Niebla (20 page)

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Authors: Miguel De Unamuno

BOOK: Niebla
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—Sí, Mauricio.

—Pero no sabes por qué le tuve que despachar al muy sinvergüenza...

—No quiero saberlo.

—Eso te honra. Pues bien; le tuve que despachar al haragán y sinvergüenza aquel, pero...

—¿Qué, te persigue todavía?

—¡Todavía!

—¡Ah, como yo le coja!...

—No, no es eso. Me persigue, pero no ya con las intenciones que tú crees, sino con otras.

—¡A ver!, ¡a ver!

—No te alarmes, Augusto, no te alarmes. El pobre Mauricio no muerde, ladra.

—Ah, pues haz lo que dice el refrán árabe: «Si vas a detenerte con cada perro que te salga a ladrar al camino; nunca llegarás al fin de él.» No sirve tirarles piedras. No le hagas caso.

—Creo que hay otro medio mejor.

—¿Cuál?

—Llevar a prevención mendrugos de pan en el bolsillo e irlos tirando a los perros que salen a ladrarnos, porque ladran por hambre.

—¿Qué quieres decir?

—Que ahora Mauricio no pretende sino que le busque una colocación cualquiera o un modo de vivir y dice que me dejará en paz, y si no...

—Si no...

—Amenaza con perseguirme para comprometerme...

—¡Desvergonzado!, ¡bandido!

—No te exaltes. Y creo que lo mejor es quitámosle de enmedio buscándole una colocación cualquiera que le dé para vivir y que sea lo más lejos posible. Es, además, de mi parte algo de compasión porque el pobrecillo es como es, y...

—Acaso tengas razón, Eugenia. Y mira, creo que podré arreglarlo todo. Mañana mismo hablaré a un amigo mío y me parece que le buscaremos ese empleo.

Y, en efecto, pudo encontrarle el empleo y conseguir que le destinasen bastante lejos.

XXVIII

Torció el gesto Augusto cuando una mañana le anunció Liduvina que un joven le esperaba y se encontró luego con que era Mauricio. Estuvo por despedirlo sin oírle, pero le atraía aquel hombre que fue en un tiempo novio de Eugenia, al que esta quiso y acaso seguía queriendo en algún modo; aquel hombre que tal vez sabía de la que iba a ser mujer de él, de Augusto, intimidades que este ignoraba; de aquel hombre que... Había algo que les unía.

—Vengo, señor —empezó sumisamente Mauricio—, a darle las gracias por el favor insigne que merced a la mediación de Eugenia usted se ha dignado otorgarme...

—No tiene usted de qué darme las gracias, señor mío, y espero que en adelante dejará usted en paz a la que va a ser mi mujer.

—Pero ¡si yo no la he molestado lo más mínimo!

—Sé a qué atenerme.

—Desde que me despidió, a hizo bien en despedirme, porque no soy yo el que a ella corresponde, he procurado consolarme como mejor he podido de esa desgracia y respetar, por supuesto, sus determinaciones. Y si ella le ha dicho a usted otra cosa...

—Le ruego que no vuelva a mentar a la que va a ser mi mujer, y mucho menos que insinúe siquiera el que haya faltado lo más mínimo a la verdad. Consuélese como pueda y déjenos en paz.

—Es verdad. Y vuelvo a darles a ustedes dos las gracias por el favor que me han hecho proporcionándome ese empleíto. Iré a servirlo y me consolaré como pueda. Por cierto que pienso llevarme conmigo a una muchachita...

—Y ¿a mí qué me importa eso, caballero?

—Es que me parece que usted debe de conocerla...

—¿Cómo?, ¿cómo?, ¿quiere usted burlarse...?

—No... no... Es una tal Rosario, que está en un taller de planchado y que me parece le solía llevar a usted la plancha...

Augusto palideció. «¿Sabrá este todo?», se dijo, y esto le azaró aún más que su anterior sospecha de que aquel hombre supiese de Eugenia lo que él no sabía. Pero repúsose al pronto y exclamó:

—Y ¿a qué me viene usted ahora con eso?

—Me parece —prosiguió Mauricio, como si no hubiese oído nada— que a los despreciados se nos debe dejar el que nos consolemos los unos con los otros.

—Pero ¿qué quiere usted decir, hombre, qué quiere usted decir? —y pensó Augusto si allí, en aquel que fue escenario de su última aventura con Rosario, estrangularía o no a aquel hombre.

—¡No se exalte así, don Augusto, no se exalte así! No quiero decir sino lo que he dicho. Ella... la que usted no quiere que yo miente, me despreció, me despachó, y yo me he encontrado con esa pobre chicuela, a la que otro despreció y...

Augusto no pudo ya contenerse; palideció primero, se encendió después, levantóse, cogió a Mauricio por los dos brazos, lo levantó en vilo y le arrojó en el sofá sin darse clara cuenta de lo que hacía, como para estrangularlo. Y entonces, al verse Mauricio en el sofá, dijo con la mayor frialdad:

—Mírese usted ahora, don Augusto, en mis pupilas y verá qué chiquito se ve...

El pobre Augusto creyó derretirse. Por lo menos se le derritió la fuerza toda de los brazos, empezó la estancia a convertirse en niebla a sus ojos; pensó: «¿Estaré soñando?», y se encontró con que Mauricio, de pie ya y frente a él, le miraba con una socarrona sonrisa:

—¡Oh, no ha sido nada, don Augusto, no ha sido nada! Perdóneme usted, un arrebato... ni sé siquiera lo que me hice... ni me di cuenta... Y ¡gracias, gracias, otra vez gracias!, ¡gracias a usted y a... ella! ¡Adiós!

Apenas había salido Mauricio, llamó Augusto a Liduvina.

—Di, Liduvina, ¿quién ha estado aquí conmigo?

—Un joven.

—¿De qué señas?

—Pero ¿necesita usted que se lo diga?

—¿De veras, ha estado aquí alguien conmigo?

—¡Señorito!

—No... no... júrame que ha estado aquí conmigo un joven y de las señas que me digas... alto, rubio, ¿no es eso?, de bigote, más bien grueso que flaco, de nariz aguileña... ¿ha estado?

—Pero ¿está usted bueno, don Augusto?

—¿No ha sido un sueño...?

—Como no lo hayamos soñado los dos...

—No, no pueden soñar dos al mismo tiempo la misma cosa. Y precisamente se conoce que algo no es sueño en que no es de uno solo...

—Pues ¡sí, estése tranquilo, sí! Estuvo ese joven que dice.

—Y ¿qué dijo al salir?

—Al salir no habló conmigo... ni le vi...

—Y tú ¿sabes quién es, Liduvina?

—Sí, sé quién es. El que fue novio de...

—Sí, basta. Y ahora, ¿de quién lo es?

—Eso ya sería saber demasiado.

—Como las mujeres sabéis tantas cosas que no os enseñan...

—Sí, y en cambio no logramos aprender las que quieren enseñamos.

—Pues bueno, di la verdad, Liduvina: ¿no sabes con quién anda ahora ese... prójimo?

—No, pero me lo figuro.

—¿Por qué?

—Por lo que está usted diciendo.

—Bueno, llama ahora a Domingo.

—¿Para qué?

—Para saber si estoy también todavía soñando o no, y si tú eres de verdad Liduvina, su mujer, o si...

—¿O si Domingo está soñando también? Pero creo que hay otra cosa mejor.

—¿Cuál?

—Que venga
Orfeo.

—Tienes razón; ¡ese no sueña!

Al poco rato, habiendo ya salido Liduvina, entraba el perro.

«¡Ven acá,
Orfeo
-le dijo su amo—, ven acá! ¡Pobrecito!, ¡qué pocos días te quedan ya de vivir conmigo! No te quiere ella en casa. Y ¿adónde voy a echarte?, ¿qué voy a hacer de ti?, ¿qué será de ti sin mí? Eres capaz de morirte, ¡lo sé! Sólo un perro es capaz de morirse al verse sin amo. Y yo he sido más que tu amo, ¡tu padre, tu dios! ¡No te quiere en casa; te echa de mi lado! ¿Es que tú, el símbolo de la felicidad, le estorbas en casa? ¡Quién lo sabe...! Acaso un perro sorprende los más secretos pensamientos de las personas con quienes vive, y aunque se calle... ¡Y tengo que casarme, no tengo más remedio que casarme... si no, jamás voy a salir del sueño! Tengo que despertar.»

«Pero ¿por qué me miras así,
Orfeo?
¡Si parece que lloras sin lágrimas...! ¿Es que me quieres decir algo?, te veo sufrir por no tener palabras. ¡Qué pronto aseguré que tú no sueñas! ¡Tú sí que me estás soñando,
Orfeo!
¿Por qué somos hombres los hombres sino porque hay perros y gatos y caballos y bueyes y ovejas y animales de toda clase, sobre todo domésticos?, ¿es que a falta de animales domésticos en que descargar el peso de la animalidad de la vida habría el hombre llegado a su humanidad? ¿Es que a no haber domesticado el hombre al caballo no andaría la mitad de nuestro linaje llevando a cuestas a la otra mitad? Sí, a vosotros se os debe la civilización. Y a las mujeres. Pero ¿no es acaso la mujer otro animal doméstico? Y de no haber mujeres, ¿serían hombres los hombres? ¡Ay,
Orfeo,
viene de fuera quien de casa te echa!»

Y le apretó contra su seno, y el perro, que parecía en efecto llorar, le lamía la barba.

XXIX

Todo estaba dispuesto ya para la boda. Augusto la quería recogida y modesta, pero ella, su mujer futura, parecía preferir que se le diese más boato y resonancia.

A medida que se acercaba aquel plazo, el novio ardía por tomarse ciertas pequeñas libertades y confianzas, y ella, Eugenia, se mantenía más en reserva.

—Pero ¡si dentro de unos días vamos a ser el uno del otro, Eugenia!

—Pues por lo mismo. Es menester que empecemos ya a respetarnos.

—Respeto... Respeto... El respeto excluye el cariño.

—Eso creerás tú... ¡Hombre al fin!

Y Augusto notaba en ella algo extraño, algo forzado. Alguna vez parecióle que trataba de esquivar sus miradas. Y se acordó de su madre, de su pobre madre, y del anhelo que sintió siempre porque su hijo se casara bien. Y ahora, próximo a casarse con Eugenia, le atormentaba más lo que Mauricio le dijera de llevarse a Rosario. Sentía celos, unos celos furiosos, y rabia por haber dejado pasar una ocasión, por el ridículo en que quedó ante la mozuela. «Ahora estarán riéndose los dos de mí —se decía—, y él doblemente, porque ha dejado a Eugenia encajándomela y porque se me lleva a Rosario.» Y alguna vez le entraron furiosas ganas de romper su compromiso y de ir a la conquista de Rosario, a arrebatársela a Mauricio.

—Y de aquella mocita, de aquella Rosario, ¿qué se ha hecho? —le preguntó Eugenia unos días antes del de la boda.

—Y ¿a qué viene recordarme ahora eso?

—¡Ah, si no te gusta el recuerdo, lo dejaré!

—No... no... pero...

—Sí, como una vez interrumpió ella una entrevista nuestra... ¿No has vuelto a saber de ella? —y le miró con mirada de las que atraviesan.

—No, no he vuelto a saber de ella.

—¿Quién la estará conquistando o quién la habrá conquistado a estas horas...? —y apartando su mirada de Augusto la fijó en el vacío, más allá de lo que miraba.

Por la mente del novio pasaron, en tropel, extraños agüeros. «Esta parece saber algo», se fijo, y luego en voz alta:

—¿Es que sabes algo?

—¿Yo? —contestó ella fingiendo indiferencia y volvió a mirarle.

Entre los dos flotaba sombra de misterio.

—Supongo que la habrás olvidado...

—Pero ¿a qué esta insistencia en hablarme de esa... chiquilla?

—¡Qué sé yo!... Porque, hablando de otra cosa, ¿qué le pasará a un hombre cuando otro le quita la mujer a que pretendía y se la lleva?

A Augusto le subió una oleada de sangre a la cabeza al oír esto. Entráronle ganas de salir, correr en busca de Rosario, ganarla y volver con ella a Eugenia para decir a esta: «¡Aquí la tienes, es mía y no de...
tu
Mauricio!»

Faltaban tres días para el de la boda. Augusto salió de casa de su novia pensativo. Apenas pudo dormir aquella noche.

A la mañana siguiente, apenas despertó, entró Liduvina en su cuarto.

—Aquí hay una carta para el señorito; acaban de traerla. Me parece que es de la señorita Eugenia...

—¿Carta?, ¿de ella?, ¿de ella carta? ¡Déjala ahí y vete!

Salió Liduvina. Augusto empezó a temblar. Un extraño desasosiego le agitaba el corazón. Se acordó de Rosario, luego de Mauricio. Pero no quiso tocar la carta. Miró con terror al sobre. Se levantó, se lavó, se vistió, pidió el desayuno, devorándolo luego. «No, no quiero leerla aquí», se dijo. Salió de su casa, fuese a la iglesia más próxima, y allí, entre unos cuantos devotos que oían misa, abrió la carta. «Aquí tendré que contenerme —se dijo—, porque yo no sé qué cosas me dice el corazón.» Y decía la carta:

«Apreciable Augusto: Cuando leas estas líneas yo estaré con Mauricio camino del pueblo adonde este va destinado gracias a tu bondad, a la que debo también poder disfrutar de mis rentas, que con el sueldo de él nos permitirá vivir juntos con algún desahogo. No te pido que me perdones, porque después de esto creo que te convencerás de que ni yo te hubiera hecho feliz ni tú mucho menos a mí. Cuando se te pase la primera impresión volveré a escribirte para explicarte por qué doy este paso ahora y de esta manera. Mauricio quería que nos hubiéramos escapado el día mismo de la boda, después de salir de la iglesia; pero su plan era muy complicado y me pareció, además, una crueldad inútil. Y como te dije en otra ocasión, creo quedaremos amigos. Tu amiga.

Eugenia Domingo del Arco.

P.S. No viene con nosotros Rosario. Te queda ahí y puedes con ella consolarte.»

Augusto se dejó caer en un banco, anonadado. Al poco rato se arrodilló y rezaba.

Al salir de la iglesia parecíale que iba tranquilo, mas era una terrible tranquilidad de bochorno. Se dirigió a casa de Eugenia, donde encontró a los pobres tíos consternados. La sobrina les había comunicado por carta su determinación y no remaneció en toda la noche. Había tomado la pareja un tren que salió al anochecer, muy poco después de la última entrevista de Augusto con su novia.

—Y ¿qué hacemos ahora? —dijo doña Ermelinda.

—¡Qué hemos de hacer, señora —contestó Augusto—, sino aguantarnos!

—¡Esto es una indignidad —exclamó don Fermín—; estas cosas no debían quedar sin un ejemplar castigo!

—Y ¿es usted, don Fermín, usted, el anarquista...?

—Y ¿qué tiene que ver? Estas cosas no se hacen así. ¡No se engaña así a un hombre!

—¡Al otro no le ha engañado! —dijo fríamente Augusto, y después de haberlo dicho se aterró de la frialdad con que lo dijera.

—Pero le engañará... le engañará... ¡no lo dude usted!

Augusto sintió un placer diabólico al pensar que Eugenia engañaría al cabo a Mauricio. «Pero no ya conmigo», se dijo muy bajito, de modo que apenas si se oyese a sí mismo.

—Bueno, señores, lamento lo sucedido, y más que nada por su sobrina, pero debo retirarme.

—Usted comprenderá, don Augusto, que nosotros... —empezó doña Ermelinda.

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