Estos elementos espirituales se transmiten a las generaciones más jóvenes a través del contacto personal con quienes enseñan, —no en lo esencial por lo menos— mediante los libros de texto. Estos constituyen la cultura y la preservan. Pienso en todo ello cuando recomiendo el «arte y las letras» como disciplinas importantes, y no sólo el árido y estéril conocimiento especializado en el campo de la historia y la filosofía.
La insistencia exagerada en el sistema competitivo y la especialización prematura fundada en la utilización inmediata matan el espíritu en que se asienta toda la vida cultural, incluido el conocimiento especializado.
Es asimismo vital para una educación fecunda que se desarrolle en el joven una capacidad de pensamiento crítico independiente, proceso que corre graves riesgos si se sobrecarga al educando con distintas y variadas disciplinas. Este exceso lleva sin duda a la superficialidad. La enseñanza debe ser de tal índole que lo que se ofrece se reciba como un don valioso y no como un penoso deber.
(1952)
A
fines del siglo pasado los físicos teóricos de todo el mundo consideraban a H. A. Lorentz como el más destacado entre ellos, y con tazón. Los físicos de nuestra época no tienen, en general, plena conciencia del papel decisivo que desempeñó Lorentz en la estructuración de las ideas fundamentales de la física teórica. La causa de este extraño hecho es que las ideas básicas de Lorentz han llegado a ser tan familiares que resulta difícil advertir lo audaces que fueron, y hasta qué punto han simplificado los cimientos de la disciplina.
Cuando Lorentz comenzó su labor investigadora se había impuesto ya la teoría del electromagnetismo de Maxwell. Pero la gran complejidad de los principios fundamentales de esta teoría no permitía explicar con claridad sus rasgos esenciales. Si bien el concepto de campo había desplazado realmente el concepto de acción a distancia, los campos eléctricos y magnéticos todavía no se concebían como entidades primarias; eran más bien estados de la materia ponderada, tratada, después, como un continuo. Por consiguiente, el campo eléctrico se descomponía en la fuerza de campo y el desplazamiento dieléctrico.
En el caso más simple, estos dos campos estaban conectados por la constante dieléctrica, pero en principio se los trataba y consideraba como entidades independientes. El campo magnético recibía un tratamiento similar. Y a esta idea básica correspondía la actitud de tratar el espacio vacío como un caso especial de materia ponderable en el que la relación entre fuerza de campo y desplazamiento resultaba particularmente simple. Esta interpretación tenía como consecuencia que los campos eléctrico y magnético no se concibiesen con independencia del estado de movimiento de la materia que actuaba como agente portador del campo.
El estudio de los trabajos de H. Hertz sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento proporciona una excelente visión de la interpretación de la electrodinámica de Maxwell entonces predominante.
Ahí llega la decisiva simplificación de la teoría por parte de Lorentz, quien basó sus investigaciones con intachable coherencia en las siguientes hipótesis:
La sede del campo electromagnético es el espacio vacío. En él sólo hay un vector de campo eléctrico y un vector de campo magnético.
Constituyen este campo cargas eléctricas atómicas sobre las que el campo aplica fuerzas ponderomotrices. La única conexión entre el campo electromagnético y la materia ponderable surge del hecho de que las cargas eléctricas elementales están estrictamente ligadas a partículas atómicas de materia. Para los átomos se cumplen las leyes del movimiento de Newton.
Según esta base simplificada, Lorentz construyó una teoría completa de todos los fenómenos electromagnéticos entonces conocidos, e incluyó en ella los fenómenos de la electrodinámica de los cuerpos en movimiento. Es un trabajo de una coherencia, lucidez y belleza que muy raras veces se logra en una ciencia empírica. El único fenómeno que no pudo explicarse del todo sobre esta base, esto es, sin supuestos adicionales, fue el famoso experimento de Michelson-Morley. Sin la localización del campo electromagnético en el espacio vacío es muy probable que este experimento no hubiese llevado a la teoría de la relatividad restringida. En verdad, el paso esencial consistió en reducir el electromagnetismo a las ecuaciones de Maxwell en el espacio vacío o —como se decía en la época— en el éter.
Lorentz descubrió también la «transformación de Lorentz», que recibió su nombre, aunque sin identificar su carácter de grupo. Para él las ecuaciones de Maxwell en el espacio vacío sólo se sostenían en un sistema determinado de coordenadas que se diferenciaba de los demás sistemas por su estado de reposo. Era una situación en extremo paradójica porque la teoría parecía limitar el sistema inercial aún más que la mecánica clásica. Esta circunstancia, que parecía por completo carente de base desde el aspecto empírico, había de llevar a la teoría de la relatividad restringida.
Merced a la generosidad de la Universidad de Leiden, pasé frecuentes temporadas allí con mi querido e inolvidable amigo Paul Ehrenfest. Tuve ocasión de asistir muchas veces a las conferencias que Lorentz daba de tanto en tanto a un pequeño círculo de jóvenes colegas cuando ya se había retirado de su cátedra. Todo cuanto salía de aquella mente superior era tan lúcido y bello como una gran obra de arte y lo exponía con una facilidad y sencillez que no he visto en nadie más.
Si nosotros, los jóvenes; hubiéramos conocido a Lorentz sólo por su inteligencia, nuestra admiración y respeto habrían sido excepcionales.
Pero lo que siento cuando pienso en él es algo más que eso. Significaba para mí más, personalmente, que ninguna otra persona que haya conocido en mi vida.
Además de dominar la física y la matemática tenía un absoluto control de sí mismo, sin esfuerzo ni tensión. Su insólita y absoluta carencia de debilidades humanas jamás tuvo un efecto deprimente sobre los demás. Todos percibían su superioridad aunque se sentía agobiado por ella. Si bien no se forjaba ilusiones sobre la gente ni sobre los problemas humanos, desbordaba amabilidad hacia todos y todo. Nunca daba impresión de dominio; siempre de servicio y de ayuda. Era perspicaz en alto grado y no permitía que nada asumiese una importancia inmerecida; lo protegía un humor sutil, que se reflejaba en sus ojos y en su sonrisa. Y sin embargo, a pesar de toda su devoción por la ciencia, estaba convencido de que nuestra inteligencia no podía penetrar con demasiada profundidad en la esencia de las cosas.
Sólo más tarde he sabido valorar plenamente esta actitud entre escéptica y humilde.
No obstante mis esforzadas tentativas descubro que el lenguaje —o al menos mi lenguaje— no puede hacer justicia al tema de este corto escrito. Por tanto me limitaré a citar dos breves aforismos de Lorentz que me impresionaron muy en particular:
«
Me siento feliz de pertenecer a una nación que es demasiado pequeña para cometer grandes locuras
».
A un hombre que durante la primera guerra mundial trató de convencerlo, en una conversación, de que en la esfera humana el poder y la fuerza determinan el destino, le contestó:
Es posible que tengas razón. Pero yo no querría vivir en un mundo así.
(1953)
C
uando una cultora tan eminente de la ciencia como la señora Curie llega al fin de sus días no debemos satisfacernos sólo con recordar lo que ha dado a la humanidad con los frutos de su trabajo. Las cualidades morales de una personalidad como la suya quizá tengan un significado todavía mayor para nuestra generación y para el curso de la historia, que los triunfos puramente intelectuales. Aun estos últimos dependen, en un grado mucho mayor de lo que suele admitirse; de la jerarquía del personaje.
Fue una gran fortuna para mí poder vincularme con la señora Curie durante veinte años de sublime y constante amistad. Su grandeza humana me admiró cada vez más. Su energía, la pureza de su voluntad, su austeridad para consigo misma, su objetividad, su juicio incorruptible, todas estas cualidades eran de tal carácter que pocas veces se hallan en un mismo individuo.
Se consideraba servidora de la sociedad y su auténtica modestia nunca cedía a la complacencia. Le apenaba un sentimiento profundo ante las crueldades y desigualdades de la sociedad. Esto le concedía ese aspecto exterior severo, que con frecuencia confundía a quienes no la conocían, una curiosa severidad sin el alivio de un toque artístico.
Cuando consideraba correcto determinado camino lo seguía sin compromiso y con tremenda tenacidad.
El máximo descubrimiento de su vida —demostrar la existencia de elementos radioactivos y aislarlos— no sólo se debe a su audaz intuición sino a su entrega y empeño en la tarea en las condiciones más extremas y duras que se puedan imaginar, condiciones que pocas veces se han presentado en la historia de la ciencia experimental.
Si la fuerza de carácter y la devoción de la señora Curie aún se hallasen vivas en los intelectuales europeos, aunque fuese sólo en pequeña proporción, Europa tendría frente a sí un brillante porvenir.
(1950)
Conductor de un pueblo, sin apoyo de ninguna autoridad; político cuyo éxito no se fundaba en la habilidad ni en el control de instrumentos técnicos, sino únicamente en el poder de convicción de su personalidad, luchador victorioso que se burló siempre del empleo de la fuerza, y hombre de gran sabiduría y humildad, armado de una coherencia y una resolución, inflexibles, ha consagrado todas sus fuerzas a elevar a su pueblo y a mejorar su suerte. Un hombre, en suma, que se enfrentó a la brutalidad de Europa con la dignidad de un simple ser humano, y así mostró siempre su superioridad.
Puede ser que las futuras generaciones no logren creer que un hombre como éste se paseó alguna vez por esta tierra en carne y hueso.
(1950)
U
n hombre que tuvo el raro privilegio de dar al mundo una gran idea creadora, no tiene necesidad de las alabanzas de la posteridad. Su propio triunfo significa ya un premio superior.
Sin embargo es interesante —indispensable, en realidad— que se reúnan hoy aquí procedentes de todos los lugares del mundo, representantes de cuantos persiguen la verdad y el conocimiento. Han llegado para dar testimonio de que hasta en esta época en la que la pasión política y la fuerza bruta se ciernen como espadas sobre las angustiadas y temerosas cabezas de los hombres, la norma de nuestra búsqueda ideal de la verdad se mantiene incólume. Max Planck encarnó con rara perfección este ideal, un nexo que une siempre a científicos de todas las épocas y lugares.
Los griegos ya habían concebido la naturaleza atomística de la materia y los científicos del siglo XIX elevaron su probabilidad a gran altura. Pero fue la ley de la radiación de Planck la que proporcionó la primera determinación exacta —independiente de otros supuestos— de las magnitudes absolutas de los átomos. Planck demostró, de manera convincente, que además de la estructura atómica de la materia hay una especie de estructura atómica de la energía gobernada por la constante h, que él mismo introdujo.
Este descubrimiento se convirtió en el fundamento de todas las investigaciones del siglo XX en el campo de la física, y ha condicionado casi por completo su desarrollo.
Sin este descubrimiento no hubiera sido posible construir una teoría adecuada de moléculas y átomos y de los procesos energéticos que rigen sus transformaciones. El descubrimiento ha hecho tambalear toda la estructura de la mecánica clásica y de la electrodinámica y ha planteado a la ciencia una nueva tarea: la de hallar una base conceptual nueva para toda la física. A pesar de los notables avances parciales todavía estamos muy lejos de dar una solución satisfactoria a este problema.
Al rendir homenaje a este hombre, la Academia Nacional Norteamericana de Ciencias expresa su esperanza de que la investigación libre, la búsqueda del conocimiento puro pueda proseguir sin obstáculos ni trabas.
(1950)
H
a sido para mí un placer enterarme de que hay gente en esta turbulenta metrópolis que no está del todo absorbida por las impresiones momentáneas. Este simposio prueba que las relaciones entre seres humanos racionales no están amenazadas ni por el vanidoso presente ni por la línea divisoria de los muertos. Desde hace poco Morris Cohen figura entre los que se fueron.
Lo conocí bien como hombre en extremo consciente y generoso, de carácter independiente en grado sumo y tuve el placer de cambiar ideas con él en frecuentes ocasiones sobre problemas de interés común.
Pero las veces que intenté explicar su personalidad espiritual comprendí con disgusto que no estaba familiarizado con sus procesos mentales.
Para salvar esta laguna —al menos en parte— tomé su libro
Logic and Scientific Method
, que publicó junto con Ernest Nagel. No lo hice tranquilo, sino con justificada inquietud, puesto que tenía muy poco tiempo. Mas en cuanto empecé a leer, quedé tan fascinado que el motivo primitivo de mi lectura pasó a ocupar un lugar secundario.
Cuando transcurridas varias horas volví en mí, me pregunté qué era lo que tanto me había fascinado. La respuesta me resultó muy simple.
Los resultados no se ofrecían como algo hecho, sino que primero se despertaba la curiosidad científica del lector, y se exponían posibilidades opuestas de tratar la cuestión. Sólo después se enfocaba el problema de clarificar la cuestión a través de un análisis exhaustivo. La honradez intelectual del autor nos permite compartir la lucha interna de su propia mente. Esto es lo que constituye el distintivo del maestro. El conocimiento existe en dos formas: inerte y sin vida, reunido en libros, y vivo, en la conciencia de los seres humanos. Esta segunda forma de existencia es sin duda la fundamental; la otra, indispensable por cierto, ocupa un lugar inferior.
(1949)
E
l aspecto distintivo de la actual situación política del mundo, y en especial en Europa es, según mi opinión, que la evolución política ha fracasado, en los hechos y en las ideas, por no mantenerse en el nivel con los imperativos económicos, que han modificado las perspectivas en un período relativamente breve. Los intereses de cada país deberían subordinarse a los de una comunidad más amplia. La lucha para orientar en este sentido el pensamiento y el sentimiento políticos es dura porque se combate una tradición de siglos. Mas la supervivencia de Europa depende de su éxito. Estoy en absoluto convencido de que una vez superados los obstáculos psicológicos no será tan difícil resolver los problemas concretos. Lo fundamental para crear la atmósfera adecuada es la cooperación personal entre los que creemos en ello.