Naves del oeste (31 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: Naves del oeste
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En las improvisadas trincheras a tres estadios frente a ellos, los almarkianos soltaron las palas y empuñaron las armas. Los cañones del Reducto y la muralla habían dejado de disparar a causa de la caballería, pero los del Nido de Águilas y la Torre del Homenaje seguían arrojando una tormenta de munición y proyectiles contra las filas de infantería pesada, que prácticamente habían alcanzado su objetivo. Unos quinientos hombres habían caído, pero los demás sabían que su única esperanza de supervivencia pasaba por alcanzar el refugio de la línea de trincheras. Si tenían que retirarse por donde habían venido, serían destruidos.

Aras observó la carga de la caballería toruniana. El instante anterior al impacto hubo una repentina erupción de humo a lo largo de toda la línea cuando los jinetes dispararon las pistolas a quemarropa. Fueron respondidos por los arcabuces de los almarkianos, y los caballos empezaron a tambalearse y caer, mientras los hombres salían disparados de las sillas.

Alcanzaron las trincheras. Algunos jinetes hicieron saltar a sus monturas a través de la línea de excavaciones, otros se detuvieron junto al borde, y no pocos cayeron dentro. La segunda línea se detuvo y disparó sus pistolas desde su puesto. El estandarte de Sarius se movía, pero Aras no podía distinguir al coronel entre aquella terrible confusión de hombres, caballos y humo. Había estado muy ocupado, sin embargo; las líneas tercera y cuarta se separaron y enfilaron los flancos antes de cargar.

Por todo el suelo del valle, la lucha era salvaje y cuerpo a cuerpo. Los almarkianos no podían rivalizar con la caballería de Torunna, pero compensaban en número lo que les faltaba en adiestramiento y ánimo. La proporción entre el enemigo y los hombres de Sarius era de nueve a uno, y la infantería pesada había empezado a recorrer el último cuarto de milla. En cuanto se uniera a la batalla, la caballería quedaría rodeada.

Hombres con libreas azules echaron a correr de uno en uno o de dos en dos, luego por pelotones y compañías, huyendo de la zona mortífera en que se habían convertido las trincheras. Los almarkianos empezaban a retirarse. Demasiado tarde.

La infantería pesada se unió a la línea, blandiendo sus espadones o hachas de batalla. Aras vio la cabeza de un caballo cortada limpiamente de su cuello por un golpe de una de las enormes hojas. El estandarte de Sarius seguía en movimiento, destacando entre la confusión. Por todas partes había caballos sin jinete, chillando y galopando en todas direcciones. Entre el tumulto sonaron las notas de plata de la corneta, débiles y lejanas. Sarius estaba tocando a retirada.

Los jinetes se separaron de la línea de batalla, disparando con las segundas pistolas por encima de los cuartos traseros de los caballos. No se hizo ningún esfuerzo para volver a formar: la infantería pesada presionaba demasiado. Una multitud informe de jinetes se alejó de los muertos abandonados en las trincheras, y emprendió la retirada pendiente arriba hacia el parapeto, donde aguardaban doscientos arcabuceros de la guarnición para cubrir su regreso. El estandarte de Sarius, escarlata y oro, no se veía por ninguna parte.

La caballería ascendió por la pendiente, en muchos casos con dos hombres en el mismo caballo. Otros jinetes sin montura se habían agarrado a las colas de otros animales, o a los estribos de algún camarada, y eran arrastrados en el ascenso. Los grandes cañones de Gaderion empezaron a atronar otra vez, con los artilleros furiosos por la mortandad sufrida por sus compañeros de caballería. Las trincheras himerianas se convirtieron en un infierno de proyectiles, tierra volando y cadáveres. La infantería pesada y los almarkianos abandonaron la persecución y se agazaparon en las trincheras, mientras el cielo se ennegrecía por encima de ellos y la misma tierra chillaba bajo sus pies. Pero la ira de los torunianos resultó impotente. Los almarkianos habían resistido lo suficiente para reforzar las trincheras, y sería imposible desalojar al enemigo. Unos quince mil hombres agazapados a media milla de las murallas de Gaderion.

Aras descendió a la carrera por las grandes escaleras hasta la muralla, y se vio envuelto en la niebla del humo de pólvora. Hombres sucios y cubiertos de hollín seguían manejando frenéticamente los cañones, y el aire de las casamatas pareció chamuscarle los pulmones. Finalmente, alcanzó el patio del centro del Reducto, donde la caballería seguía entrando por las grandes puertas dobles.

—¿Dónde está Sarius? —preguntó a un oficial con la frente ensangrentada, sólo para encontrar una mirada vacía. La mente del hombre continuaba combatiendo en las trincheras—. ¿Dónde está Sarius? —preguntó a otro, pero tampoco recibió respuesta. Finalmente vio que se llevaban en camilla al portaestandarte de Sarius, y detuvo a los camilleros—. ¿Dónde está tu coronel?

El hombre abrió los ojos. Había perdido un brazo a la altura del codo, y el muñón escupía y rezumaba sangre como un grifo.

—Muerto en el campo de batalla —graznó.

Aras dejó que los camilleros se lo llevaran. El patio era una multitud de hombres ensangrentados y caballos lacerados. Tras ellos pudo escuchar, incluso por encima del rugido de la artillería, cómo las grandes puertas de Gaderion se cerraban de golpe cuando hubo entrado toda la retaguardia. Aras se limpió el rostro y emprendió el regreso hacia la tormenta humeante de las almenas.

Cartigella, igual que muchas capitales ramusianas, había empezado su vida como puerto. Ciudad principal del rey tribal Astar, había caído en manos de las recién unificadas tribus fimbrias unos ochocientos años atrás, y Astarac, como empezó a llamarse aquella región, se convirtió en la primera conquista de lo que un día sería la Hegemonía fimbria. La ciudad se rebeló contra sus conquistadores del norte ciento cincuenta años después de su caída, pero fue sitiada y sometida por el gran elector Cariabus Narb, que también había fundado Charibon. Los rebeldes que sobrevivieron al saqueo huyeron al sur en su mayor parte, hacia las junglas de Macassar, y sus descendientes se convirtieron en los corsarios. Algunos, sin embargo, se mantuvieron unidos y, al mando de un gran capitán llamado Gabor, navegaron a través de las islas Malacar, en busca de algún lugar donde pudieran vivir en paz, sin temor a las represalias fimbrias. Se establecieron en una gran isla al suroeste de Macassar, y aquel lugar se convirtió en Gabrion.

Tendrían que transcurrir casi cuatrocientos años antes de que Astarac lograra sacudirse al fin el decadente yugo fimbrio, y en aquellos siglos los fimbrios convirtieron a la arruinada Cartigella en una gran ciudad. Pero se negaron deliberadamente a fortificarla, recordando las agonías del asedio que había sido necesario para someterla, un asedio que había durado un año. De modo que las murallas de Cartigella eran construcciones tardías de la monarquía astarana (pues la línea de Astar había sobrevivido de algún modo a los largos años de vasallaje), y tal vez no eran tan altas o formidables como podían haber sido si las hubieran construido los ingenieros imperiales.

Y Cartigella volvía a estar sitiada.

El ejército himeriano había partido de Vol Ephrir en mitad del invierno, y cuando el primer deshielo empezaba a llenar los ríos que descendían de las Malvennor, se encontraba en la frontera de Astarac oriental, el disputado ducado que el rey Forno había arrancado de manos de los soldados de Perigraine apenas sesenta años atrás. Los himerianos habían ocultado tan bien sus movimientos, gracias a las tormentas de nieve provocadas por el dweomer, y aquella marcha invernal fue tan inesperada, que el rey Mark había partido con la flota a su cita con el resto de la armada aliada frente a Abrusio, ignorante de que su reino estaba a punto de ser invadido.

El ejército astarano, dejado al mando del hijo de Mark, Cristian, fue tomado completamente por sorpresa. Los himerianos habían penetrado profundamente en el este de Astarac antes de ser desafiados y, en una confusa batalla que tuvo lugar en mitad de una ventisca al pie de las Malvennor, los astaranos fueron vencidos y obligados a retirarse. La retirada se convirtió en una huida desesperada cuando fueron hostigados noche y día por la caballería de Perigraine y grandes manadas de lobos. La mayor parte retrocedió hasta la ciudad de Garmidalan, y se preparó para luchar hasta el fin. Pero los himerianos se limitaron a rodear la ciudad y empezaron a tratar de someterla por hambre.

El cuerpo principal de las fuerzas del Imperio no se había unido a la persecución. En lugar de eso, se dirigió al oeste, hacia los pasos de las Malvennor, muy poco defendidos por la retaguardia astarana. Los soldados descendieron de las alturas casi sin problemas, y avanzaron a sangre y fuego a través del reino de Mark, haciendo retroceder a las tropas astaranas y su inexperto príncipe, hasta que finalmente se detuvieron ante las murallas de Cartigella, la capital.

Aun superado varias veces en número por un ejército que además empleaba magia del clima y legiones de bestias, el príncipe Cristian albergaba cierta esperanza. Las rutas marítimas no habían sido cerradas, de modo que Cartigella podría salvarse gracias a los refuerzos de su antigua aliada, Gabrion, o tal vez incluso de los merduk marinos. Envió correos urgentes a todos los reinos libres del oeste, reforzó sus murallas y esperó, mientras los himerianos traían artillería de asedio y empezaban a bombardear la ciudad desde las colinas circundantes.

El día de la muerte del sultán Aurungzeb, se abrió la primera brecha en las defensas de Cartigella, y se empezó a luchar en los distritos de la ciudad más cercanos a la muralla. Los astaranos, soldados y civiles, lucharon con salvaje heroísmo, pero fueron obligados a abandonar las fortificaciones exteriores por monjes guerreros inceptinos, al mando de compañías de hombres lobo. Murieron por millares, y Cristian se retiró a la ciudadela de Cartigella. Allí el avance himeriano se detuvo, frustrado por la impenetrable fortaleza, situada en un alto risco que dominaba la ciudad baja. Desde allí, los artilleros astaranos arrojaron un torrente de fuego de artillería contra las filas de bestias himerianas que ni siquiera los hombres lobo pudieron soportar. Los himerianos se retiraron, y la guarnición de la ciudadela, al mando de su joven príncipe, se atrevió a creer que podría resistir.

Pero a la mañana siguiente apareció en la bahía una enorme flota, que escupió de sus bodegas un repugnante enjambre de criaturas voladoras. Éstas descendieron sobre la ciudadela como una plaga de langostas, y arrollaron a los defensores. Cristian murió, y su guardia personal cayó a su alrededor. Cartigella fue saqueada con una brutalidad que superó incluso los legendarios excesos de los fimbrios, y el humo de sus incendios ascendió en un pilar negro visible desde muchas millas a la redonda en el claro aire de primavera.

Tres días después, Astarac capituló y fue incorporada al Segundo Imperio.

Capítulo 17

El infierno ha venido a la tierra
,

y en las cenizas de sus hogueras

se fundirán los planes de los malvados
.

La bestia, en su venida,

pisoteará los restos de sus sueños
.

—Así habló Honorius el Loco, hace cuatro siglos y medio, y nunca se equivocó en sus predicciones, aunque éstas fueron desestimadas durante su propia vida como los desvaríos de un anacoreta demente; ésa fue su maldición. Amigos míos, somos herramientas de la historia, instrumentos en manos de Dios. Lo que hemos hecho, y lo que haremos en los tiempos venideros, no es más que dar forma a la visión divina para el bien del mundo. De modo que tranquilizad vuestras mentes. De la sangre, el fuego y el humo surgirá un nuevo amanecer, y un segundo principio para los pueblos diseminados por la tierra.

Aruan no pareció levantar la voz, pero todos los hombres de la enorme hueste escucharon sus palabras. Al oírlas, algo prendió en sus corazones, y cada uno de ellos enderezó los hombros como si el vicario general hablara sólo para él.

Escuchaban en los muelles, y en los aparejos de los barcos, y en todas las calles de la antigua Kemminovol, capital de Candelaria. Mientras Aruan hablaba, la noche se retiró de los márgenes del horizonte, y el sol se elevó por encima de la silueta gris del gran promontorio al este, pintando de oro los masteleros de los barcos más altos.

—De modo que ahora empezad vuestra obra, sabiendo que es una obra de Dios. Su bendición está con vosotros en este día.

Aruan levantó una mano en señal de bendición, y las multitudes que lo escuchaban inclinaron la cabeza al unísono. Luego abandonó el tosco estrado que se había construido con viejas cajas de pescado, y los hombres que lo habían escuchado emprendieron una actividad frenética, mientras los barcos anclados se llenaban de tripulaciones que trabajaban con todas sus fuerzas.

Bardolin ayudó al archimago a descender de su podio de madera. Aruan estaba pálido y sudoroso.

—No volveré a hacer esto en algún tiempo. Creo que juzgué mal el esfuerzo necesario. ¡Qué tarea tan dura la de levantar los corazones de los hombres!

—Había muchos miles de personas escuchándote; no me dirás que has tocado a cada una de ellas —dijo Bardolin ásperamente.

—Oh, sí. Puedo torcer la voluntad de ejércitos enteros, pero cuesta mucho esfuerzo. Debo sentarme, Bardolin. Acompáñame al carruaje, ¿quieres?

Subieron al coche cerrado, y en su tapizado interior Aruan echó atrás la cabeza y cerró los ojos.

—Mejor, mucho mejor. Con los de Almark y Perigraine es más fácil; sienten un antagonismo tradicional contra astaranos y torunianos, una cuestión histórica, ¿comprendes? Pero los candelarios han sido una nación de mercaderes durante siglos, acostumbrados a abrir sus puertas a cualquier conquistador que llegue y seguir con sus actividades de costumbre. Tenía que encenderlos un poco, por así decirlo.

—¿Formarán la primera oleada, entonces?

—Sí. La hueste principal de Perigraine continuará el asalto marítimo con un avance sobre Rone, cruzando el río Candelan en las colinas del sur. El sur de Torunna está poco defendido; caerá rápidamente. Nuestra inteligencia ha informado de que el rey de Torunna se ha puesto finalmente en marcha con el grueso del ejército. Se dirige al norte en barco, hacia el paso. Todo lo que queda en la capital es un pequeño grupo de regulares y un montón de reclutas. Cuando el gran Corfe comprenda lo que nos proponemos, estaremos sentados tranquilamente en Torunn y lo tendremos atrapado entre dos fuegos.

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