A algunos pasos del templo dedicado a la diosa Kali, la divinidad de aspecto sanguinario patrona de la ciudad, en el centro de un barrio de hinduismo militante, la Casa del Corazón Puro era la primera fundación creada por la «santa de Calcuta». Aquella mañana de noviembre de 1982 la religiosa se preparaba a celebrar el trigésimo aniversario de la Casa. Durante tres días, en su pequeño Renault blanco conducido por el viejo chófer musulmán Aslan, que también era un superviviente del largo viaje al fondo del horror, la Madre Teresa había visitado a todos sus conocidos locales para invitarlos a unirse a la celebración. Una ronda interminable de coches Mercedes y Ambassador depositaban delante de la estrecha puerta del «moridero» cestos desbordantes de legumbres, de frutas, de pescado, de carne y de pasteles, así como de paquetes de ropa blanca y de vestidos. Algunas veces, los donantes, con sari de fiesta, acompañaban a las montañas de regalos. Otros donativos procedían de asociaciones, de clubes, de almacenes o de empresas industriales.
El interior del hospicio se había transformado en lugar de descanso de la kermés. Las guirnaldas de claveles de la India, los ramilletes de jazmín, los adornos del suelo con pétalos de rosa casi hacían olvidar, con sus aromas y sus alegres colores, el olor a desinfectante y el impresionante espectáculo de las hileras de cuerpos esqueléticos acurrucados en los camastros. En el vestíbulo que separaba la sala de los hombres de la de las mujeres, la Madre Teresa había hecho instalar un altar para celebrar la misa. La sabanilla que lo cubría era obra de los leprosos de uno de sus refugios. Una actividad de colmena animaba aquellos lugares habitualmente impregnados de una calma serena. Las cuatro novicias destinadas en el «moridero» se afanaban en el aseo matinal de los pensionistas. En algunos rostros, la piel translúcida de los pómulos estaba tensa y parecía a punto de romperse. Algunos yacían con una rigidez que prefiguraba la muerte, y sus ojos en blanco en el fondo de las órbitas parecían que miraban ya el otro mundo. Las bocas, muy abiertas, estaban inmovilizadas en un extraño rictus. Algunas manos se tendían al paso de las hermanas en busca de un contacto caritativo, pero también para ofrecer un saludo agradecido.
Estos desechos humanos habían sido recogidos en un andén de estación, en las escalinatas de un templo, al borde de una acera o en la misma calzada. Ningún hospital los habría aceptado. En su mayoría eran pobres campesinos a los que una catástrofe climática, frecuente en aquella región, había empujado un día hacia la ciudad-espejismo. El choque había sido terrible. El aire envenenado por la contaminación, la carencia de techo, un acampamiento arriesgado en algún extremo de la acera en medio de los parásitos y las ratas, la insalubridad del agua de las escasas fuentes, las bruscas variaciones de temperatura entre el día y la noche y la obligación de trabajar como animales de tiro y de arrastrar cargas inhumanas para ganar algo con que sobrevivir apenas un día más habían acabado con la resistencia de la mayor parte de aquellos desventurados. Un día se desplomaron para no levantarse más. Privados de toda defensa inmunitaria a causa de sus carencias alimentarias, no habían podido resistir los ataques de la tuberculosis, de la disentería, del tifus o del cólera. Como ya no era soportada por los músculos, su piel se agrietaba y acababa partiéndose en jirones e infectándose en múltiples llagas. Mientras las necesidades energéticas de su cerebro quedaban satisfechas, aquellos pingajos humanos conseguían hablar, gemir o suplicar. Pero pronto les invadía un estado de somnolencia entrecortado de convulsiones. Vencidos finalmente, aquellos muertos vivientes entraban en coma. De diez a quince mil indígenas de Calcuta —treinta o cuarenta veces más que el número de víctimas del sida registradas en Occidente aquel año de 1982— perecían así, anualmente, entre la indiferencia casi general.
Pero esas cifras traducían imperfectamente la realidad, porque la Madre Teresa arrancaba a miles de moribundos del olvido de las aceras. En aquella mañana de fiesta, una inscripción en el registro de admisiones de su «moridero» decía mucho más que cualquier discurso sobre la amplitud de su acción. Al amanecer, un camión del servicio municipal de limpieza había traído al indigente número 52.410 de los recogidos desde 1952.
El equipo asistencial del viejo caserón de los pináculos se había enriquecido aquel otoño con una nueva recluta. La ex «pequeña carroñera del Ganges», Ananda, acababa de comenzar su segundo año de noviciado. Con una buena voluntad y un valor que causaban la admiración de todas sus compañeras, Ananda había superado una por una sus desventajas. Ahora ya sabía hablar, leer y escribir en inglés lo suficiente para participar de lleno en la vida de la comunidad. Se había doblegado a la implacable disciplina de las Misioneras de la Caridad y a la austeridad de su vida. Había aprendido a levantarse a las cuatro y media de la mañana para descifrar su libro de oración y cantar, titubeante de sueño, los salmos de los profetas.
Pero era en el terreno espiritual donde la metamorfosis de la joven intocable había sido más notable. Con paciencia y ternura, sor Bandona, su bienhechora de Benarés, se había empeñado en hacerle descubrir los valores de la vida religiosa y en hacerle entrever la grandeza de un Dios de amor del que pronto iba a convertirse en «esposa». No había sido nada fácil convencer a una joven india para que negase la fatalidad de un
karma
maldito, ayudarla a despojarse del caparazón de desprecio y de suciedad del que se sentía irremediablemente prisionera, persuadirla de que el Dios del Evangelio la amaba tanto o incluso más que a Sus demás criaturas y de que no tenía que temerle, sino todo lo contrario: abandonarse a Su misericordia. Para perfeccionar esta educación, Bandona condujo una mañana a su protegida, a pie y a través de la ciudad, hasta la puerta del «moridero» del Corazón Puro.
Relato de sor Alegría, la ex pequeña leprosa de Benarés
«Cuando entré en la gran sala llena de moribundos me sentí presa de una súbita repulsión. Quise dar media vuelta y escapar. Pero Bandona me retuvo cogiéndome una mano. “No tengas miedo —me dijo—, todos esos hombres son nuestros hermanos. Tú eres su hermana. Tienes derecho a tocarlos, a servirlos, a aliviarles sus sufrimientos. Jesús ama a cada uno de ellos con el mismo amor con que te ama a ti”. Pero yo veía ya en los ojos de algunos de ellos que me habían reconocido. Eran brahmines y tenían que haber visto forzosamente que yo era una paria. Me rechazarían, me golpearían, me escupirían en la cara. Estaba segura de ello. Había allí unas hermanas y unos ayudantes voluntarios que limpiaban los excrementos de los camastros. Otras se dedicaban al aseo de un muerto en un rincón. Seguramente me habían llevado allí para hacer esos sucios trabajos. ¡Ah, qué choque! De repente, todo mi pasado de intocable se me volvió a pegar en la piel. Quise escaparme. Bandona trató de hacerme entrar en razón. Me mostró un pobre esqueleto doblado sobre sí mismo como un feto. Era un hindú. Apenas respiraba. Y ella me dijo: “Mira a este hombre. E imagínate que el que ves es Cristo”.
»Entonces llegó sor Paula, la responsable del “moridero”. Bandona le habló en bengalí y sor Paula me sonrió. Me tomó de la mano y me pidió que la acompañase a la sala de las mujeres. Emanaba de ella una fuerza tan apacible y tan tranquilizadora que sentí el deseo de acompañarla. Dije adiós a Bandona. Y desde entonces, el “moridero” del Corazón Puro se convirtió en mi nueva casa.
»Sor Paula trabajaba allí desde hacía catorce años. Era una robusta mujer oriunda del Sur, a la que le gustaba mucho reír y cantar. De vez en cuando se detenía entre dos yacentes, tomaba su rosario y rezaba diez avemarías. No había nadie como ella para hacer olvidar que la mayor parte de aquella gente estaba allí para morir. Parecía conocer a cada uno personalmente y no pasaba nunca cerca de alguno sin tocarle las manos o decirle unas palabras. Para hacer esto no tenía que realizar ningún esfuerzo, porque eran innumerables las manos que se levantaban espontáneamente hacia ella en cuanto aparecía. Los agonizantes la llamaban “Mâ” (Madre). Sor Paula pretendía que aquel contacto físico curaba más que todos los tratamientos médicos, y que aquella manera de dar amor a un desventurado que tal vez nunca lo había recibido era más eficaz que las inyecciones. Y tenía razón. Yo también pude comprobarlo muy a menudo. El simple contacto de una mano, el sonido de una voz solícita podían producir un efecto milagroso. Pero a veces fracasaba. Algunos agonizantes se encerraban en un silencio total y preferían seguir con los ojos cerrados, como si, al haber perdido el gusto de vivir, ya no quisieran ver nada de la vida. ¡Qué impresión tan terrible!
»La mayor parte de las veces no sabíamos nada de aquellas personas, de su pasado, de su dialecto, de su religión o de su edad. Alguien nos los había traído; eso era todo.
»Cierto día llegó una señora para confiarnos a uno de aquellos desventurados. Lo había encontrado al lado de la gran estación de Howrah. Estaba cubierto de aceite de máquina. Su piel hecha jirones dejaba ver grandes placas blancas. No debía de tener más de treinta años y sólo pronunciaba una palabra: “Pakistán”. Murió diez días después sin haber dicho nada más. Sor Paula sabía descubrir por instinto el origen de un moribundo desconocido. Cualquier detalle le bastaba: un rasgo del rostro, el aspecto general, la manera de comportarse. El ejercicio de las necesidades naturales era, por ejemplo, un indicio revelador. Permitía identificar a los que habían vivido en una choza o en una casa, a los que sor Paula llamaba los
house persons
. Los otros, los que sólo habían conocido las aceras, eran los
street persons
. Los primeros pedían siempre que los condujeran a los lavabos o reclamaban un cubo. Los otros se ensuciaban sin moderación.»Como conocía un poquito de muchas lenguas y dialectos, sor Paula lograba casi siempre despertar un recuerdo, obtener respuestas a sus preguntas. Aparte de los bengalíes, muchos de nuestros pensionistas procedían de otras regiones, a veces tan lejanas como Karnataka, Kerala o el Nepal. Identificar su religión era difícil. En ausencia de todo signo externo, como el de la barbita de los musulmanes, ¿cómo saber si un individuo traído en estado de coma era hindú, musulmán, budista o tal vez incluso cristiano? La cuestión, sin embargo, tenía su importancia en el momento del fallecimiento, puesto que los ritos funerarios y el destino de los cadáveres no eran los mismos. Para los hombres, todavía había un medio de distinguir a los musulmanes; en caso de duda, sor Paula examinaba al difunto para saber si se le había practicado la circuncisión.
»Muchas personas llegaban en tal estado de agotamiento que no podían absorber el más mínimo alimento. Entonces se hacía preciso colocarle en una vena un gota a gota de agua azucarada. Si no, corrían el riesgo de deshidratarse por completo y de morir en pocas horas. Sor Paula no perdía nunca la esperanza. “Babu, babu, padrecito, tienes que esforzarte en vivir —les decía dulcemente a los que habían abandonado la lucha—. Sólo Dios tiene el derecho de quitarte la vida, tú no. Y mientras Dios no decida abrirte la puerta de Su paraíso, debes quedarte entre nosotros”. A veces tenía que repetirlo en tres o cuatro ocasiones antes de provocar una reacción. Pero raras veces fracasaba. El primer signo que atestiguaba que sus palabras habían alcanzado su objetivo era un gesto natural de supervivencia: la boca se abría para aceptar un poco de alimento. Los ojos, en cambio, tardaban más en abrirse. Esa victoria era para nosotras un momento de fiesta. Íbamos en seguida a buscar ropas limpias para vestir de nuevo a aquel o a aquella que finalmente había preferido vivir. Lo aseábamos, le cortábamos las uñas, lo afeitábamos y le alisábamos los cabellos; en pocas palabras, le emperejilábamos de todas las maneras posibles.
»Estas “resurrecciones” eran la ocasión de mimos muy especiales. Una hermana o uno de los voluntarios que venían a ayudarnos se precipitaba hasta el bazar próximo para comprar unos
rasagula
, deliciosas golosinas de leche muy azucarada, o un tarro de
doi
, el yogur local. A veces, sor Paula enviaba también a buscar un paquete de
bidi
,
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y era ella misma quien encendía el cigarrillo y lo colocaba en los labios de su protegido. A mí me ha asombrado siempre el efecto benéfico de un cigarrillo. Es como si permitiese franquear el umbral del retorno a la vida de quien, unos instantes antes, deseaba morir.»Los huéspedes del “moridero” no estaban todos
in articulo mortis
. Muchos habían llegado por sí mismos, con la esperanza de encontrar un refugio en donde cobijarse durante algunos días, sobre todo en la época del monzón. No siempre era fácil descubrir a los que merecían realmente ser acogidos con prioridad. Había que estar muy atento y, en aquella ciudad de varios millones de habitantes donde existía tanta miseria, albergar a ciento setenta personas no representaba en realidad más que una gota de agua en el océano. Pero, como dice siempre la Madre Teresa: “Si esta gota de agua no existiese, el océano le echaría de menos”. Sor Paula encontró un sistema infalible para detectar a los que se colaban: examinaba sus cabellos. En la India, hombres y mujeres se friccionan el pelo con aceite de mostaza, y hay que estar en la más absoluta indigencia para no respetar ese rito. Todos los que presentaban huellas de aceite en su cabeza debían dejar su sitio a los más pobres que ellos.»Aunque el “moridero” del Corazón Puro no fuese realmente un dispensario, sino más bien un lugar de asilo, de reposo y de paz para esperar la muerte, teníamos la costumbre de distribuir remedios a los enfermos y a los que sufrían de dolores insoportables. Un armarito metálico contenía nuestra farmacia, y a los médicos extranjeros que venían a ayudarnos les sorprendía siempre la poca cantidad de medicamentos que teníamos. Me han dicho que en un país como Francia existen unas dieciocho mil especialidades farmacéuticas. Nosotras, en Calcuta, sólo utilizábamos unos diez medicamentos, así como algunos comprimidos de vitaminas, de hierro y de minerales para las anemias más graves.
»Teníamos un cuaderno para anotar las prescripciones que había que administrar a los enfermos con la indicación de su número de referencia. En el “moridero”, cada persona era conocida por el número de su camastro. Decíamos: “El 57 se ha arrancado su gota a gota”, o “El 24 ha fallecido”. Las tapas recuperadas de las latas de atún enviadas por una asociación de caridad italiana nos servían de recipientes para los comprimidos que distribuíamos. Su fabricante
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se habría asombrado, sin duda, de esta utilización. Era el médico voluntario indio destinado en el “moridero” el que escribía él mismo sus prescripciones en el cuaderno. En principio, venía dos veces por semana. Algunos médicos extranjeros, también voluntarios, pasaban por allí de vez en cuando. Sus visitas eran muy valiosas para nosotras, porque ninguna de las novicias destinadas allí tenía una formación médica. Ésta no formaba parte de la enseñanza prevista por la Madre Teresa para las hermanas, y yo sé que las gentes se lo reprochaban algunas veces. Afortunadamente, teníamos la suerte de ser instruidas por sor Paula, que lo había aprendido todo después de tantos años de contacto con millares de pobres. No había quien la igualase en colocar al primer golpe el catéter en la vena de un brazo delgado como una cerilla. Con gentes reducidas al estado de esqueleto, esto era una auténtica proeza. Aunque sor Paula se empeñó en enseñarme pacientemente los secretos de su técnica, nunca conseguí adquirir su habilidad manual. Yo prefería utilizar las venas de los pies: revientan con menos facilidad que las de los brazos. Pero parece que es peligroso para los enfermos, porque puede producir coágulos en la sangre y ocasionar embolias.»Las distribuciones de comida eran los únicos momentos en que el “moridero” se animaba realmente. En la mayor parte de las colchonetas se veía a los cuerpos postrados incorporarse cuando se acercaban las humeantes marmitas de arroz, que olían mucho a azafrán. Para los voluntarios extranjeros que estaban de paso, tales momentos eran siempre un motivo de asombro. Descubrían de nuevo la importancia de ese elemento vital del que no tenían conciencia, porque no era, para ellos, una angustia de cada día: el alimento.
»La paradoja quería que, al final de su pobre vida, fuesen numerosos los que ni siquiera manifestaban ya el deseo de alimentarse, como si su estómago se hubiese cerrado para siempre. Entonces había que tomar infinitas precauciones, porque los primeros bocados amenazaban con provocar náuseas, bruscas caídas de tensión, diarreas y vómitos. Sólo las pequeñas cantidades de un alimento fácil de digerir —un poco de arroz, una patata aplastada—, tomadas en varias veces durante el día, permitían hacer que el motor funcionase de nuevo. E incluso, a veces, esas precauciones eran insuficientes. Después de tantos años de privaciones, el choque era demasiado fuerte y algunos morían de repente con los primeros bocados.
»A pesar de esos accidentes, las comidas eran, tanto para nosotras las novicias como para los voluntarios, unas ocasiones magníficas de profundizar nuestras relaciones con aquellos y aquellas a quienes servíamos. La mayoría de los asilados ya no tenían fuerzas para alimentarse. Había que darles de comer, muy lentamente, con una cuchara. Miradas desbordantes de agradecimiento recompensaban nuestra paciencia. Siempre me hacían pensar que el acto que realizábamos era tal vez más importante que la alimentación misma.
»Curiosamente, pude comprobar que los hombres eran mucho más sensibles que las mujeres a nuestros gestos de ternura; apreciaban más el ser mimados, el verse rodeados de afecto. De ello resultaba que fuesen también más exigentes, más difíciles; reclamaban más atenciones, más cuidados. Las mujeres, en cambio, parecían menos afectadas por nuestra compasión. Eran también más duras, más resistentes al sufrimiento. Sor Paula explicaba ese fenómeno por el hecho de que, en nuestro país, las mujeres están acostumbradas, desde la infancia, a las tareas más penosas, y a que son educadas en la idea de una sumisión total a la voluntad y al capricho masculinos. Esta educación refuerza su carácter —decía sor Paula—, mientras que el exceso de facilidad ablanda el de los hombres.
»En el “moridero”, las jornadas eran largas, muchas veces agotadoras, pero casi siempre enriquecedoras. ¡Qué felicidad el ver, después de tantos cuidados, a un moribundo que al fin se levantaba, como resucitado, sonriente, y luego, un día, saludar inclinándose y caminar sin ayuda! Sobre todo cuando se trataba de un adolescente llegado unas semanas o unos meses antes en un estado de desnutrición que ya no permitía esperar nada. Sin embargo, sor Paula vigilaba para que esos milagros cotidianos no nos apartasen de nuestra tarea esencial, la que nos era asignada por la Madre Teresa: ayudar a nuestros protegidos a llegar en paz a la Casa del Padre.
»Los amigos extranjeros que pasaban por el “moridero” no salían de su sorpresa. En aquel lugar, la muerte era tan natural que parecía una continuación de la vida. No había ni llantos, ni gemidos, ni rebeldía; sólo la aceptación serena del paso al más allá. Lo que más les impresionaba era la ausencia de angustia aparente. Decían que, en sus países, la muerte no era sentida de esta manera, que nadie se atrevía nunca a mirarla de frente, que siempre era una ocasión de rebeldía, que tenía la horrible apariencia de un esqueleto portador de una guadaña, que sólo era una injusticia, un terrible castigo, una derrota definitiva.
»Sor Paula comentaba que en Occidente la muerte da miedo porque, allí, las gentes no saben adónde va a conducirles. Y añadía que, cuando se ha tenido la suerte de vivir una buena vida en la tierra y no se cree en el reino del Cielo, es normal que la muerte inspire temor. Por el contrario, entre nosotros, en la India, las gentes están convencidas de que serán más felices después de la muerte. Sobre todo los pobres, a los que Dios sólo podrá ofrecerles una vida mejor. De todas maneras, sea cual sea su religión, los indios tienen tanta fe que aceptan la voluntad divina.
»Las agonías no eran una prueba menor para los que trabajaban en el “moridero”, incluso para sor Paula. Ella sabía por instinto cuándo había llegado la hora de un agonizante. Entonces se le transportaba a una especie de alcoba situada entre la sala de los hombres y la de las mujeres, protegida del tránsito. Nosotras lo aseábamos y lo vestíamos con un
longhi
nuevo. Sor Paula enviaba a alguien al bazar en busca de una guirnalda de claveles que le colocábamos alrededor del cuello, como para una fiesta. Después, nos relevábamos en su cabecera para sujetarle la mano, enjugarle la frente, reconfortarlo y rezar. Sor Paula tenía una manera especial de hablar a los agonizantes. Se extasiaba hablándoles de la suerte que tenían “de volver a casa” y les describía la maravillosa vida que les esperaba en el Paraíso, comenzando por la cantidad de vituallas que iban a encontrar allí. Si los agonizantes conservaban el conocimiento, puedo testificar que ese discurso les ayudaba a partir en paz. Sus dedos apretaban nuestras manos con una fuerza extraordinaria y luego se relajaban bruscamente. Todo había terminado.