Authors: Miguel De Unamuno
—¿Pornográfico? ¡De ninguna manera! Lo que hay aquí son crudezas, pero no pornografías. Alguna vez algún desnudo, pero nunca un desvestido... Lo que hay es realismo...
—Realismo, sí, y además...
—Cinismo, ¿no es eso?
—¡Cinismo, sí!
—Pero el cinismo no es pornografía. Estas crudezas son un modo de excitar la imaginación para conducirla a un examen más penetrante de la realidad de las cosas; estas crudezas son crudezas... pedagógicas. ¡Lo dicho, pedagógicas!
—Y algo grotescas...
—En efecto, no te lo niego. Gusto de la bufonería.
—Que es siempre en el fondo tétrica.
—Por lo mismo. No me agradan sino los chistes lúgubres, las gracias funerarias. La risa por la risa misma me da grima, y hasta miedo. La risa no es sino la preparación para la tragedia.
—Pues a mí esas bufonadas crudas me producen un detestable efecto.
—Porque eres un solitario, Augusto, un solitario, entiéndemelo bien, un solitario... Y yo las escribo para curar... No, no, no las escribo para nada, sino porque me divierte escribirlas, y si divierten a los que las lean me doy por pagado. Pero si a la vez logro con ellas poner en camino de curación a algún solitario como tú, de doble soledad...
—¿Doble?
—Sí, soledad de cuerpo y soledad de alma.
—A propósito, Victor...
—Sí, ya sé lo que vas a decirme. Venías a consultarme sobre tu estado, que desde hace algún tiempo es alarmante, verdaderamente alarmante, ¿no es eso?
—Sí, eso es.
—Lo adiviné. Pues bien, Augusto, cásate y cásate cuanto antes.
—Pero ¿con cuál?
—¡Ah!, pero ¿hay más de una?
—Y ¿cómo has adivinado también esto?
—Muy sencillo. Si hubieses preguntado: pero ¿con quién?, no habría supuesto que hay más de una ni que esa una haya; mas al preguntar: pero ¿con cuál?, se entiende con cuál de las dos, o tres, o diez, o ene.
—Es verdad.
—Cásate, pues, cásate, con una cualquiera de las ene de que estás enamorado, con la que tengas más a mano. Y sin pensarlo demasiado. Ya ves, yo me casé sin pensarlo; nos tuvieron que casar.
—Es que ahora me ha dado por dedicarme a las experiencias de psicología femenina.
—La única experiencia psicológica sobre la Mujer es el matrimonio. El que no se casa, jamás podrá experimentar psicológicamente el alma de la Mujer. El único laboratorio de psicología femenina o de ginepsicología es el matrimonio.
—Pero ¡eso no tiene remedio!
—Ninguna experimentación de verdad le tiene. Todo el que se mete a querer experimentar algo, pero guardando la retirada, no quemando las naves, nunca sabe nada de cierto. Jamás te fíes de otro cirujano que de aquel que se haya amputado a sí mismo algún propio miembro, ni te entregues a alienista que no esté loco. Cásate, pues, si quieres saber psicología.
—De modo que los solteros...
—La de los solteros no es psicología; no es más que metafísica, es decir, más allá de la física, más allá de lo natural.
—Y ¿qué es eso?
—Poco menos que en lo que estás tú.
—¿Yo estoy en la metafísica? Pero ¡si yo, querido Victor, no estoy más allá de lo natural, sino más acá de ello!
—Es igual.
—¿Cómo que es igual?
—Sí, más acá de lo natural es lo mismo que más allá, como más allá del espacio es lo mismo que más acá de él. ¿Ves esta línea? —y trazó una línea en un papel—. Prolongada por uno y otro extremo al infinito y los extremos se encontrarán, cerrarán en el infinito, donde se encuentra todo y todo se lía. Toda recta es curva de una circunferencia de radio infinito y en el infinito cierra. Luego lo mismo da lo de más acá de lo natural que lo de más allá. ¿No está claro?
—No, está oscurísimo, muy oscuro.
—Pues porque está tan oscuro, cásate.
—Sí, pero... ¡me asaltan tantas dudas!
—Mejor, pequeño Hamlet, mejor. ¿Dudas?, luego piensas; ¿piensas?, luego eres.
—Sí, dudar es pensar.
—Y pensar es dudar y nada más que dudar. Se cree, se sabe, se imagina sin dudar; ni la fe, ni el conocimiento, ni la imaginación suponen duda y hasta la duda las destruye, pero no se piensa sin dudar. Y es la duda lo que de la fe y del conocimiento, que son algo estático, quieto, muerto, hace pensamiento, que es dinámico, inquieto, vivo.
—¿Y la imaginación?
—Sí, ahí cabe alguna duda. Suelo dudar lo que les he de hacer decir o hacer a los personajes de mi
nivola
, y
aun después de que les he hecho decir o hacer algo dudo de si estuvo bien y si es lo que en verdad les corresponde. Pero... ¡paso por todo! Sí, sí, cabe duda en el imaginar, que es un pensar...
XXVIMientras Augusto y Victor sostenían esta conversación nivolesca, yo, el autor de esta nivola, que tienes, lector, en la mano y estás leyendo, me sonreía enigmáticamente al ver que mis nivolescos personajes estaban abogando por mí y justijïcando mis procedimientos, y me decía a mí mismo: «¡Cuán lejos estarán estos infelices de pensar que no están haciendo otra cosa que tratar de justificar lo que yo estoy haciendo con ellos! Así cuando uno busca razones para justificarse no hace en rigor otra cosa que justijicar a Dios. Y yo soy el Dios de estos dos pobres diablos nivolescos.»
Augusto se dirigió a casa de Eugenia dispuesto a tentar la última experiencia psicológica, la definitiva, aunque temiendo que ella le rechazase. Y encontróse con ella en la escalera, que bajaba para salir cuando él subía para entrar.
—¿Usted por aquí, don Augusto?
—Sí, yo; mas puesto que tiene usted que salir, lo dejaré para otro día; me vuelvo.
—No, está arriba mi tío.
—No es con su tío, es con usted, Eugenia, con quien tenía que hablar. Dejémoslo para otro día.
—No, no, volvamos. Las cosas en caliente.
—Es que si está su tío.
—¡Bah!, ¡es anarquista! No le llamaremos.
Y obligó a Augusto a que subiese con ella. El pobre hombre, que había ido con aires de experimentador, sentíase ahora rana.
Cuando estuvieron solos en la sala, Eugenia, sin quitarse el sombrero, con el traje de calle con que había entrado, le dijo:
—Bien, sepamos qué es lo que tenía que decirme.
—Pues... pues... —y el pobre Augusto balbuceaba— pues... pues...
—Bien; pues ¿qué?
—Que no puedo descansar, Eugenia; que les he dado mil vueltas en el magín a las cosas que nos dijimos la última vez que hablamos, y que a pesar de todo no puedo resignarme, ¡no, no puedo resignarme, no lo puedo!
—Y ¿a qué es lo que no puede usted resignarse?
—Pues ¡a esto, Eugenia, a esto!
—Y ¿qué es esto?
—A esto, a que no seamos más que amigos...
—¡Más que amigos...! ¿Le parece a usted poco, señor don Augusto?, ¿o es que quiere usted que seamos menos que amigos?
—No, Eugenia, no, no es eso.
—Pues ¿qué es?
—Por Dios, no me haga sufrir...
—El que se hace sufrir es usted mismo.
—¡No puedo resignarme, no!
—Pues ¿qué quiere usted?
—¡Que seamos... marido y mujer!
—¡Acabáramos!
—Para acabar hay que empezar.
—¿Y aquella palabra que me dio usted?
—No sabía lo que me decía.
—Y la Rosario aquella...
—¡Oh, por Dios, Eugenia, no me recuerdes eso!, ¡no pienses en la Rosario!
Eugenia entonces se quitó el sombrero, lo dejó sobre una mesilla, volvió a sentarse y luego pausadamente y con solemnidad dijo:
—Pues bien, Augusto, ya que tú, que eres al fin y al cabo un hombre, no te crees obligado a guardar la palabra, yo que no soy nada más que una mujer tampoco debo guardarla. Además, quiero librarte de la Rosario y de las demás Rosarios o Petras que puedan envolverte. Lo que no hizo la gratitud por tu desprendimiento ni hizo el despecho de lo que con Mauricio me paso —ya ves si te soy franca— hace la compasión. ¡Sí, Augusto, me das pena, mucha pena! —y al decir esto le dio dos leves palmaditas con la diestra en una rodilla.
—¡Eugenia! —y le tendió los brazos como para cogerla.
—¡Eh, cuidadito! —exclamó ella apartándoselos y hurtándose de ellos— ¡cuidadito!
—Pues la otra vez... la última vez...
—¡Sí, pero entonces era diferente!
«Estoy haciendo de rana», pensó el psicólogo experimental.
—¡Sí —prosiguió Eugenia—, a un amigo, nada más que amigo, pueden permitírsele ciertas pequeñas libertades que no se deben otorgar al... vamos, al... novio!
—Pues no lo comprendo...
—Cuando nos hayamos casado, Augusto, te lo explicaré. Y ahora, quietecito, ¿eh?
«Esto es hecho», pensó Augusto, que se sintió ya completa y perfectamente rana.
—Y ahora —agregó Eugenia levantándose— voy a llamar a mi tío.
—¿Para qué?
—¡Toma, para darle parte!
—¡Es verdad! —exclamó Augusto, consternado.
Al momento llegó don Fermín.
—Mire usted, tío —le dijo Eugenia—, aquí tiene usted a don Augusto Pérez, que ha venido a pedirme la mano. Y yo se la he concedido.
—¡Admirable!, ¡admirable! —exclamó don Fermín—, ¡admirable! ¡Ven acá, hija mía, ven acá que te abrace!, ¡admirable!
—¿Tanto le admira a usted que vayamos a casarnos, tío?
—No, lo que me admira, lo que me arrebata, lo que me subyuga es la manera de haber resuelto este asunto, los dos solos, sin medianeros... ¡viva la anarquía! Y es lástima, es lástima que para llevar a cabo vuestro propósito tengáis que acudir a la autoridad... Por supuesto, sin acatarla en el fuero interno de vuestra conciencia, ¿eh?, pro formula, nada más que pro formula. Porque yo sé que os consideráis ya marido y mujer. ¡Y en todo caso yo, yo solo, en nombre del Dios anárquico, os caso! Y esto basta. ¡Admirable!, ¡admirable! Don Augusto, desde hoy esta casa es su casa.
—¿Desde hoy?
—Tiene usted razón, sí, lo fue siempre. Mi casa... ¿mía? Esta casa que habito fue siempre de usted, fue siempre de todos mis hermanos. Pero desde hoy... usted me entiende.
—Sí, le entiende a usted, tío.
En aquel momento llamaron a la puerta y Eugenia dijo:
—¡La tía!
Y al entrar esta en la sala y ver aquello, exclamó:
—Ya, ¡enterada! ¿Conque es cosa hecha? Esto ya me lo sabía yo.
Augusto pensaba: «¡Rana, rana completa! Y me han pescado entre todos.»
—Se quedará usted hoy a comer con nosotros, por supuesto, para celebrarlo... —dijo doña Ermelinda.
—¡Y qué remedio! —se le escapó al pobre rana.
Empezó entonces para Augusto una nueva vida. Casi todo el día se lo pasaba en casa de su novia y estudiande no psicología, sino estética.
¿Y Rosario? Rosario no volvió por su casa. La siguiente vez que le llevaron la ropa planchada fue otra la que se la llevó, una mujer cualquiera. Y apenas se atrevié a preguntar por qué no venía ya Rosario. ¿Para qué, si le adivinaba? Y este desprecio, porque no era sino desprecio, bien lo conocía y, lejos de dolerle, casi le hizo gracia, Bien. Bien se desquitaría él en Eugenia. Que, por supuesto, seguía con lo de: «¡Eh, cuidadito y manos quedas!» ¡Buena era ella para otra cosa!
Eugenia le tenía a ración de vista y no más que de vista, encendiéndole el apetito. Una vez le dijo él:
—¡Me entran unas ganas de hacer unos versos a tus ojos!
Y ella le contestó:
—¡Hazlos!
—Mas para ello —agregó él— sería conveniente que tocases un poco el piano. Oyéndote en él, en tu instrumento profesional, me inspiraría.
—Pero ya sabes, Augusto, que desde que, gracias a tu generosidad, he podido ir dejando mis lecciones no he vuelto a tocar el piano y que lo aborrezco. ¡Me ha costado tantas molestias!
—No importa, tócalo, Eugenia, tócalo para que yo escriba mis versos.
—¡Sea, pero por única vez!
Sentóse Eugenia a tocar el piano y mientras lo tocaba escribió Augusto esto:
Mi alma vagaba lejos de mi cuerpo
en las brumas perdidas de la idea,
perdida allá en las notas de la música
que según dicen cantan las esferas;
y yacía mi cuerpo solitario
sin alma y triste errando por la tierra.
Nacidos para arar juntos la vida
no vivían; porque él era materia
tan sólo y ella nada más que espíritu
buscando completarse, ¡dulce Eugenia!
Mas brotaron tus ojos como fuentes
de viva luz encima de mi senda
y prendieron a mi alma y la trajeron
del vago cielo a la dudosa tierra,
metiéronla en mi cuerpo, y desde entonces
¡y sólo desde entonces vivo, Eugenia!
Son tus ojos cual clavos encendidos
que mi cuerpo a mi espíritu sujetan,
que hacen que sueñe en mi febril la sangre
y que en carne convierten mis ideas.
¡Si esa luz de mi vida se apagara,
desuncidos espíritu y materia,
perderíame en brumas celestiales
y del profundo en la voraz tiniebla!
—¿Qué te parecen? —le preguntó Augusto luego que se los hubo leído.
—Como mi piano, poco o nada musicales. Y eso de «según dicen...».
—Sí, es para darle familiaridad...
—Y lo de «dulce Eugenia» me parece un ripio.
—¿Qué?, ¿que eres un ripio tú?
—¡Ahí, en esos versos, sí! Y luego todo eso me parece muy... muy...
—Vamos, sí, muy
nivodesco
.
—¿Qué es eso?
—Nada, un timo que nos traemos entre Víctor y yo.
—Pues mira, Augusto, yo no quiero timos en mi casa luego que nos casemos, ¿sabes? Ni timos ni perros. Conque ya puedes ir pensando lo que has de hacer de
Orfeo...
—Pero ¡Eugenia, por Dios!, ¡si ya sabes cómo le encontré, pobrecillo!, ¡si es además mi confidente...!, ¡si es a quien dirijo mis monólogos todos...!
—Es que cuando nos casemos no ha de haber monólogos en mi casa. ¡Está de más el perro!
—Por Dios, Eugenia, siquiera hasta que tengamos un hijo...
—Si lo tenemos...
—Claro, si lo tenemos. Y si no, ¿por qué no el perro?, ¿por qué no el perro, del que se ha dicho con tanta justicia que sería el mejor amigo del hombre si tuviese dinero...?
—No, si tuviese dinero el perro no sería amigo del hombre, estoy segura de ello. Porque no lo tiene es su amigo.
Otro día le dijo Eugenia a Augusto:
—Mira, Augusto, tengo que hablarte de una cosa grave, muy grave, y te ruego que me perdones de antemano si lo que voy a decirte...
—¡Por Dios, Eugenia, habla!
—Tú sabes aquel novio que tuve...