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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Naves del oeste (18 page)

BOOK: Naves del oeste
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—¿Lo veis? Trucos de charlatán, poco más. —Se encogió de hombros con extraña tristeza, y Baraz vio de inmediato el rostro de su padre en el de ella. Sus ojos eran más cálidos, pero tenía la misma fuerza que Corfe en la línea de la mandíbula y en la larga nariz. Baraz empezó a lamentar un poco menos su misión.

Mirren lo miró con la tristeza escrita aún en la cara, y luego se volvió hacia su dama.

—No intentes mantenerte a nuestra altura, Gebbia; sólo conseguirás caerte. —Y, mirando a Baraz, añadió—: ¿Listo para esa carrera?

Sin más palabras, emitió un grito y espoleó a Hydrax. El gran caballo bayo se puso instantáneamente al medio galope, y luego aceleró más, con su negra crin volando como un estandarte a todo galope. Baraz la observó alejarse, sobresaltado, pero fijándose en lo bien que montaba, aunque fuera de lado, y hundió ambos talones en los flancos de su propio caballo.

Había pensado ponérselo fácil y dejar que se mantuviera un poco por delante de él, pero descubrió que Mirren aumentaba rápidamente la distancia, y tuvo que cabalgar en serio, con su montura gris subiendo y bajando debajo de él en el rugoso terreno. En una ocasión tuvo que tirar con fuerza de las riendas cuando su caballo tropezó. Estuvo a punto de caer, y necesitó de toda su habilidad para encontrarse a la altura de Mirren cuando alcanzaron la ancha meseta en la cima de la colina. Ella pasó de nuevo al medio galope, luego al trote, y finalmente al paso lento. Ambos caballos estaban sin aliento, pero listos para volver a correr, y se agitaban bajo sus jinetes como potros.

—No ha estado mal —le dijo Mirren, riendo. El tití se había enroscado a su cuello como una bufanda, y tenía los ojos tan brillantes como ella—. Vamos, Mij, suéltame un poco; me vas a estrangular.

Había un camino irregular sobre el acantilado, y mientras paseaban a sus caballos por encima de él pudieron contemplar la extensión de la capital que habían dejado atrás. Estaban a cinco o seis millas de las puertas, y la pobre Gebbia era un mero punto en la distancia, todavía trotando obediente en dirección a ellos.

Pasaron junto a las ruinas de una casa o granja, con las vigas del tejado hundidas largo tiempo atrás, como costillas chamuscadas entre las sombras de las paredes.

—Mi padre dice que había muchas granjas en las colinas junto a la ciudad antes de la guerra. Entonces llegaron los merduk y… —Mirren se sonrojó—. Alférez Baraz, lo lamento.

Baraz se encogió de hombros.

—Lo que decís es cierto, señora. Mi pueblo devastó esta parte del mundo antes de que vuestro padre les obligara a retroceder en Armagedir. Fue una época muy desagradable.

—Y ahora el nieto del gran Shahr Baraz de Aekir lleva uniforme toruniano, y obedece las órdenes del rey de Torunna. ¿No os parece extraño?

—Cuando terminaron las guerras, yo era apenas un niño. Crecí sabiendo que Ahrimuz y Ramusio eran el mismo hombre. He dado culto junto a los ramusianos durante toda mi vida. Los más ancianos recuerdan cómo eran las cosas antes, pero los jóvenes sólo conocemos el mundo tal como es ahora. Y es mejor así.

—Desde luego, yo también lo creo.

Se sonrieron en el mismo momento, y Baraz sintió que una calidez ascendía en torno a su corazón. Pero el momento fue interrumpido por los repentinos chillidos del familiar de Mirren.

—¡Mij! ¿Qué demonios te pasa?

El pequeño animal se removía inquieto sobre los hombros de Mirren, siseando y gritando. Ella detuvo a su caballo para calmarlo, y Baraz sostuvo sus riendas mientras Mirren tomaba en brazos a la diminuta criatura para mirarla a los ojos. El titi se tranquilizó, y se introdujo gimiendo en el hueco de su capucha, donde se quedó parloteando consigo mismo.

—Está aterrado, pero sólo puede mostrarme la cara de un gran lobo negro. —Mirren volvió a empuñar las riendas, preocupada.

—Hay alguien en el camino frente a nosotros —le dijo Baraz. Aflojó el sable en su vaina. Había una figura alta a pocas yardas de distancia, al parecer ajena a su presencia. Estaba inmóvil como una estatua, y contemplaba las murallas de la capital, de color mostaza a la luz de la mañana, y el resplandor azul del estuario más allá de donde el Torrin se ensanchaba en su camino hacia el mar.

—No parece peligroso —dijo Mirren—. Oh, Baraz, dejad de hacer de guardaespaldas. Sólo es un mendigo, o un vagabundo. Mirad… allí hay otro, sentado a su lado. Parecen perdidos, además de viejos.

Cabalgaron hasta los hombres, que parecían absortos en la contemplación de la ciudad en la distancia. Uno de ellos estaba sentado, con la espalda apoyada en una piedra, y la cabeza cubierta con una capucha que parecía de monje. Podía haber estado dormido. El otro vestía una túnica manchada, amarillenta y cubierta de polvo, y un sombrero de ala ancha que ocultaba su rostro entre sombras. Un abultado saco colgaba de su hombro huesudo.

—Buenos días, ancianos —saludó Baraz cuando se acercaron—. ¿Os dirigís a la ciudad?

El hombre del suelo no se movió, y fue el otro quien les respondió.

—Sí, ése es mi destino. —Su voz era profunda como un pozo.

—Tenéis un buen trecho que recorrer, entonces.

El hombre no replicó de inmediato. Parecía receloso, a juzgar por la posición de sus hombros. Miró a los dos jinetes, que vieron su rostro por primera vez y jadearon involuntariamente.

—¿Y quiénes sois vosotros dos?

—Yo soy el alférez Baraz del ejército toruniano, y ésta es…

—La princesa Mirren, hija del mismísimo rey Corfe. Bueno, ésta es una feliz casualidad. —El hombre sonrió, y pudieron ver que, a pesar de la ruina que constituía un lado de su rostro, la expresión de su rostro era amistosa.

—¿Cómo sabéis quién soy? —preguntó Mirren.

Y el hombre sentado en el suelo levantó la cabeza y habló por primera vez.

—Nos lo ha dicho vuestro familiar.

Baraz desenvainó el sable e hizo avanzar a su montura hasta situarse entre Mirren y aquella extraña pareja.

—Decidme vuestros nombres y los asuntos que os traen a Torunna —siseó, con los ojos oscuros centelleando.

El hombre del suelo se puso en pie. También parecía fatigado. Los dos podían haber sido un simple par de vagabundos cansados, de no haber sido por aquel último comentario, y por el aura de poder que flotaba a su alrededor.

—Son magos —dijo Mirren.

El anciano desfigurado se quitó el sombrero de ala ancha.

—Desde luego que lo somos, querida. Joven, nuestros asuntos no os incumben, pero por lo que respecta a nuestros nombres… Bueno, yo soy Golophin de Hebrion, y mi compañero…

—Continuará sin nombre, por el momento —interrumpió el otro. Baraz pudo distinguir una mandíbula cuadrada y una nariz rota bajo la capucha, pero poco más.

—¡Golophin! —gritó Mirren—. Mi padre habla de vos a menudo. Se dice que sois el mago más grande del mundo.

Golophin soltó una risita, volviendo a ponerse el sombrero.

—Tal vez no el más grande. Mi compañero podría molestarse ante tal afirmación.

—¿Qué estáis haciendo en Torunna? Pensé que estabais aún en Abrusio.

—He venido a ver al rey Corfe, vuestro padre. Tengo alguna noticia para él.

—¿Y vuestro silencioso compañero? —preguntó Baraz, señalándolo con su espada.

Cuando movió el arma, ésta pareció escaparse de sus manos. Permaneció reluciendo en el aire durante un segundo, y luego cayó hacia los arbustos, clavándose en el suelo con tanta fuerza que la empuñadura quedó temblando. Baraz sacudió su mano como si se hubiera quemado, con la boca abierta.

—No me gustan las espadas delante de mi cara —dijo suavemente el compañero de Golophin.

—Es mejor que nos dejéis —dijo Golophin a Baraz—. Mi amigo y yo estábamos en medio de un pequeño altercado cuando habéis llegado, de ahí su malhumor.

—Golophin, debo preguntaros muchas cosas —dijo Mirren.

—¿De veras? Bien, muchacha, podéis preguntarme lo que queráis, pero no ahora. Estoy algo preocupado. Tal vez sería mejor que no dijerais nada de este encuentro. Cuantas menos personas sepan que estoy aquí, mejor. —Luego miró a su compañero y se echó a reír. La boca del otro se frunció bajo la capucha en respuesta—. Pero podéis decírselo a vuestro padre. Lo veré esta noche, o posiblemente mañana por la mañana.

—¿Cuál es esa noticia que habéis venido a traerle? Yo se la puedo dar.

El rostro mutilado de Golophin se endureció hasta convertirse en una máscara.

—No. Alguien tan joven no debe llevar tales noticias. —Se volvió hacia Baraz—. Procurad que la dama llegue sana y salva al palacio, soldado.

Baraz le miró, furioso.

—Podéis estar seguro de ello.

La primavera podía estar en el aire, pero en las colinas las ráfagas de viento todavía eran gélidas, de modo que, algo más avanzado el día, Golophin y su compañero encendieron un fuego con un estallido de teúrgia resplandeciente, y tomaron asiento sobre almohadas de arbustos, calentándose junto a las llamas transparentes. Cuando cayó la tarde y el sol empezó a deslizarse tras las cumbres blancas de las Címbricas al oeste, Golophin se dio cuenta de que se les había unido una tercera persona, una figura pequeña y silenciosa sentada con las piernas cruzadas justo fuera del círculo de luz.

—Esto es una abominación —dijo el anciano mago a su compañero.

—Tal vez. Ya no me importa demasiado. Uno puede acostumbrarse a toda clase de cosas, Golophin. —El que hablaba se había despojado al fin de su capucha, revelando a un hombre de mediana edad con el cabello gris muy corto y rostro de luchador profesional. Introdujo la mano en la pechera de su hábito y extrajo un frasco de acero. Desenroscó el tapón, tomó un trago y lo lanzó al otro lado del fuego. Golophin lo atrapó diestramente y también bebió.


Akvavit
hebrionés. Aplaudo tus gustos, Bard.

—Considéralo una ventaja del oficio.

—Considéralo como lo que es: botín de guerra.

—Hebrion también fue mi hogar, Golophin.

—No lo he olvidado, puedes estar seguro.

La tensión crepitó a través de las llamas que los separaban, y pasó de largo cuando Bardolin soltó una risita.

—Golophin, tu altanería es casi impresionante.

—Trabajo para mejorarla.

—Es agradable estar aquí sentados, como si el mundo no estuviera ardiendo a nuestro alrededor, escuchando a los murciélagos y el suspiro del viento entre los arbustos. Me gusta esta tierra. Hay cierta austeridad en ella. No me extraña que produzca semejantes soldados.

—Tengo entendido que te enfrentaste a ellos hace una década. ¿De modo que ahora eres general?

Bardolin se inclinó.

—No demasiado bueno, debo confesarlo. Dame un tercio, y sabré qué hacer. Dame un ejército, y soy un inútil.

—Eso no parece presagiar nada bueno para los propósitos de tu señor en esta parte del mundo, presbítero.

—Tenemos generales, Golophin, algunos de los cuales te sorprenderían. Y tenemos grandes cantidades de hombres. Y el dweomer.

—El dweomer como arma de guerra. En los días anteriores al imperio (el Primer Imperio), se dice que algunos reyes pusieron en el campo regimientos de magos. Pero ninguna crónica dice que toleraran la presencia de cambiaformas en sus ejércitos. Ni siquiera los antiguos eran lo bastante bárbaros para ello.

—Hablas de lo que no sabes.

—Sé lo suficiente. Sé que la cosa sentada al otro lado del fuego no es Bardolin de Carreirida, y que el súcubo que se esconde en silencio entre las sombras detrás de ti no fue conjurado para su consuelo.

—Y sin embargo, me consuela que esté aquí.

—Entonces, ¿por qué has venido? ¿Para quedarte sentado, y recordar con nostalgia los viejos tiempos?

—¿Acaso sería tan inexplicable, tan dificil de creer?

Golophin bajó la mirada.

—No lo sé. Hace diez o doce años, todavía creía que existía una parte de mi aprendiz que podía salvarse. Ya no estoy tan seguro. En este momento, estoy tratando con el enemigo.

—No tiene por qué ser así, Todavía soy el Bardolin que conociste. Gracias a mí, Hawkwood está vivo.

—Eso fue un capricho de tu amo.

—En parte. La supervivencia del otro no tuvo nada que ver conmigo, sin embargo, de eso puedes estar seguro.

—¿Qué otro?

—El nuevo lugarteniente de Hebrion.

—No te entiendo, Bard.

—No puedo decir más. Yo también estoy tratando con el enemigo, no lo olvides.

Los dos magos se miraron sin animosidad, sólo con una especie de gentil melancolía.

—No es como si Hebrion hubiera sido destruida, Golophin —dijo suavemente Bardolin—. Simplemente, ha sufrido un cambio de propietario.

—Eso parece la justificación de un ladrón.

—Eres tan obstinado… Y te obstinas en tu ceguera. —Bardolin se inclinó hacia delante, de modo que la luz del fuego dibujó una máscara agrietada sobre sus toscos rasgos—. No fue un simple capricho que la flota del oeste desembarcara en Hebrion, Golophin. Tu tierra (nuestra tierra) es vital para los planes de Aruan. Resulta que Hebrion, y las montañas Hebras, formaron parte una vez del Continente Occidental.

—¿Cómo puedes…?

—Déjame terminar. En algún momento de un pasado inimaginable, Normannia y el oeste fueron una gran masa de tierra, pero se separaron eones atrás, avanzando a la deriva como enormes nenúfares, y dejando que el océano fluyera entre ellos. Aruan y sus principales magos han estado investigando este asunto durante muchos años.

—¿Y qué?

—Que hay algo, algún elemento o mineral en las mismas entrañas del Continente Occidental que en realidad es la esencia de la energía que conocemos como magia. Teúrgia en estado puro, que corre como una vena de metal precioso a través de los cimientos de la tierra. Eso es lo que ha convertido a Aruan en lo que es.

—Y a ti en lo que has llegado a ser, supongo.

—Esa energía también está presente en las Hebras, pues las Hebros y las montañas del Continente Occidental formaron una vez parte de la misma cordillera. Por eso Hebrion siempre ha tenido más practicantes de dweomer que ningún otro de los Cinco Reinos. Por eso Hebrion debía caer. Golophin, no puedes imaginar las grandes investigaciones que están en marcha, en el oeste, en Charibon, incluso en Perigraine. Aruan está cerca de resolver un misterio antiguo y fundamental. ¿Qué son los practicantes de dweomer, y cómo se crearon? ¿Es posible imbuir de dweomer a un hombre ordinario, y convertirlo en mago?

Golophin descubrió que su amarga respuesta había muerto en sus labios. A pesar de sí mismo, estaba fascinado. Bardolin sonrió.

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