Una mina menos, una bomba menos —dije—. Sin importar cuántos miles hubiera que detectar, al menos podías contar la desactivación de cada una como un logro definido.
—Es verdad. Era una buena sensación. —Se encogió de hombros—. Pero, ¿qué podemos hacer? ¿Renunciar a esto porque es más difícil?
Llevé el camión colina abajo y luego supervisé a los estudiantes mientras adosaban los mechones de polímero al malacate especial que habían construido. Hassan y Rashid tenían veintitantos años, pero fácilmente podían pasar por adolescentes. Después de la guerra, el dictador y sus ex-aliados occidentales habían descubierto la mutua conveniencia de producir una generación de niños iraquíes que crecieran mal nutridos y sin atención médica, si es que llegaban a crecer. Más de un millón de personas habían muerto a causa de las sanciones. Mi propio chiste de mal gusto llamado país había enviado parte de su armada a colaborar con el bloqueo, mientras el resto se quedaba en casa para ahuyentar a los barcos llenos de refugiados que huían de estas y de otras atrocidades. El General Bigote había muerto hacía rato, pero sus camaradas de genocidio, con domicilios más salubres, seguían sueltos: dando conferencias por el mundo, liderando grupos de expertos, presionando pata obtener el premio Nóbel de la Paz.
Mientras los hilos de polímero se enrollaban en el núcleo contenido en el cilindro protector del malacate, el conteo alfa se elevaba de manera constante. Era una buena señal: las finas partículas de óxido de uranio atrapadas por el Muro habían permanecido adheridas al polímero durante la deshidratación y el enrollado de la red. La radiación de los pocos gramos de U-238 que habíamos recolectado era bajísima para representar un riesgo en sí misma; lo que debíamos evitar era ingerir el polvo, y aunque lo hiciéramos los efectos desagradables serían sólo químicos y radiológicos. Con un poco de suerte, el polímero también habría atrapado a sus otros objetivos: los carcinógenos orgánicos que habían sido esparcidos por Kuwait y el sur de Iraq por los apocalípticos incendios de los pozos de petróleo. No había manera de determinado hasta que hiciéramos un análisis químico completo.
Durante el viaje de vuelta estábamos de muy buen ánimo. Lo que habíamos recogido del viento en las últimas seis semanas no salvaría ni a una sola persona de contraer leucemia, pero ahora parecía posible que, con el correr de los años, de las décadas, esta tecnología marcara una verdadera diferencia.
En Singapur perdí la combinación con el vuelo directo a Sydney, de modo que tuve que viajar vía Perth. En Perth hubo una espera de cuatro horas; me paseé por el área de pasajeros en tránsito, incómodo e impaciente. No había visto a Francine desde que ella partiera de Basora, hacía tres meses, y a ella no le parecía bien saturar la limitada banda ancha de Iraq con videos decadentes.
Justo cuando había resuelto llamarla, entró un e-mail en la notepad, diciendo que había recibido mi mensaje y me esperaría en el aeropuerto.
En Sydney, parado junto a la cinta transportadora de equipaje, la busqué entre la multitud. Cuando finalmente la vi aproximarse, me estaba mirando a los ojos, sonriendo. Me aparté de la cinta y caminé hacia ella; ella se detuvo y dejó que yo me acercara, manteniendo su mirada fija en la mía. Tenía una expresión traviesa, como si tuviese preparada una broma de algún tipo, pero no me imaginaba de qué podía tratarse
Cuando casi estaba frente a ella, giró levemente y abrió los brazos
—¡Ta-raaa!
Me quedé paralizado, sin habla.
¿Por qué no me lo había dicho antes?
Me acerqué y la abracé, pero ella ya había leído mi expresión.
—No te enojes, Ben. Temía que quisieras volver antes si te enterabas.
—Tienes razón, habría vuelto antes. —Mis pensamientos se apilaban uno sobre el otro; tenía que resumir las reacciones de tres meses en quince segundos.
No lo habíamos planeado. No podíamos solventar los gastos. Yo no estaba listo.
De pronto comencé a llorar, demasiado conmocionado para avergonzarme ante el gentío. El nudo de pánico y confusión que estaba dentro de mí se disolvió. La abracé más fuerte y sentí la hinchazón de su cuerpo contra mi cadera.
—¿Estás feliz? —preguntó Francine.
Reí y asentí, ahogándome con las palabras:
—¡Es maravilloso!
Lo dije en serio. Todavía tenía miedo, pero era un miedo exultante. Otro océano se había desplegado ante nosotros. Hallaríamos la manera de orientarnos. Lo cruzaríamos juntos.
Tardé varios días en bajar a tierra. No tuvimos una buena oportunidad de charlar hasta el fin de semana; Francine daba clases en la UNSW y, aunque ella podría haber dejado de lado sus investigaciones por un par de días, las calificaciones de los estudiantes no podían esperar. Había miles de cosas para planificar, la beca de investigación de la UNESCO que me había permitido formar parte del proyecto de Basora era por seis meses y había expirado; muy pronto necesitaría comenzar a ganar dinero otra vez, pero el hecho de que aún no me había comprometido con nada me otorgaba cierta flexibilidad que era muy bienvenida.
El lunes, otra vez solo en el apartamento, comencé a ponerme al día con todas las publicaciones que había desatendido. En Iraq, obsesivamente concentrado en una sola cosa, había instruido a mi buscador para que me mantuviese informado de todos los trabajos que eran relevantes para el Muro, excluyendo a todos los demás.
Al revisar un resumen de las investigaciones publicadas a lo largo de seis meses, un artículo de
Science
me llamó la atención: «Modelo experimental de la decoherencia en la cosmología de los muchos mundos». Un grupo de la Universidad Delft de Holanda había logrado que una sencilla computadora cuántica realizara una secuencia de operaciones matemáticas en un registro que había sido preparado para contener una superposición de representaciones binarias de dos números diferentes. Esto, en sí mismo, no era nada nuevo; las superposiciones que representaban hasta 128 números ahora se manipulaban a diario, aunque sólo bajo condiciones de laboratorio, cerca del cero absoluto.
Lo inusitado, sin embargo, era que, en cada etapa de cálculo, los qbits que contenían a los números en cuestión habían sido deliberadamente combinados con otros qbits adicionales de la computadora. El efecto era que la sección que realizaba los cálculos había dejado de encontrarse en un estado cuántico puro: no se comportaba como si contuviera dos números simultáneamente, sino sencillamente como si existiese la misma posibilidad de contener a cualquiera de los dos. Esto había perjudicado la naturaleza cuántica del cálculo, con la misma contundencia como si toda la máquina hubiese tenido un escudo imperfecto y se hubiese interrelacionado con objetos del medio ambiente.
No obstante, había una diferencia crucial: en este caso, los experimentadores no habían perdido el acceso a los qbits adicionales que habían hecho que el cálculo se comportara de la manera clásica. Cuando realizaron una medición apropiada del estado de la totalidad de la computadora, se descubrió que había permanecido en una superposición todo el tiempo. Una sola observación no alcanzaba para demostrado, pero el experimento había sido repetido miles de veces y, dentro de los márgenes de error, sus predicciones se habían confirmado: aunque la superposición se había vuelto indetectable cuando se ignoraban los qbits adicionales, en realidad nunca había desaparecido. Ambos cálculos clásicos se habían llevado a cabo simultáneamente, aunque habían perdido la habilidad de interactuar de un modo mecánico-cuántico.
Me quedé sentado en el escritorio, evaluando los resultados. A un cierto nivel, era apenas una evolución de los experimentos de anulación cuántica de los ’90, pero la imagen de un pequeño programa de computadora avanzando paso a paso, aparentando «ante sí mismo» ser único y estar solo, mientras que, en realidad, una segunda versión igualmente olvidadiza había estado ejecutándose a su lado constantemente, tenía mucha más resonancia que un experimento de interferencia con fotones Me había acostumbrado a la idea de que las computadoras cuánticas realizaran varios cálculos simultáneamente, pero ese truco de magia siempre me había parecido abstracto y etéreo, precisamente porque las partes continuaban actuando como una unidad compleja, de principio a fin. Lo que impresionaba aquí era la cruda demostración de la manera en que cada uno de los cálculos podía llegar a tener la apariencia de una historia clásica diferenciada, tan sólida y mundana como el desplazamiento de las cuentas de un ábaco.
Cuando Francine llegó a casa yo estaba preparando la cena, pero tomé mi
notepad
y le mostré el artículo.
—Sí, ya lo vi —dijo ella.
—¿Qué piensas?
Levantó las manos y retrocedió, parodiando una expresión de alarma.
—Te lo digo en serio.
—¿Qué quieres que te diga? ¿Esto demuestra la Interpretación de los Muchos Mundos? No. ¿Disponer de un modelo de juguete como éste facilita la comprensión de la misma? Sí.
—¿Pero te convence? —persistí—. ¿Crees que los resultados se mantendrían si pudiesen ser reproducidos indefinidamente a una escala cada vez mayor? —De un universo de juguete, formado por un puñado de qbits, al verdadero.
Se encogió de hombros.
—Realmente no necesito convencerme. Siempre pensé que la IMM era la interpretación más plausible, en todo caso.
Dejé el tema y volví a la cocina, mientras ella sacaba una pila de trabajos de sus estudiantes.
Esa noche, ya acostados en la cama, no podía sacarme de la cabeza el experimento de Delft.
—¿Crees que existen otras versiones de nosotros? —le pregunté a Francine.
—Supongo que deben de existir. —Me concedió ese punto como si fuese algo abstracto y metafísico, y como si yo fuera un pedante por el solo hecho de haberlo mencionado. La gente que profesaba la creencia en la IMM nunca parecía estar dispuesta a tomársela seriamente, y mucho menos a un nivel personal.