Naves del oeste (16 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: Naves del oeste
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Finalmente llegaron a una puerta, que Isolla dejó abierta tras ellos, y se encontraron en los patios inferiores de la torre. A su alrededor se oía el tumulto de los muelles y los chillidos de las gaviotas. Olores marinos a pescado podrido, alquitrán, madera y sal. Un bosque de mástiles se elevaba en el cielo claro delante de ellos, y la luz del sol les resultó deslumbrante y cegadora tras el trayecto subterráneo. Permanecieron parpadeando, desconcertados por el espectáculo. Fue Hawkwood quien reaccionó primero, y las guió hasta el barco, que flotaba anclado entre muchos otros.

El
Liebre de mar
era un jabeque de aparejo latino y unas trescientas toneladas, un rápido correo de la armada hebrionesa, con una tripulación de sesenta hombres. Con tres mástiles, podía usar velas latinas o redondas dependiendo del viento. Era un barco de proa afilada con la bovedilla saliente y la quilla estrecha, pero con los baos lo bastante anchos para aumentar la estabilidad de la navegación. Sus cubiertas estaban construidas en forma de tortuga, de modo que el agua que pudiera entrar a bordo saliera al instante por los imbornales, y por encima de ellas había enjaretados que iban desde la línea de crujía a la barandilla del barco, para que los hombres pudieran trabajar secos aunque el agua corriera por debajo de ellos. Como había dicho Golophin, había sido diseñado pensando en la velocidad, no en el combate, y aunque contaba con un par de cañones de persecución de doce libras, su armamento consistía en media docena de falconetes, más para contrarrestar un abordaje de último minuto que para ayudar en una auténtica batalla naval. La llegada de Hawkwood fue recibida con miradas poco amistosas, pero en cuanto las damas estuvieron abajo, el navegante empezó a gritar una serie de órdenes que demostraron a la tripulación que sabía lo que hacía. El segundo de a bordo, un merduk llamado Arhuz, era un hombre pequeño y robusto, moreno como la piel de una foca. Había navegado con Julius Albak treinta años atrás, y, al igual que los demás marineros, había oído hablar de Richard Hawkwood y su gran viaje, del mismo modo que un hombre recuerda las canciones infantiles de su niñez. En cuanto corrió por el barco la noticia de la identidad del nuevo capitán, los hombres empezaron a trabajar de buena gana. La oportunidad de servir bajo una leyenda no se presentaba todos los días.

Hubo que subir a bordo gran cantidad de provisiones, y la escotilla principal estaba abierta de par en par mientras los hombres accionaban los aparejos en los penoles para hacer descender hasta la bodega los barriles y sacos. Otros hombres cargaban más barriles desde los grandes almacenes bajo la torre del Almirante, mientras otros enrollaban las sogas de repuesto e izaban a bordo cabras reticentes y jaulas de pollos. Parecía un caos, pero era un caos controlado, y Hawkwood se sintió seguro de que podrían completar su aprovisionamiento a tiempo para la bajamar.

Los astilleros reales no habían sido aún invadidos por el desorden y el pánico que se había apoderado del resto de los muelles, pero podía oírse el tumulto al otro lado de las enormes murallas que los separaban de las Radas Interiores. El miedo estaba en el aire, y los hombres miraban hacia atrás continuamente, en dirección a la tormenta que se acercaba por el oeste, y cuyo avance atronador engullía una porción de cielo cada vez mayor. Hawkwood no necesitaba cartas de navegación en aquella parte del mundo; conocía toda la costa en torno a Abrusio tan bien como los rasgos de su propia cara, que fue adquiriendo una expresión cada vez más grave al pensar en lo que sería salir de las Radas Interiores contra un fuerte viento del oeste. Por manejable que fuera el jabeque con el viento contrario, necesitaría algo de espacio a sotavento cuando llegaran al golfo, o el viento les empujaría contra la implacable costa de Hebrion. Pero tendrían el flujo de la bajamar bajo la quilla, para ayudarlos a salir de la bahía y entrar en el ancho golfo. Esperaba que fuera suficiente.

A través de los años, Hawkwood había sacado un número incontable de barcos de aquel puerto, hacia las verdes aguas del golfo y más allá, hacia Macassar de los corsarios, o hacia su Gabrion natal del que apenas recordaba nada. Hacia las costas de la cálida Calmar y las junglas de la salvaje Punt. Pero todos aquellos recuerdos palidecían en comparación con el del viaje que le había granjeado su reputación. El que lo había destrozado. No había salido nada bueno de aquella expedición, y para él menos que para nadie. Pero sabía que siempre estaría irrevocablemente unido a él, al menos entre los marineros. Se había ganado un lugar en la historia; y lo que tal vez era aún más importante, se había ganado el derecho de llevar la cabeza alta entre los navegantes de antaño, o al menos entre sus contemporáneos. Pero no se enorgullecía de ello. Sabía que no tenía importancia. Los hombres hacían las cosas porque tenían que hacerlas, o porque en el momento parecían la única alternativa. Y más tarde se les alababa como a héroes. Así funcionaba el mundo. Hawkwood lo había aprendido.

Pero la mujer que estaba abajo sí era importante. Era importante para el mundo, por supuesto, era importante que sobreviviera. Pero, sobre todo, era importante para él. Y no se atrevió a profundizar más en aquel pensamiento, por miedo a que su edad madura empezara a burlarse de él. Bastaba con que Isolla estuviera allí.

Durante un rato, Richard Hawkwood, en pie en el alcázar del barco de otro hombre mientras el desastre se acercaba por el oeste, contempló cómo los marineros preparaban el barco para navegar, sabiendo que ella estaba abajo, y se sintió inexplicablemente feliz.

Hubo una conmoción en los muelles. Dos jinetes habían cruzado la puerta al galope y se habían detenido bruscamente frente al jabeque, asustando a los marineros y ahuyentando a las gaviotas. Un hombre y una mujer cubiertos de polvo desmontaron y, sin ceremonias ni presentaciones, subieron a toda prisa por la pasarela cogidos de la mano, dejando atrás a sus monturas exhaustas y cubiertas de espuma. Hawkwood abandonó bruscamente su ensoñación, llamó al maestro de armas y salió a su encuentro en la barandilla.

—¿Qué diablos es esto? Éste es un barco del rey. No podéis…

La mujer echó atrás su capucha, ricamente bordada, y le sonrió.

—Hola, Richard. Ha pasado mucho tiempo.

Era Jemilla.

Segunda parte

El rey soldado

«Pero he dicho adiós a Galahad, y ya no soy el caballero de ensueños y apariencias: pues me regocijan el deseo y el odio sin sentido, y mis amigos muertos me acompañan por donde voy…»

Siegfried Sassoon

Capítulo 9

Gaderion había empezado su vida como una estructura de madera construida en una estribación de las montañas de Thuria rodeada de riachuelos. Los fimbrios habían destacado tropas allí para controlar el paso de Torrin y cobrar peaje a las caravanas que cruzaban de oeste a este o de este a oeste. Cuando el imperio cayó, la estación fue abandonada, y la única reliquia que quedó de su presencia fue la carretera que habían construido para facilitar el paso de sus ejércitos.

Los torunianos habían construido una serie de puestos en el paso, y a su alrededor había crecido una red irregular de tabernas y establos que servían a los viajeros. Pero aquellos puestos decayeron con los años, en primer lugar a causa del atrincheramiento que había seguido a la crisis de las guerras merduk, y más tarde, en los años posteriores al gran cisma, cuando el comercio entre Torunna y Almark se había interrumpido casi por completo.

Más recientemente, un ejército merduk había empezado a construir una fortaleza en el paso, antes de ser derrotado en la batalla de Berrona. El rey Corfe, durante los años siguientes a Armagedir, había ordenado cartografiar toda la región, y, en el lugar donde la carretera se estrechaba en un valle situado entre los contrafuertes de las dos cadenas montañosas, hizo nivelar la cima de una colina para construir un gran complejo de fortalezas, que llegaría a rivalizar, al menos en tamaño, con el perdido dique de Ormann. Durante los años siguientes, las defensas se habían ampliado al menos en media legua, para controlar todo el paso, y Gaderion consistía a la sazón en tres fortificaciones separadas, conectadas entre sí por enormes murallas.

Al sureste estaba la Torre del Homenaje, sobre su empinada cumbre de roca negra. Se trataba de una ciudadela achaparrada, con unas murallas de cincuenta pies de grosor, capaces de resistir a los cañones de asedio. Había un manantial en su perímetro, y en su parte inferior se habían excavado cuevas a prueba de bomba para albergar a un ejército de buen tamaño, con provisiones suficientes para resistir al menos durante un año. Allí también se encontraban las oficinas administrativas de la guarnición, y la residencia del oficial al mando. En su centro se elevaba una estructura más alta, un monolito romo que en la juventud del mundo había sido un tapón de lava fundida en las laderas de un volcán. Sus paredes se habían desgastado, dejando que aquel ominoso puño de basalto se irguiera en solitario. En su cumbre había habido un altar pagano cuando los ingenieros de Corfe lo exploraron por primera vez. Gracias a un esfuerzo inmenso, costoso y arriesgado, había sido parcialmente vaciado, para convertirlo en un último refugio en el interior de la propia Torre del Homenaje, además de una plataforma de observación que proporcionaba una vista de águila sobre todo el valle del Torrin y las montañas del otro lado. En sus costados impenetrables se habían abierto troneras para los cañones ligeros que dominaban todos los accesos. Los hombres daban el nombre de Estaca a aquella ominosa torre de piedra.

La Torre del Homenaje y la Estaca dominaban el terreno plano del valle, que medía aproximadamente tres cuartos de milla de anchura. El suelo era fértil y oscuro, regado por la gélida corriente que centenares de millas más al sur y al este se convertía en el río Torrin, y los soldados de la guarnición cultivaban huertos a la sombra de la fortaleza pese a la brevedad de la estación de siembra en las montañas y las heladas del invierno. En aquel momento, había veintiocho mil hombres estacionados en Gaderion. Muchos de ellos tenían esposas que vivían cerca, y grupos de casas de piedra y madera moteaban el valle al este de las murallas. Oficialmente, aquella práctica estaba mal vista, pero en la práctica se toleraba discretamente; de lo contrario, la separación entre los hombres y sus familias hubiera llegado a hacerse insoportable.

Justo en el centro del valle había una elevación baja y circular de unos cincuenta pies de altura, y sobre ella se había construido la segunda fortaleza de Gaderion. El Reducto era una sencilla estructura cuadrada con casamatas triangulares en cada esquina para atrapar a cualquier enemigo que alcanzara las murallas en un fuego cruzado mortífero. La carretera del norte corría a través del Reducto bajo los arcos de dos puertas fuertemente defendidas, y ante cada una de las puertas había dos espolones con sendas baterías de cañones. En el interior de las murallas se encontraban los establos de los correos reales que mantenían a Gaderion en contacto con el mundo exterior, y también era allí donde se alojaba el grueso de las fuerzas de contraataque, unos ocho mil hombres, sobre todo caballería.

La última de las fortalezas de Gaderion era el Nido de Águilas. Como un nido de golondrinas, estaba adherida a las empinadas laderas del Candorwir, la montaña cuya cima dominaba el valle por el lado occidental. La piedra del Candorwir se había vaciado para albergar a tres mil hombres y cincuenta grandes cañones, y el único modo de llegar hasta ellos era un vertiginoso camino de mulas excavado en la misma ladera de la montaña. Los cañones del Nido de Águilas y la Torre del Homenaje formaban una perfecta zona de fuego cruzado que transformaba el suelo del valle del Torrin en un auténtico matadero de enemigos, en el que cada rasgo del terreno había sido cartografiado y medido. Los artilleros de Gaderion podían, si así lo deseaban, disparar a oscuras contra cada accidente del terreno, pues los cañones poseían una tabla donde se había anotado la posición y la elevación indicadas para cada uno de los puntos específicos del acceso a las murallas.

Las tres fortalezas, formidables por sí mismas, tenían una debilidad común a todas ellas. Se trataba de la muralla. De cuarenta pies de altura y casi igual de ancha, avanzaba en extraños zigzags a través del suelo del valle, conectando la Torre del Homenaje con el Reducto, y éste con los acantilados al pie del Nido de Águilas. Cada trescientas yardas asomaban los ángulos de una garita, y había cuatro mil hombres estacionados a lo largo de su longitud, pero pese a la solidez de su aspecto, era el elemento más débil de las defensas. Sólo había unos cuantos cañones en sus casamatas, pues Corfe había decidido tiempo atrás que era la artillería de las tres fortalezas la que protegería la muralla, no la propia muralla. Si ésta era atravesada, las tres fortalezas seguirían dominando el valle por completo, impidiendo el paso de las tropas. Para forzar el paso de Torrin, un atacante tendría que tomarlas todas: la Torre del Homenaje, el Reducto y el Nido de Águilas. En total, doce mil hombres formaban las defensas, lo que dejaba un ejército de campo de dieciséis mil soldados para hacer salidas. Originalmente, aquellas cifras habían parecido más que suficientes, pero el general Aras, el oficial al mando de Gaderion, ya no estaba tan seguro.

A unas seis leguas al noroeste de Gaderion, el estrecho valle rodeado de montañas daba paso a las llanuras de Tor, y en las abruptas colinas que formaban las últimas cumbres de las montañas, una línea de construcciones de turba y madera marcaba el principio de la línea de Thuria, el reducto más oriental del Segundo Imperio. Allí, gracias a los trabajos forzados de miles de hombres, las fuerzas de Himerius habían erigido una gran barrera de arcilla y madera, en parte muralla defensiva y en parte puesto de avanzadilla. Recorría las colinas como una serpiente monstruosa, llena de empalizadas, gaviones y barricadas. Había pocos cañones pesados estacionados a lo largo de la línea, pero numerosas patrullas la recorrían constantemente, y en la retaguardia habían construido poblados con murallas de tierra y carreteras de piedra apisonada. El humo de sus hogueras era visible a varias millas de distancia, como una mancha grasienta en el borde del cielo, y sus poblados estaban rodeados por pantanos a través de los cuales se movían sin cesar grandes columnas de tropas e hileras de caballería hundidas en el barro hasta los espolones. Allí había estacionados hombres procedentes de una docena de países y reinos diferentes, desde Fulk, en el lejano oeste, a Gardiac, en las alturas de las Jafrar. Caballeros de Perigraine, con aspecto de reliquias militares sobre sus corceles magníficamente protegidos. Soldados de infantería pesada de Finnmark, con sus espadones y hachas. Caballeros Militantes, tan fuertemente armados como los de Perigraine, pero infinitamente más profesionales. E inceptinos, ya no monjes vestidos con hábitos, sino guerreros tonsurados montados en caballos de guerra, blandiendo mazas y cubiertos de hierro negro. Dirigían columnas irregulares de hombres que no llevaban armadura ni armas, pero que eran los más temidos entre todos los soldados de Himerius. Los Perros de Dios. Cuando una de aquellas tropas cruzaba por una de las embarradas calles de la guarnición, todo el mundo, incluyendo los corpulentos soldados de infantería pesada, les cedía el paso. Los torunianos aún no se habían enfrentado a ellos en batalla.

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