Un día de gran desánimo, Jacqueline de Decker hizo a pie el viaje a Madrás con el fin de buscar allí el consuelo espiritual de un sacerdote. Un misionero le habló de una religiosa europea cuya vocación era, como la suya, «vivir en las barracas en medio de los desheredados, cuidar a los enfermos y a los agonizantes, educar a los niños de la calle, ocuparse de los mendigos y dar cobijo a los abandonados». Dos días después, la joven enfermera belga desembarcaba de un vagón de tercera clase en la metrópoli de Bengala. Tras varios días de búsqueda, fue entre las hermanas de una misión médica americana establecida en Patna, en la provincia del Bihar, donde encontró al fin a la que buscaba. Antes de sumergirse en la miseria y los sufrimientos de las chabolas, la futura Madre Teresa había ido allí para aprender algunos rudimentos de socorrismo y de cuidados médicos.
Aquella mujercita de treinta y ocho años y sonrisa luminosa hacía ya diecinueve que vivía en la India. Nacida en Skopje, entonces en Albania, hija de un próspero empresario, Agnès Boljaxhiu había sido llamada, desde muy joven, a la vida religiosa. Tomando el nombre de Teresa en homenaje a la humilde «florecilla de Lisieux», a la que profesaba un fervoroso culto, entró en la orden irlandesa de Loreto. El 6 de enero de 1929 desembarcaba de un vapor en los muelles de Calcuta, entonces la mayor metrópoli del Imperio británico, después de Londres. Durante dieciséis años, bajo el velo negro de las religiosas de su congregación, enseñó geografía a las hijas de la buena sociedad bengalí en uno de los conventos más encopetados de la capital de Bengala. Hasta que el 10 de septiembre de 1946, cuando el tren que la llevaba a su retiro anual de Darjeeling, en las laderas del Himalaya, una nueva llamada de Dios cambió radicalmente el rumbo de su existencia. Una voz había resonado en su corazón. «Era una orden. Tenía que abandonar la comodidad de mi convento, renunciar a todo y seguirle a Él, a Cristo, por los tugurios para servirle a través de los más pobres de los pobres».
Su superiora, el arzobispo de Calcuta y toda la jerarquía intentaron hacerle renunciar a su proyecto, convencerla de que aquella nueva «llamada» sólo era, probablemente, una alucinación debida a las fatigas de un clima abrumador y a la tensión reinante en la ciudad arrasada por las revueltas entre las comunidades durante las luchas por el acceso del país a la independencia. Ella se mostró inflexible, escribió a Roma y obtuvo, después de una espera de casi dos años, el permiso del Santo Padre. El 8 de agosto de 1948 franqueó la puerta de su convento y trocó su hábito por el sari de algodón más barato encontrado en el bazar. En el dispensario de las hermanas enfermeras norteamericanas, su primer enfrentamiento con la enfermedad y el dolor no fue muy glorioso. Al ver la sangre, se desvaneció. Pero su indomable voluntad y su fe la avezarían poco a poco a las tareas más penosas. Por la noche, extenuada, renovaba sus fuerzas mediante la oración y la contemplación, arrodillada delante del crucifijo de la capilla de la misión.
Fue allí donde Jacqueline de Decker la conoció. Un encuentro que ni la una ni la otra olvidarían. ¡Tenían tantas cosas que decirse, tantas emociones que compartir! Los dos años de prueba que la joven belga había pasado, sola, aliviando los sufrimientos de los pobres campesinos de los alrededores de Madrás, ofrecían a Teresa el inestimable fruto de una experiencia vivida sobre el terreno. Teresa, por su parte, aportaba a Jacqueline un proyecto a largo plazo: la creación de una congregación religiosa únicamente consagrada al servicio de los más pobres de entre los pobres. Ella esperaba atraer a las almas generosas que deseasen compartir su ideal de pobreza. Algunas antiguas alumnas le habían dado a entender que se unirían a ella. Mientras tanto, había que redactar las reglas de esa nueva comunidad, someterlas a Roma y rezar para que una bula del papa la autorizase a fundar la orden de las Hermanas Misioneras de la Caridad que, además de los tres votos habituales de pobreza, castidad y obediencia, respetarían un cuarto voto: el de «ponerse enteramente y con todo su corazón al servicio gratuito de los pobres».
Entusiasmada por la perspectiva de vivir su propio ideal, ya no en solitario, sino en equipo, Jacqueline de Decker se adhirió de inmediato al proyecto de Teresa. Ella sería su primera compañera. Pero el destino lo decidió de otro modo. Cuando Jacqueline se preparaba para seguir a su nueva amiga hacia las chabolas de Calcuta, se encontró de pronto paralizada por unos insoportables dolores en la columna vertebral. Un golpe que había sufrido a los quince años al lanzarse a una piscina era, tal vez, el origen de su mal. A pesar de los cuidados intensivos, su estado se agravó de tal manera que comenzaron a temer por su vida. Y tuvieron que resignarse a repatriarla a Bélgica.
Jacqueline de Decker juró a Teresa que se reuniría con ella en cuanto se restableciese. En el barco que la conducía a Amberes le asaltó tal sentimiento de fracaso que incluso, en varias ocasiones, pensó en arrojarse por la borda. «Convertida en inútil, sólo tenía una idea: suprimirme. Dios me había llamado a la India y yo había traicionado Su llamada —escribirá más adelante—. No cesaba de rogarle, pero ya no sentía Su presencia. Si todavía tenía algún papel que interpretar sobre esta tierra, el Señor debía enviarme una señal».
Jacqueline acecharía aquel signo a lo largo de sus meses de sufrimiento en los hospitales de su ciudad natal, donde los cirujanos la intervinieron varias veces para evitar la parálisis total. Vivió un auténtico suplicio. Fueron unos meses de dolores intolerables, al cabo de los cuales se encontró aprisionada desde la nuca hasta las caderas en el suplicio de un corsé de yeso. Cuando comprendió que nunca podría volver a la India para trabajar allí con su amiga Teresa, le escribió una carta desgarradora, el adiós desesperado de una mujer que veía derrumbarse su sueño, el sentido de su vida.
Algún tiempo después recibió un aerograma de papel azul sellado en la oficina central de Correos de Calcuta. La Madre Teresa le exponía, en pocas líneas, un proyecto único en la historia de las relaciones entre los hombres: la creación de una fraternidad capaz de tejer, por encima de las tierras y de los océanos, los vínculos de una comunidad mística entre aquellos que sufren en su cuerpo y necesitan trabajar, y aquellos otros que trabajan y necesitan, para hacerlo, de la oración de los demás. «Voy a hacerte una proposición que te llenará de felicidad —escribía Teresa a su amiga belga en aquella noche de octubre de 1952—. ¿Quieres ser mi hermana gemela y convertirte por entero en una Misionera de la Caridad? Con el cuerpo en Bélgica, pero con el alma en la India. Uniéndote espiritualmente a nuestros esfuerzos, participarás con la ofrenda de tus sufrimientos y tu oración en nuestro trabajo de los
bidonvilles
. Nuestra tarea es gigantesca y yo necesito muchos obreros. Pero también necesito almas como la tuya, que sufran y rueguen por el éxito de nuestra empresa. ¿Quieres aceptar ofrecer tus sufrimientos a tus hermanas de aquí y darles cada día la fuerza que necesitan para realizar su obra de misericordia?»
¿No era ésa la señal esperada? Jacqueline de Decker añadió al fervor de su aceptación su voluntad de reclutar a otros inválidos capaces de compartir el mismo ideal. Un ideal que llevaría a cabo la hazaña de combinar dos grandes misterios de la fe cristiana: el del poder redentor del sufrimiento y el de la «comunión de los santos» que pretende reunir a todas las almas de buena voluntad. Así nació la Asociación de Enfermos y Dolientes, afiliada a las Misioneras de la Caridad, una cadena «cuyos eslabones de amor iban a rodear el mundo como un rosario». Sus primeros miembros fueron veintisiete grandes inválidos incurables, todos ellos deseosos de ofrecer la agonía de su cuerpo por el éxito del trabajo cotidiano de las veintisiete primeras hermanas jóvenes —veinticinco indias y dos europeas— que siguieron a la Madre Teresa a los barrios de chabolas de Calcuta. Treinta y cinco años después eran millares de enfermos, incurables e impedidos, los que se hallaban unidos por su oración y por la ofrenda de su sufrimiento a las hermanitas que trabajaban en los chamizos, las leproserías, los dispensarios, los orfelinatos y los «morideros» creados por la Madre Teresa en todo el mundo.
A pesar de su edad y de su doloroso collar de suplicio, Jacqueline de Decker dirige hoy esa comunión universal desde su modesto apartamento de los suburbios de Amberes, recogiendo cada mañana en su puerta los puñados de sobres constelados de sellos del mundo entero que acaba de depositar allí el cartero.
Aquella mañana de invierno de 1982, una carta matasellada en Jerusalén suscitó su emoción. Dada su incapacidad para escribir, el hermano Philippe Malouf se la había dictado a uno de sus amigos.
Querida Jacqueline, hermana mía:
Dicen que para que una rosa sea bella hay que sacrificar a veces algunas ramas del rosal
—comenzaba el joven monje libanés de la abadía de los Siete Dolores de Latroun, en Israel—.
Desde el accidente que me privó del uso de mis miembros, no he sentido brotar en mí la savia de esa rosa. Al contrario; me he visto arrastrado por los gritos de la cólera, por los sollozos de la rebeldía. Ni siquiera con el afecto de todos los que me rodean he conseguido superar mi desventura, encontrar en Dios las fuerzas para aceptar lo que humanamente he perdido
.Sin embargo, después de la visita a mi habitación del hospital de una joven israelí, también paralítica en su silla de ruedas, me he sumergido en la esperanza. Esa muchacha me invitó a brindar «por la vida». Alejó mi amargura, barrió mi rabia. Sentí que debía dejar de padecer, asumir al fin mi desgracia, realizarme en otro camino. Pero cuando regresé al monasterio, el mundo basculó de nuevo, los demonios de la rebeldía me volvieron a atormentar. Rebeldía contra Dios creador de la vida, rebeldía contra los sanos que me rodeaban. Mi invalidez me apartaba de todo lo que estuviera vivo. Me volvía egoísta, me centraba en mí mismo, abolía todo lo demás. Sin embargo, yo quería luchar contra aquel decaimiento
.¿Cuántas veces habré intentado hacer acopio de mi fe para pensar en Cristo crucificado? Entonces, una voz me decía: «No desperdicies tu sufrimiento. Ya no puedes moverte, ya no puedes participar en el trabajo de los demás, pero tienes a Dios y, con Él, puedes salvar el mundo…»
Philippe Malouf contaba después que un amigo, un arqueólogo norteamericano, le había llevado el número de
Life Magazine
dedicado a la Madre Teresa de Calcuta en el que se hablaba especialmente de los enfermos y de los impedidos que unían a sus Misioneras de la Caridad a miles de voluntarios de todo el mundo. Había escrito en seguida a la religiosa, que le había respondido con su letra redonda y bien dibujada. La monja esmaltaba sus palabras con consideraciones prácticas y con mensajes espirituales. «Usted puede hacer mucho más en su lecho de dolor que yo sobre mis piernas», afirmaba de entrada. Luego, con firmeza, recordaba al joven monje que el sufrimiento es una escuela de heroísmo y santidad. Le comprometía a superar su prueba, a ofrecerla con su oración a una de sus hermanas. «Ella le necesita a usted para tener la fuerza de realizar su tarea activa al servicio de los pobres de Dios». La Madre Teresa concluía sugiriendo a su corresponsal que escribiera a Amberes, a la persona encargada de «casar» a cada una de sus hermanas con su apoyo espiritual.
Jacqueline de Decker releyó varias veces la carta del monje inválido y la colocó sobre su pila de correo pendiente. Después sacó de su archivo una hoja de papel en la cual una responsable de la casa madre de las Misioneras de la Caridad en Calcuta había escrito los nombres de las últimas religiosas entradas en la congregación. En cabeza se hallaba el de una muchacha oriunda de Benarés que acababa de ser destinada a uno de los lugares más duros creados por la Madre Teresa: el «moridero» del Corazón Puro de Calcuta, última etapa en la tierra de los moribundos recogidos en las calles de la inhumana ciudad. En razón de su doloroso pasado, esta novicia tendría sin duda necesidad de un sólido apoyo espiritual. Jacqueline de Decker escribió el nombre del hermano Philippe Malouf al lado del de la ex «pequeña carroñera del Ganges». En lugar de sugerirle que cambiase su nombre por el de un santo de la cristiandad, la Madre Teresa le había aconsejado que conservase en religión el que sus padres le habían dado cuando nació. La hija del quemador de cadáveres de Benarés se llamaba ahora sor Ananda: sor Alegría.