—Estás helada…
No esperó una respuesta por más tiempo. Me cogió de la mano y me arrastró con él hasta el molino, guiándome sin pedir mi opinión entre las abombadas paredes del pasillo que se retorcía en el interior de la casa. La gigantesca campana de la chimenea, más alta que yo, amparaba la mayor parte del espacio de la cocina, permitiendo que tres bancos de madera dibujaran una U alrededor del hogar. Me senté en la esquina más próxima al fuego y, muda todavía, ni siquiera agradecí la manta que mi tío me echó por encima después de tirar del cuello de mi abrigo para desprender mis brazos de las mangas. Luego cogió un tazón y lo rellenó con un líquido transparente, amarillo de azafrán, que reposaba en una cazuela suspendida sobre la lumbre, su asa enganchada en una delgada varilla de hierro.
—Bébetelo. Es caldo. Está bueno.
Era cierto, estaba bueno, tanto que mientras lo bebía a sorbitos, como los niños pequeños, intentando apurar su calor sin quemarme la lengua, apretando los dedos contra las paredes de loza como si intentara fundirlos en ellas, disolver allí algo más que el frío, recuperé el control de mi cuerpo, la conciencia que creía haber perdido.
—Está buenísimo —dije por fin—. ¿Quién lo ha hecho? ¿Tu madre?
Asintió con la cabeza y se acercó a mí. Acuclillado en el suelo, sus codos reposando suavemente sobre mis rodillas, me miró con una expresión extraña, y tuve la sensación de que estaba preocupado.
—¿Por qué has venido, Malena? Dímelo de una vez.
—He venido a ver a Fernando.
—Fernando no está aquí.
—Ya lo sé, pero yo creí que vendría… Por Navidad, la gente… Bueno, da igual, he venido a verle y no está, así que me vuelvo a Madrid y en paz.
—En paz… —repitió él muy despacio, como si le costara trabajo encontrarle un sentido a lo que decía. Luego se levantó y recorrió un par de veces la habitación, fingiendo que hacía algo mientras cambiaba de sitio unos pocos cacharros escogidos al azar—. ¿Cómo has venido?
—En autobús.
—¿Lo sabe tu madre?
—No, ni falta que hace. Mira, Porfirio, soy muy mayor, ¿sabes? Tengo dieciocho años, en Alemania ya sería mayor de edad…
Entonces noté que había empezado a llorar, sin sollozar, sin abrir la boca, sin sorberme los mocos, ningún sofoco, ningún ruido, mientras las lágrimas se desprendían de mis pestañas como si ellas mismas hubieran tomado la decisión de caer, como si no fuera yo quien llorara, llorando solamente mis ojos. Mi tío me miró y por un momento, mientras presentía que me había convertido en alguien completamente extraño para él, él también fue alguien completamente extraño para mí.
—¿Y qué piensas hacer? —me preguntó, imponiéndose por los dos a aquella espantosa sensación de desahucio.
—Volverme a Madrid, ya te lo he dicho.
—¿En autobús?
—Sí, supongo que sí.
—Entonces tendrás que dormir aquí.
—No.
—Sí. No hay autobuses de vuelta hasta mañana por la mañana.
—Pues me iré en tren.
—¿Cómo?
—Desde Plasencia, ya encontraré a alguien que me lleve a la estación.
—Espérame aquí un momento —se levantó y desapareció de mi vista, pero escuché su voz, que resonaba desde el pasillo—. No te muevas.
Conté hasta diez, y yo también salí de la casa. Había empezado a nevar sin insistencia, los copos blancos, raquíticos, parecían milanos enloquecidos por el viento. Me apoyé en el quicio de la puerta, procurando no estorbar los movimientos de quienes giraban alrededor de la artesa, derramando cubos de agua hirviendo en el interior de la cerda, a la que antes habían abierto en canal. El agua, que ellos mismos extendían frotando las vísceras y los huesos del animal con paños limpios, lavaba la sangre, desvelando una carne blanca, inocente, que ya era sólo asunto de los hombres.
Contemplé mi primera matanza de la mano de mi abuelo, cuando tenía solamente diez años, y aguanté aquella pagana ceremonia hasta el final. El me dijo que iba a ver algo que no me iba a gustar, y que lo sabía, pero que algún día, cuando fuera mayor, comprendería por qué había decidido llevarme consigo, y yo le creí. Aquella vez la víctima era un macho, y cuando empezó a chillar, mi abuelo me apretó fuerte una mano y se inclinó para hablarme al oído. Quiénes matan son hombres como nosotros, me dijo, pero el cerdo no es más que un animal, ¿lo entiendes?, y lo matamos porque nos lo vamos a comer, así de simple. Asentí con la cabeza aunque no entendía nada, los chillidos agujereando mis oídos, resecándome la boca, desgarrándome el cerebro. Abre un puerco y verás tu cuerpo, murmuró luego, y me obligó a acercarme a la artesa, y me señaló mi corazón en el corazón del cerdo, y allí mi hígado y mis riñones, mis pulmones y mis intestinos. No lo mires con asco, me advirtió, porque así eres tú por dentro. Recuerda siempre lo fácil que es matar, y lo fácil que es morir, y no vivas con miedo a la muerte, pero tenía siempre en cuenta. Así serás más feliz.
Aquella mañana helada, mientras me enseñaba en qué bando debía estar, mi abuelo me había sugerido lo complicado que me resultaría aprender a comportarme como una persona, pero yo no le entendí. Por eso busqué a Reina con la mirada, y me asusté al no encontrarla cerca. El me contó que había salido corriendo, los ojos bañados en lágrimas, apenas se enfrentó al primer acto de la masacre. Cuando volvimos a casa todavía tenía la angustia pintada en la cara, mamá la consolaba porque acababa de vomitar, y yo me avergoncé tanto de mi crueldad, del salvaje instinto que había sostenido mi ánimo ante aquella bárbara representación, que subí las escaleras a toda prisa para encerrarme en mi cuarto, a solas con mi arrepentimiento. El abuelo sólo intentaba darme pistas que me colocaran en el camino de la verdad, pero entonces no le entendí, y sin embargo, cuando Teófila se me acercó para ofrecerme un vaso de vino, al final de otra mañana de nieve y sacrificio, ya había descubierto por mi cuenta hasta qué punto es duro el destino del animal humano. Porfirio sonrió al verme beber junto a la puerta.
—Te llevo a Madrid —me dijo—. Pensaba irme esta tarde, pero me da igual salir ahora. Aquí ya no hago nada, este año todo ha salido muy bien.
En aquel instante creí que estaba salvada. Hubiera dado cualquier cosa por marcharme enseguida de aquel paisaje traidor, que había pagado mi fe con una moneda falsa, y sin embargo, cuando me monté en el coche y anticipé el inevitable escenario de los días que quedaban, los días que serían todos iguales, de casa a la facultad y de la facultad a casa, condenados para siempre al desamparo del tibio delirio que se me acababa de escurrir entre los dedos, la más vieja de las perversas sirenas cantó para mí.
—No me lleves a casa, Porfirio, por favor, no quiero ir a casa.
El me miró con extrañeza, pero no dijo nada, como si mi turno no se hubiera agotado todavía.
—No quiero volver a Madrid —insistí—. Si vuelvo, me tiraré en la cama y estaré llorando tres días, y no quiero. Prefiero irme antes a algún sitio, volver desde otra parte, cualquier sitio que no sea éste… Déjame en Plasencia, o en Avila, que te pilla de paso. Cogeré un tren.
Giró la llave de contacto y el motor arrancó, pero no llegamos a recorrer mucho más de cien metros. Cuando dejamos de ser visibles para quienes todavía cantaban y bebían en el patio del molino, se desvió ligeramente a la derecha y el coche se detuvo. Sin consultarme, sacó de la guantera una guía de carreteras y la estuvo mirando un buen rato. Luego se volvió hacía mí.
—Sevilla. ¿Te parece bien?
—Sevilla o el infierno, lo mismo me da.
—Entonces, mejor Sevilla.
La nieve nos escoltó durante un buen trecho, derramándose en campos que la desconocían, y casi pude verla planear sobre los muros blancos de la ciudad aterida, encogida de frío. Sevilla estaba helada y era absurda, como el acento del recepcionista del hotel, aquel canto antiguo y melodioso, tibio de un calor que me faltaba y brillante de un sol que estaba muerto. No debería haber aceptado Sevilla, me dije, apenas me quedé sola en mi habitación, nunca Sevilla.
—Deberíamos haber ido a Lisboa —le dije a mi tío cuando me reuní con él en el vestíbulo—. A esta ciudad no le sienta bien el frío.
El sacudió la cabeza y me cogió del brazo. Paseamos durante un par de horas por las calles desiertas, evacuadas por un viento que cortaba la piel para sorber despacio el tuétano de los huesos, sin hablar de nada importante. Porfirio comentaba con un detalle exhaustivo, moldura por moldura, los edificios que contemplábamos, usando a menudo términos técnicos, herméticos, cuyo significado ni siquiera me preocupé por averiguar, aunque agradecía el eco de cada sílaba. Durante el viaje no habríamos cruzado más de media docena de frases, pero la música conseguía disfrazar el silencio de un acogedor efecto de normalidad. Más tarde, cuando paramos para comer, intenté disuadirle de que me acompañara, o al menos convencerle de que me dejara sola en Sevilla, no tanto por no molestarle como porque su compañía me parecía un bien dudoso, pero él insistió en lo contrario varias veces, obligándome a aceptar poco antes de la llegada del segundo plato. A partir de entonces nos dedicamos exclusivamente a comentar las virtudes y defectos de la comida. Me temía que la cena no fuera muy distinta, y estuve casi segura de ello cuando Porfirio me precedió al interior de una taberna a una hora ridícula, porque aún faltaban cinco minutos para las nueve. Pero allí dentro hacía calor.
El camarero puso dos copas y una botella de manzanilla encima de la mesa antes aun de darnos la carta. El vino estaba fresco, y la primera dosis, lejos de ayudarme a entrar en calor, me provocó un ligero escalofrío, pero el comedor estaba abarrotado de gente que hablaba y se reía, apretujada en los estrechos bancos de madera. En una esquina, un hombre cantaba con los ojos cerrados, y la melodía era tan hermosa, y su voz rota la entonaba tan dulcemente, que los ocupantes de las mesas de alrededor empezaron a pedir silencio, y un camarero salió corriendo para apagar la música ambiental, una monótona sucesión de sevillanas comerciales. Aquel hombre cantó sólo dos canciones, con el único acompañamiento de unos nudillos prodigiosos, que arrancaban música auténtica de la madera al estrellarse contra el tablero de la mesa, y cuando terminó la última se cayó al suelo, más borracho de vino que de la emoción de un público que le aplaudía con frenesí. Entonces me di cuenta de que la botella que había sobre la mesa estaba vacía. El camarero que nos atendía, y que hasta entonces había permanecido inmóvil, escuchando, la espalda contra la pared y una expresión de fervor casi religioso iluminando su rostro, volvió de repente a la vida y reemplazó la botella vacía por otra llena, antes de llenar nuestra mesa de tapas, y mientras comíamos cayó esa botella, y luego otra, y otra más cuando apenas unos dorados granos de harina diseminados en la loza blanca revelaban que aquellos platos habían desbordado una vez de pescado frito. El primer tercio de la quinta botella resbaló por mi garganta como si fuera agua, pero no fui capaz de hacerla bajar de la mitad. Porfirio bebió en solitario mientras yo le miraba, riéndome a solas de nada en concreto, atontada y contenta como no me había sentido en mucho tiempo. El parecía más sobrio que yo, pero al ir a pagar se equivocó, y por un momento, ante la comprensiva sonrisa de su interlocutor, se quedó mirando el billete de mil pesetas que había dado de más como si no fuera capaz de distinguirlo del billete de cinco mil que reposaba en la mano del camarero. Luego me miró y se echó a reír, y no dejó de hacerlo hasta que salimos a la calle, le empujé contra una pared, y le besé.
La idea se me había ocurrido cenando, o más bien, bebiendo, cuando me di cuenta de que Porfirio y yo no habíamos dejado de hablar desde que vaciamos la primera botella. Entonces, casi jugando, empecé a coquetear abiertamente, y él me siguió, mirándome de un modo especial mientras me contaba un montón de historias de Almansilla con las que me retorcí de risa. A partir de aquel momento, todas las referencias a la familia se esfumaron de la conversación, y nos comportamos como si acabáramos de conocernos. El sólo tenía diez años más que yo, y el fantástico ser que integraba a medias con Miguel había sido el primer hombre que me había atraído en toda mi vida, pero sabía que no me dejaría llegar hasta el final, y esa certeza, mucho más molesta que confortable, impregnaba de inocencia todos mis gestos. Cuando nos levantamos de la mesa, ya era capaz de admitir sin rubor que me encantaría acostarme con él, y que estaba dispuesta a intentarlo. Sabía que me diría que no, que no me convenía, que estaba demasiado borracha para saber lo que hacía, que era la decepción de no haber visto a Fernando lo que me empujaba hacia él, que no me gustaría despertarme en su cama a la mañana siguiente, que había vivido mucho más que yo y lo sabía, que yo era su sobrina, que me había visto nacer, que jamás podría tratarme como a una mujer normal, sabía que me diría todo eso, y me preparé para rebatir todos sus argumentos, pero ni siquiera llegué a abrir la boca.
Porfirio se dejó estupendamente.
Tumbada de espaldas sobre la cama, recuperando poco a poco la conciencia pero seguramente inconsciente de la abierta sonrisa que dibujaban mis labios, atrapé la mano izquierda de mi tío, y sujetando su brazo en el aire, la miré durante largo tiempo. El dedo anular había sido cortado a la altura del nudillo, y el meñique sólo ligeramente más arriba. El índice y el corazón eran largos y delgados, perfectos. Los doblé sobre la palma para enfrentarme a solas con los pequeños muñones, y luego escondí éstos, para imaginar cómo habría sido esa mano antes del accidente. Porfirio me dejaba hacer, en silencio. Por fin, tomé su dedo anular entre los míos, apoyé su extremo, una callosa yema de perfil horizontal, sobre uno de mis pezones y, dirigiéndolo siempre como si fuera un objeto inerte, lo hundí un poco en mi carne.
—¿Qué sientes?
—Nada.
Rodeé con su dedo mis dos pechos y lo deslicé entre ellos, guiándolo después a lo largo de mi cuerpo hasta el ombligo, donde me detuve.
—¿Y ahora?
—Nada.
Aferré un poco más fuerte ese dedo maltrecho, aplicado y dócil como un voluntarioso alumno retrasado, y lo contemplé mientras se deslizaba despacio, siguiendo el rastro de la tenue línea castaña que desembocaba en una oscuridad rizada donde no le consentí la menor pausa. Cuando lo introduje por fin en mi sexo, bloqueando su muñeca con la que hasta entonces había sido mi mano libre, le miré a los ojos y volví a preguntar.