Authors: Miguel De Unamuno
—¡Hombre!
—Ah, no sirve desecharla así, tan en absoluto...
«¿La tendrá él?», pensó Augusto, y luego:
—Bueno, pues de lo que en las mujeres hace las veces de alma... ¿qué cree usted?
—¿Me promete usted, amigo Pérez, guardarme el secreto de lo que le voy a decir?... Aunque, no, no, usted no es erudito.
—¿Qué quiere usted decir con eso?
—Que usted no es uno de esos que están a robarle a uno lo último que le hayan oído y darlo como suyo...
—Pero ¿esas tenemos...?
—Ay, amigo Pérez, el erudito es por naturaleza un ladronzuelo; se lo digo a usted yo, yo, yo que lo soy. Los eruditos andamos a quitarnos unos a otros las pequeñas cositas que averiguamos y a impedir que otro se nos adelante.
—Se comprende: el que tiene almacén guarda su género con más celo que el que tiene fábrica; hay que guardar el agua del pozo, no la del manantial.
—Puede ser. Pues bien, si usted, que no es erudito, me promete guardarme el secreto hasta que yo lo revele, le diré que he encontrado en un oscuro y casi desconocido escritor holandés del siglo XVII una interesantísima teoría respecto al alma de la mujer...
—Veámosla.
—Dice ese escritor, y lo dice en latín, que así como cada hombre tiene su alma, las mujeres todas no tienen sino una sola y misma alma, un alma colectiva, algo así como el entendimiento agente de Averroes, repartida entre todas ellas. Y añade que las diferencias que se observan en el modo de sentir, pensar y querer de cada mujer provienen no más que de las diferencias del cuerpo, debidas a raza, clima, alimentación, etc., y que por eso son tan insignificantes. Las mujeres, dice ese escritor, se parecen entre sí mucho más que los hombres y es porque todas son una sola y misma mujer...
—Ve ahí por qué, amigo Paparrigópulos, así que me enamoré de una me sentí en seguida enamorado de todas las demás.
—¡Claro está! Y añade ese interesantísimo y casi desconocido ginecólogo que la mujer tiene mucha más individualidad, pero mucha menos personalidad, que el hombre; cada una de ellas se siente más ella, más individual, que cada hombre, pero con menos contenido.
—Sí, sí, creo entrever lo que sea.
—Y por eso, amigo Pérez, lo mismo da que estudie usted a una mujer o a varias. La cuestión es ahondar en aquella a cuyo estudio usted se dedique.
—Y ¿no sería mejor tomar dos o más para poder hacer el estudio comparativo? Porque ya sabe usted que ahora se lleva mucho esto de lo comparativo...
—En efecto, la ciencia es comparación; mas en punto a mujeres no es menester comparar. Quien conozca una, una sola bien, las conoce todas, conoce a la Mujer. Además, ya sabe usted que todo lo que se gana en extensión se pierde en intensidad.
—En efecto, y yo deseo dedicarme al cultivo intensivo y no al extensivo de la mujer. Pero dos por lo menos... por lo menos dos...
—¡No, dos no!, ¡de ninguna manera! De no contentarse con una, que yo creo es lo mejor y es bastante tarea, por lo menos tres. La dualidad no cierra.
—¿Cómo que no cierra la dualidad?
—Claro está. Con dos líneas no se cierra espacio. El más sencillo polígono es el triángulo. Por lo menos tres.
—Pero el triángulo carece de profundidad. El más sencillo poliedro es el tetraedro; de modo que por lo menos cuatro.
—Pero dos no, ¡nunca! De pasar de una, por lo menos tres. Pero ahonde usted en una.
—Tal es mi propósito.
Cuando salió Augusto de su entrevista con Paparrigópulos íbase diciendo: «De modo que tengo que renunciar a una de las dos o buscar una tercera. Aunque para esto del estudio psicológico bien me puede servir de tercer término, de término puramente ideal de comparación, Liduvina. Tengo, pues, tres: Eugenia, que me habla a la imaginación, a la cabeza; Rosario, que me habla al corazón, y Liduvina, mi cocinera, que me habla al estómago. Y cabeza, corazón y estómago son las tres facultades del alma que otros llaman inteligencia, sentimiento y voluntad. Se piensa con la cabeza, se siente con el corazón y se quiere con el estómago. ¡Esto es evidente! Y ahora...»
«Ahora —prosiguió pensando—, ¡una idea luminosa, luminosísima! Voy a fingir que quiero pretender de nuevo a Eugenia, voy a solicitarla de nuevo, a ver si me admite de novio, de futuro marido, claro que no más que para probarla, como un experimento psicológico y seguro como estoy de que ella me rechazará... ¡pues no faltaba más! Tiene que rechazarme. Después de lo pasado, después de lo que en nuestra última entrevista me dijo, no es posible ya que me admita. Es una mujer de palabra, creo. Mas... ¿es que las mujeres tienen palabra?, ¿es que la mujer, la Mujer, así, con letra mayúscula, la única, la que se reparte entre millones de cuerpos femeninos y más o menos hermosos —más bien más que menos—; es que la Mujer está obligada a guardar su palabra? Eso de guardar su palabra, ¿no es acaso masculino? Pero ¡no, no! Eugenia no puede admitirme; no me quiere. No me quiere y aceptó ya mi dádiva. Y si aceptó mi dádiva y la disfruta, ¿para qué va a quererme?»
«Pero... ¿y si, volviéndose atrás de lo que me dijo —pensó luego—, me dice que sí y me acepta como novio, como futuro marido? Porque hay que ponerse en todo. ¿Y si me acepta?, digo. ¡Me fastidia! ¡Me pesca con mi propio anzuelo! ¡Eso sí que sería el pescador pescado! Pero ¡no, no!, ¡no puede ser! ¿Y si es? ¡Ah! entonces no queda sino resignarse. ¿Resignarse? Sí, resignarse. Hay que saber resignarse a la buena fortuna. Y acaso la resignación a la dicha es la ciencia más difícil. ¿No nos dice Píndaro que las desgracias todas de Tántalo le provinieron de no haber podido digerir su felicidad? ¡Hay que digerir la felicidad! Y si Eugenia me dice que sí, si me acepta, entonces... ¡venció la psicología! ¡Viva la psicología! Pero ¡no, no, no! No me aceptará, no puede aceptarme, aunque sólo sea por salirse con la suya. Una mujer como Eugenia no da su brazo a torcer; la Mujer, cuando se pone frente al Hombre a ver cuál es de más tesón y constancia en sus propósitos, es capaz de todo. ¡No, no me aceptará!»
—Rosarito le espera.
Con tres palabras, preñadas de sentimientos, interrumpió Liduvina el curso de las reflexiones de su amo.
—Di, Liduvina, ¿crees tú que las mujeres sois fieles a lo que una vez hayáis dicho?, ¿sabéis guardar vuestra palabra?
—Según y conforme.
—Sí, el estribillo de tu marido. Pero contesta derechamente y no como acostumbráis hacer las mujeres, que rara vez contestáis a lo que se os pregunta, sino a lo que se os figuraba que se os iba a preguntar.
—Y ¿qué es lo que usted quiso preguntarme?
—Que si vosotras las mujeres guardáis una palabra que hubiéseis dado.
—Según la palabra.
—¿Cómo según la palabra?
—Pues claro está. Unas palabras se dan para guardarlas y otras para no guardarlas. Ya nadie se engaña, porque es valor entendido...
—Bueno, bueno, di a Rosario que entre.
Y cuando Rosario entró preguntóle Augusto:
—Di Rosario, ¿qué crees tú, que una mujer debe guardar la palabra que dio o que no debe guardarla?
—No recuerdo haberle dado a usted palabra alguna...
—No se trata de eso, sino de si debe o no una mujer guardar la palabra que dio...
—Ah, sí, lo dice usted por la otra... por esa mujer...
—Por lo que lo diga; ¿qué crees tú?
—Pues yo no entiendo de esas cosas...
—¡No importa!
—Bueno, ya que usted se empeña, le diré que lo mejor es no dar palabra alguna.
—¿Y si se ha dado?
—No haberlo hecho.
«Está visto —se dijo Augusto— que a esta mozuela no la saco de ahí. Pero ya que está aquí, voy a poner en juego la psicología, a llevar a cabo un experimento.»
—¡Ven acá, siéntate aquí! —y le ofreció sus rodillas.
La muchacha obedeció tranquilamente y sin inmutarse, como a cosa acordada y prevista. Augusto en cambio quedóse confuso y sin saber por dónde empezar su experiencia psicológica. Y como no sabía qué decir, pues... hacía. Apretaba a Rosario contra su pecho anhelante y le cubría la cara de besos, diciéndose entre tanto: «Me parece que voy a perder la sangre fría necesaria para la investigación psicológica.» Hasta que de pronto se detuvo, pareció calmarse, apartó a Rosario algo de sí y la dijo de repente:
—Pero ¿no sabes que quiero a otra mujer?
Rosario se calló, mirándole fijamente y encogiéndose de hombros.
—Pero ¿no lo sabes? —repitió él.
—¿Y a mí qué me importa eso ahora...?
—¿Cómo que no te importa?
—¡Ahora, no! Ahora me quiere usted a mí, me parece.
—Y a mí también me parece, pero...
Y entonces ocurrió algo insólito, algo que no entraba en las previsiones de Augusto, en su programa de experiencia psicológica sobre la Mujer, y es que Rosario, bruscamente, le enlazó los brazos al cuello y empezó a besarle. Apenas si el pobre hombre tuvo tiempo para pensar: «Ahora soy yo el experimentado; esta mozuela está haciendo estudios de psicología masculina.» Y sin darse cuenta de lo que hacía sorprendióse acariciando con las temblorosas manos las pantorrillas de Rosario.
Levantóse de pronto Augusto, levantó luego en vilo a Rosario y la echó en el sofá. Ella se dejaba hacer, con el rostro encendido. Y él, teniéndola sujeta de los brazos con sus dos manos, se le quedó mirando a los ojos.
—¡No los cierres, Rosario, no los cierres, por Dios! Ábrelos. Así, así, cada vez más. Déjame que me vea en ellos, tan chiquitito...
Y al verse a sí mismo en aquellos ojos como en un espejo vivo, sintió que la primera exaltación se le iba templando.
—Déjame que me vea en ellos como en un espejo, que me vea tan chiquitito... Sólo así llegaré a conocerme... viéndome en ojos de mujer...
Y el espejo le miraba de un modo extraño. Rosario pensaba: «Este hombre no me parece como los demás; debe de estar loco.»
Apartóse de pronto de ella Augusto, se miró a sí mismo, y luego se palpó, exclamando al cabo:
—Y ahora, Rosario, perdóname.
—¿Perdonarle?, ¿por qué?
Y había en la voz de la pobre Rosario más miedo que otro sentimiento alguno. Sentía deseos de huir, porque ella se decía: «Cuando uno empieza a decir o hacer incongruencias no sé adónde va a parar. Este hombre sería capaz de matarme en un arrebato de locura.» Y le brotaron unas lágrimas.
—¿Lo ves? —le dijo Augusto—, ¿lo ves? Sí, perdóname, Rosarito, perdóname; no sabía lo que me hacía.
Y ella pensó: «Lo que no sabe es lo que no se hace.»
—Y ahora, ¡vete, vete!
—¿Me echa usted?
—No, me defiendo. ¡No te echo, no! ¡Dios me libre! Si quieres me ire yo y te quedas aquí tú, para que veas que no te echo.
«Decididamente, no está bueno», pensó ella y sintió lástima de él.
—Vete, vete, y no me olvides, ¿eh? —le cogió de la barbilla, acariciándosela—. No me olvides, no olvides al pobre Augusto.
La abrazó y la dio un largo y apretado beso en la boca. Al salir la muchacha le dirigió una mirada llena de un misterioso miedo. Y apenas ella salió, pensó para sí Augusto: «Me desprecia, indudablemente me desprecia; he estado ridículo, ridículo, ridículo... Pero ¿qué sabe ella, pobrecita, de estas cosas? ¿Qué sabe ella de psicología?»
Si el pobre Augusto hubiese podido entonces leer en el espíritu de Rosario habríase desesperado más. Porque la ingenua mozuela iba pensando: «Cualquier día vuelvo a darme yo un rato así a beneficio de la otra prójima...»
Íbale volviendo la exaltación a Augusto. Sentía que el tiempo perdido no vuelve trayendo las ocasiones que se desperdiciaron. Entróle una rabia contra sí mismo. Sin saber qué hacía y por ocupar el tiempo llamó a Liduvina y al verla ante sí, tan serena, tan rolliza, sonriéndose maliciosamente, fue tal y tan insólito el sentimiento que le invadió, que diciéndole: «¡Vete, vete, vete!», se salió a la calle. Es que temió un momento no poder contenerse y asaltar a Liduvina.
Al salir a la calle se encalmó. La muchedumbre es como un bosque; le pone a uno en su lugar, le reencaja.
«¿Estaré bien de la cabeza?», iba pensando Augusto. «¿No será acaso que mientras yo creo ir formalmente por la calle, como las personas normales —¿y qué es una persona normal?—, vaya haciendo gestos, contorsiones y pantomimas, y que la gente que yo creo pasa sin mirarme o que me mira indiferentemente no sea así, sino que están todos fijos en mí y riéndose o compadeciéndome...? Y esta ocurrencia, ¿no es acaso locura? ¿Estaré de veras loco? Y en último caso, aunque lo esté, ¿qué? Un hombre de corazón, sensible, bueno, si no se vuelve loco es por ser un perfecto majadero. El que no está loco es o tonto o pillo. Lo que no quiere decir, claro está, que los pillos y los tontos no enloquezcan.»
«Lo que he hecho con Rosario —prosiguió pensando— ha sido ridículo, sencillamente ridículo. ¿Qué habrá pensado de mí? Y ¿qué me importa lo que de mí piense una mozuela así?... ¡Pobrecilla! Pero... ¡con qué ingenuidad se dejaba hacer! Es un ser fisiológico, perfectamente fisiológico, nada más que fisiológico, sin psicología alguna. Es inútil, pues, tomarla de conejilla de Indias o de ranita para experimentos psicológicos. A lo sumo fisiológico... Pero ¿es que la psicología, y sobre todo la feminidad, es algo más que fisiología, o si se quiere psicología fisiológica? ¿Tiene la mujer alma? Y a mí para meterme en experimentos psicofisiológicos me falta preparación técnica. Nunca asistí a ningún laboratorio... carezco, además, de aparatos. Y la psicofisiología exige aparatos. ¿Estaré, pues, loco?»
Después de haberse desahogado con estas meditaciones callejeras, por en medio de la atareada muchedumbre indiferente a sus cuitas, sintióse ya tranquilo y se volvió a casa.
Fue Augusto a ver a Víctor, a acariciar al tardío hijo de este, a recrearse en la contemplación de la nueva felicidad de aquel hogar, y de paso a consultar con él sobre el estado de su espíritu. Y al encontrarse con su amigo a solas, le dijo:
—¿Y de aquella novela o... ¿cómo era?... ¡ah, sí, nivola!... que estabas escribiendo?, ¿supongo que ahora, con lo del hijo, la habrás abandonado?
—Pues supones mal. Precisamente por eso, por ser ya padre, he vuelto a ella. Y en ella desahogo el buen humor que me llena.
—¿Querrías leerme algo de ella?
Sacó Víctor las cuartillas y empezó a leer por aquí y por allá a su amigo.
—Pero, hombre, ¡te me han cambiado! —exclamó Augusto.
—¿Por qué?
—Porque ahí hay cosas que rayan en lo pornográfico y hasta a las veces pasan de ello...