Exigir que otros criterios democráticos fuesen aceptados me parece que constituiría una actitud poco sensata. Las instituciones y los principios democráticos son resultados del desarrollo histórico, al extremo de que el hecho casi no es apreciado en los países que gozan de ellos. La insistencia en principios arbitrarios agudizaría las diferencias ideológicas entre Occidente y la Unión Soviética.
Sin embargo, ahora no son las diferencias ideológicas las que empujan al mundo hacia la guerra. En verdad, si todas las naciones occidentales adoptaran el socialismo, mientras mantuviesen sus respectivas soberanías nacionales, es posible que el conflicto por el poder entre el Este y el Oeste subsistiría. Los vehementes alegatos en contra de los sistemas económicos de hoy me parecen por completo irracionales. Que la vida económica de los Estados Unidos deba estar en manos de unos pocos individuos —como sucede— o que esos individuos deban estar sujetos al control del Estado puede ser importante, mas no lo suficiente para justificar todos los sentimientos favorables o contrarios según se manifiestan.
Me resultaría grato observar que todas las naciones integrantes del Estado supranacional reuniesen sus fuerzas militares y conservasen para sí solo una pequeña fuerza de policía. Y después quería ver a esas fuerzas unidas y distribuidas como en otro tiempo lo fueron los regimientos del imperio austro-húngaro, es decir, suponer que los hombres y oficiales de una región podrían servir mejor a los fines del imperio si no permanecían exclusivamente en sus provincias, pues de tal modo no se hallaban sujetos a presiones locales y raciales.
También me complacería comprobar que la autoridad del régimen supranacional se restringiese en particular al ámbito de la seguridad. No tengo la certeza si este plan funcionaria. La experiencia podría indicar la necesidad de cierta autoridad en cuestiones de economía, pues en las condiciones actuales la economía origina problemas nacionales que llevan dentro de sí la semilla de violentos conflictos. Sin embargo, prefiero que la tarea del nuevo organismo se limite a preservar la seguridad. Y asimismo preferiría que este régimen se estableciera junto con el fortalecimiento de las Naciones Unidas a fin de que no haya solución de continuidad en la búsqueda de la paz.
No desconozco las grandes dificultades que implicaría la organización de un gobierno mundial, ya si se inicia sin la participación de Rusia o con ella. Tengo conciencia de los riesgos. Y puesto que no deseo que se provoque la secesión de un país que se haya unido a la organización internacional, preveo como posible el peligro de una guerra civil. Mas creo por cierto que un gobierno mundial será realidad en algún momento del futuro y que el problema reside en el precio que se quiera pagar por él. Llegará el día, espero, en que tendrá que existir un gobierno mundial, aun guando sea después de una nueva guerra, y aunque luego de esa guerra la potencia vencedora sea la que lo instituya, sobre la base de su poderío militar, y lo mantenga sólo mediante la militarización permanente de la raza humana.
Presiento, no obstante, que puede llegar a través del acuerdo y del poder de persuasión, es decir, con un costo muy bajo. Empero si adviene por esta senda no bastará apelar a la razón. Uno de los fundamentos del sistema comunista del Este es cierta similitud con la religión, la capacidad de inspirar las emociones que surgen de manera normal en el ámbito religioso. Si la causa de la paz, fundada en la ley, no logra suscitar de por sí la fuerza y el celo que despierta una religión, no es posible esperar el éxito. Aquellos a quienes la raza humana ha confiado su enseñanza moral tienen aquí su gran deber y su gran oportunidad. Pienso que los científicos atómicos ya están convencidos de que no pueden guiar al pueblo norteamericano hasta las verdades de la era atómica sólo con la ayuda de la lógica. Habrá que contar con el profundo poder de la emoción, que es un elemento básico del sentimiento religioso. Esperemos que no sólo las iglesias sino también las escuelas, universidades y los organismos rectores de la opinión asuman su excepcional responsabilidad en este aspecto.
(1945)
C
reo que la clave de la situación actual reside en que el problema que confrontamos no puede ser considerado como un suceso aislado.
En primer término hay que plantear la siguiente pregunta: cada vez más las instituciones de enseñanza e investigación tendrán que ser sustentadas con fondos del Estado, porque las fuentes privadas no serán suficientes, por diversos motivos. ¿Es razonable que la distribución de los fondos destinados a estos fines y pagados por el contribuyente se confíe a los militares? Cualquier persona prudente, sin duda, contestará: ¡No! Está claro que la difícil tarea de hallar la distribución más adecuada deberá ser puesta en manos de personas cuyos méritos y cuyo trabajo habitual prueben que saben algo de ciencia e investigación.
Empero no son pocas las personas razonables que están de acuerdo en que ciertos organismos militares se encarguen de distribuir una parte importante de los fondos existentes, y la causa de esta actitud reside en que esas personas subordinan sus intereses culturales a su visión política general. Así pues, dirigiremos nuestra atención hacia esos puntos de vista políticos, sus orígenes e implicaciones. De este modo pronto comprenderemos que el problema que aquí discutimos no es sino uno entre tantos otros y que sólo puede ser evaluado y juzgado con exactitud si se sitúa dentro de un marco más amplio.
Las tendencias referidas son nuevas en los Estados Unidos. Surgieron cuando por influencia de las dos guerras mundiales y la consiguiente concentración de todos los esfuerzos hacia un objetivo bélico, se desarrolló una mentalidad en exceso militarista que con la casi súbita victoria se ha acentuado todavía más. El rasgo característico de esta mentalidad es que muy por encima de todos los otros factores que afectan a las relaciones entre los pueblos la gente pone en primer plano lo que Bertrand Russell, con frase feliz, ha denominado «poder desnudo».
Arrastrados al error en particular por los éxitos de Bismarck, los alemanes han sufrido una transformación total de su mentalidad y así, en menos de cien años se han hundido en la ruina absoluta.
Con toda franqueza debo confesar que la política exterior de los Estados Unidos a partir del cese de las hostilidades me ha traído el recuerdo irresistible de Alemania en la época del káiser Guillermo II y sé que esta penosa comparación es compartida por muchas personas.
Uno de los rasgos de la mentalidad militar es la de considerar esenciales los factores no humanos (bombas atómicas, bases estratégicas, armamentos de todo tipo, la posesión de materias primas, etc.), en tanto que el ser humano, sus deseos y pensamientos —es decir, los factores psicológicos— son juzgados como secundarios y poco importantes. De aquí proviene cierta similitud con el marxismo, por lo menos en la medida en que se considere sólo su aspecto teórico. El individuo es degradado hasta el nivel de un mero instrumento; se convierte en «material humano».
Las metas normales de la aspiración humana se desvanecen desde este punto de vista. La mentalidad militarista hace del «poder desnudo» un fin en sí mismo, una de las más extrañas ilusiones o ante las que pueden sucumbir los hombres.
En nuestro tiempo la mentalidad militarista es más peligrosa todavía que antes, porque los armamentos ofensivos son mucho más potentes. Esto, por necesidad, conduce a la guerra preventiva. La inseguridad general, aliada con estas circunstancias, permite que los derechos de los civiles sean sacrificados en aras del supuesto bienestar del Estado. La caza de brujas por motivos políticos, los controles de toda clase (de la enseñanza y de la investigación, de la prensa y demás) parecen inevitables y por esta razón no surge una resistencia popular que, si no estuviera presente la mentalidad militarista, podría representar una protección. De manera gradual se produce un cambio de valores puesto que todo lo que no sirva con claridad a aquellos fines utópicos se ve y se juzgó como inferior.
Según las condiciones existentes no advierto otra salida que un plan de acción que tenga como objetivo establecer la seguridad sobre una base supranacional. Esperemos que haya hombres en número suficiente, capaces de guiar a la nación por esta senda, hombres que merced a su fortaleza moral logren que el país asuma su papel de conductor que ahora exigen las circunstancias exteriores. Entonces dejarán de existir problemas como el que hemos desarrollado aquí.
(1947)
C
arta abierta al doctor Einstein.
«El conocido físico Albert Eisntein no tiene fama sólo por sus descubrimiento científicos. En los últimos años Eisntein ha prestado especial atención a los problemas sociales y políticos; habla por radio y escribe en la prensa; está vinculado a diversas organizaciones públicas; con frecuencia ha alzado su voz de protesta en contra de la barbarie nazi; también ha insistido en una paz duradera y se ha expresado contra la amenaza de una nueva guerra y contra la ambición de los militaristas que pretenden obtener un control completo de la actividad científica americana.
Los científicos soviéticos y el pueblo soviético en general aprecian el espíritu humanitario que fundamenta estas actividades del conocido hombre de ciencia, aun cuando su posición no siempre haya sido tan consistente y definida como hubiera debido ser. En efecto, en algunas de las más recientes declaraciones de Einstein se advierten ciertos aspectos que nos parecen no sólo equivocados sino también perjudiciales para la causa de la paz, que este científico sostiene con tanta pasión.
Nos parece que es nuestro deber llamar la atención sobre el tema, con el fin de clarificar un problema tan importante como lo es el de trabajar con eficacia en favor de la paz. Desde este punto de vista ha de considerarse la idea que el doctor Einstein ha sostenido en los últimos tiempos: la de un “gobierno mundial”.
En la abigarrada compañía de los defensores de esta idea, además de los imperialistas declarados que la emplean como pantalla para una expansión ilimitada, en los países capitalistas hay un buen número de intelectuales que se sienten cautivados por la ventaja de esta idea y que no advierten sus verdaderas implicancias. Estas personas, pacifistas de mentalidad liberal, creen que el “gobierno mundial” será la panacea más eficaz de los males del mundo y el mejor guardián de una paz estable.
Quienes defienden un “gobierno mundial” formulan un uso constante de la tesis, al parecer indiscutible, según la cual en esta era atómica la soberanía del Estado es una reliquia del pasado o, como ha dicho Spaak —el delegado belga— en la asamblea general de las Naciones Unidas, una idea “anticuada” e incluso “reaccionaria”. Sería difícil encontrar un argumento más alejado que éste de la verdad.
En primer término, los conceptos de un “gobierno mundial” y de un “superestado” de ninguna manera pueden considerarse productos de la era atómica. Son mucho más antiguos. Se debatieron, por ejemplo, en la época en que se constituyó la Sociedad de las Naciones.
Además, tales ideas, en los tiempos modernos, jamás han sido progresistas. Forman sólo un reflejo del hecho de que los monopolios capitalistas, que dominan a los países industriales más importantes estiman que sus fronteras nacionales son demasiado estrechas. Necesitan un mercado mundial, fuentes de materia prima extendidas por todo el mundo y ámbitos internacionales para la inversión de su capital. Por su dominio en cuestiones políticas y administrativas, los intereses monopolistas de las grandes potencias están en condiciones que les permiten emplear la maquinaria gubernamental, en su lucha por invadir esferas de influencia y en sus esfuerzos económicos y políticos para subyugar a otros países y asumir en ellos el papel de amos con la misma libertad de que gozan en sus propios estados.
Conocemos demasiado bien todo esto a través de la experiencia de nuestro país. Bajo el régimen zarista, reaccionario y servil ante los intereses del capital, con la mano de obra mal pagada y con sus vastos recursos naturales, Rusia fue un bocado sustancioso para el capitalismo extranjero. Las firmas francesas, británicas, belgas y alemanas se saciaron en nuestra nación como aves de rapiña, y obtuvieron ganancias que hubieran resultado inconcebibles en sus propias tierras. Y así el Occidente capitalista encadenó a la Rusia de los zares con préstamos que constituían una extorsión. Con el apoyo de los fondos concedidos por la banca extranjera, el gobierno zarista reprimió de manera brutal el movimiento revolucionario, retrasó el desarrollo de la ciencia y la cultura rusa e instigó los programas contra los judíos.
La gran Revolución Socialista de Octubre destrozó las cadenas de la dependencia económica y política que mantenían a nuestro país prisionero de los monopolios capitalistas mundiales. El gobierno soviético permitió que, por primera vez, nuestro país fuera un Estado libre e independiente de verdad; promovió el progreso de nuestra economía socialista y de la tecnología, la ciencia y la cultura, que se desarrollaron a un ritmo hasta entonces jamás visto a lo larga de la historia: de este modo, nuestro país se ha convertido en un verdadero baluarte de la paz y la seguridad internacional. Nuestro pueblo ha defendido la independencia de su patria a través de una guerra civil, en la lucha contra la intervención de un bloque de estados imperialistas y en las terribles batallas de la guerra contra los invasores nazis.
Y ahora, los que proponen un “superestado mundial” nos piden que por propia voluntad renunciemos a esta independencia en favor de un “gobierno mundial”, expresión relumbrante que sólo encubre la realidad de una supremacía mundial de los monopolios capitalistas.
Ciertamente es ridículo pedirnos algo así. Después de la segunda guerra mundial muchos países han conseguido apartarse del sistema imperialista de opresión y esclavitud. Los pueblos de esos países trabajan para consolidar su independencia económica y política, para rechazar la intromisión extranjera en sus asuntos internos. Además, la rápida expansión del movimiento de independencia en las colonias y los protectorados ha despertado la conciencia nacional de cientos de millones de personas, que ya no quieren soportar su situación de esclavos.
Luego de haber perdido muchas regiones de provechosa explotación y ante el riesgo de perder otras, los monopolios de los países imperialistas acosan a las naciones que han escapado de su dominio y que luchan por su independencia, considerada por dichos monopolios como un desastre, para impedir la auténtica liberación de las colonias. Con este propósito los imperialistas recurren a los más diversos métodos de guerra militar, política, económica e ideológica.
Según este principio social los ideólogos del imperialismo pretenden desacreditar el concepto mismo de soberanía nacional. Uno de los métodos que emplean es apelar a complejos planes para la institución de un “Estado mundial” que, presuntamente, terminará con el imperialismo, las guerras, las fricciones internacionales para asegurar el triunfo de la ley y otras cosas por el estilo.
El deseo de rapiña de las fuerzas imperialistas que luchan por la supremacía mundial aparece disfrazado así con las vestiduras de una seudoprogresiva idea que atrae a ciertos intelectuales —científicos, escritores y otros— de los países capitalistas.
En una carta abierta dirigida, en septiembre último, a las delegaciones de las Naciones Unidas, el doctor Einstein ha sugerido un nuevo esquema para limitar la soberanía nacional. Su propuesta es la de reconstruir la Asamblea General y convertirla en un parlamento mundial permanente; además, le asigna más autoridad que la del Consejo de Seguridad porque según las declaraciones de este científico —que reproducen lo que todos los paniaguados de la diplomacia americana repiten a menudo— el Consejo está paralizado por el derecho de veto. Reconstruida de acuerdo con el plan del doctor Einstein, la Asamblea General será dueña de poderes finales de decisión y el principio de la unanimidad de las grandes potencias tendrá que ser abandonado.
Einstein propone que los delegados a las Naciones Unidas sean elegidos por votación popular y no designados por sus respectivos gobiernos, tal como se realiza en el presente. A simple vista esta propuesta parece ser progresista y hasta revolucionaria. Sin embargo, no mejoraría la situación existente.
Tratemos de imaginarnos, en la práctica, cuál sería el significado de tales elecciones para ese “parlamento mundial”.
Gran parte de la humanidad vive todavía en países coloniales y dependientes, dominados por los gobernadores, las tropas y los monopolios financieros e industriales de unas pocas potencias imperialistas.
En esos países una “elección popular” significaría en los hechos, el nombramiento de los delegados a través de la administración colonial o de las autoridades militares. No hay que cavilar mucho para encontrar ejemplos; bastará recordar la parodia de referendo en Grecia, que se efectuó por los dirigentes fascistas y realistas, con la protección de las bayonetas británicas.
Pero el plan no puede funcionar mejor en los países en los que existe, de manera formal, el sufragio universal. En los países democrático-burgueses, donde domina el capital, éste apela a mil trampas y artilugios para lograr que el sufragio libre se convierta en una farsa, Einstein sabe, sin duda, que en las últimas elecciones al Congreso de los Estados Unidos sólo un 39 por ciento del electorado se presentó a votar; tampoco ignora que millones de negros en los Estados del sur están privados de sus derechos políticos o se ven forzados —a veces con amenaza de linchamiento— a votar por sus más duros enemigos, tal como ocurrió en el caso del difunto senador Bilbo, un archirreaccionario negrófobo.
Por otra parte, los impuestos al voto, exámenes especiales y otros recursos se emplean para robar el voto a millones de inmigrantes, trabajadores temporales y campesinos pobres. No mencionaremos la extendida corruptela de la compra del voto, el papel de la prensa reaccionaria, un poderoso instrumento que sirve para influir sobre las masas y que se maneja por los propietarios millonarios de periódicos, y tantos otros factores.
Esto muestra que en las actuales condiciones de vida en el mundo capitalista poco se puede esperar de unas elecciones populares para un parlamento mundial, como lo sugiere Einstein. La composición de ese organismo no resultaría ser mejor que la de la Asamblea General en estos momentos. Sólo se conseguiría una imagen distorsionada de los verdaderos sentimientos de las masas, de su deseo y esperanza de una paz duradera.
Todos sabemos que en la Asamblea General y en las comisiones de las Naciones Unidas, la delegación americana tiene a su disposición una máquina de votar, merced al hecho de que la abrumadora mayoría de los miembros de las Naciones Unidas se encuentran en situación de dependencia ante los Estados Unidos y se ven constreñidos a adaptar su política exterior a las exigencias de Washington. Por ejemplo, una cantidad de países latinoamericanos están atados de pies y manos a los monopolios estadounidenses, que determinan los precios de sus productos.
Supuestas estas circunstancias no es sorprendente que presionada por la delegación americana haya surgido una mayoría mecánica en la Asamblea General, mayoría que obedece en las votaciones a sus virtuales amos.
En algunos casos la diplomacia americana prefiere introducir ciertas medidas utilizando la bandera de las Naciones Unidas y no a través del Departamento de Estado. Prueba de ello es la comisión balcánica o la destacada como observadora de las elecciones en Corea. A fin de convertir a las Naciones Unidas en una rama del Departamento de Estado, la delegación americana ejerce presión a través del proyecto de una “Pequeña Asamblea”, que en la práctica reemplazaría al Consejo de Seguridad, puesto que el principio de unanimidad de las grandes potencias resulta un fuerte obstáculo para la realización de los planes imperialistas.
La propuesta de Einstein conduciría al mismo resultado y, por tanto, en lugar de promover una paz duradera y una cooperación internacional sólo serviría como cortina para ocultar una ofensiva contra aquellas naciones sustentadoras de regímenes que impiden que el capital extranjero les arrebate sus habituales ganancias. También podría producirse la desenfrenada expansión del imperialismo americano y el desarme ideológico de las naciones que insisten en mantener su independencia.
Por una ironía del destino el doctor Einstein se ha convertido en un virtual defensor de los esquemas y ambiciones de los más acérrimos enemigos de la paz y la cooperación internacional. Y hasta ha llegado a declarar en su carta abierta que si la Unión Soviética se niega a participar en la novedosísima organización, los demás países tienen el derecho de seguir adelante sin esta nación, siempre que dejen la puerta abierta para una eventual participación soviética en ese organismo, ya en carácter de miembro activo o como “observadora”.
En síntesis, esta propuesta difiere muy poco de las declaraciones que apoyan los resueltos sostenedores del imperialismo americano, por muy alejado que en realidad se halle el doctor Einstein de todos ellos.
La sustancia de todas estas sugerencias es que si las Naciones Unidas no pueden ser convertidas en un arma de la política de los Estados Unidos, en una pantalla que oculte los planes y designios imperialistas, ese organismo deberá ser destruido para dar lugar a una nueva organización “internacional”, sin la presencia de la Unión Soviética y las nuevas democracias.
Pensamos que el doctor Einstein se ha aventurado por un camino falso y escabroso y corre tras el espejismo de un “Estado mundial” en una época en que existen sistemas sociales, políticos y económicos distintos. No hay causa, por supuesto, para que los Estados con estructuras sociales y económicas diferentes no cooperen económica y políticamente, siempre que esas diferencias se enfrenten con seriedad.
Pero Einstein se presenta como fiador de una concepción política que está en manos de los enemigos jurados de la cooperación internacional y de la paz duradera. Y ha invitado a los estados miembros de las Naciones Unidas a que sigan una senda que no llevará a una mayor seguridad internacional.
Esto sólo beneficiará a los monopolios capitalistas, para los cuales las complicaciones internacionales comportan la promesa de nuevos contratos de armamentos y más ganancias.
Creemos que Einstein merece una alta estima, como eminente científico y como hombre de espíritu público que lucha con sus mejores medios para promover la causa de la paz. Por esto consideramos que es nuestro deber hablar con absoluta franqueza y sin retórica diplomática.»