En las fotos estoy guapa, realmente guapa, lo cual no deja de parecerme asombroso cada vez que las miro, porque al margen de lo escasamente fotogénica que me he encontrado siempre, pocas veces me he sentido peor que aquella tarde. El rostro no debe de ser, al cabo, el espejo del alma, porque salí muy bien en todas las fotos y, sin embargo, sé qué idea insolente, única, obsesiva, zumbaba entre las sienes bordadas de flores falsas de esa mujer joven y risueña, a la que los fotógrafos de ocasión sólo quisieron acercarse por el lado bueno. Lo recuerdo perfectamente. Salí de la iglesia y la luz me deslumbró. Escuché algunos gritos aislados, histéricos, y una tormenta de gotas de arroz tiñó de blanco el cielo sobre mi cabeza. Entonces me lo dije, la has cagado, tía, ahora sí que la has cagado.
La noche anterior todavía fue para Fernando. Una semana antes, todavía, había mandado un anuncio en castellano a la redacción del
Hamburguer Rundschau
. Me caso, Fernando, y no quiero. Llámame. Tengo el mismo teléfono. Malena. Sabía que no iba a llamar, sabía que no iba a venir, sabía que nunca le volvería a ver, pero me dije que no pasaría nada por intentarlo. El riesgo no era mínimo, era nulo. Lo había intentado ya miles de veces, llevaba siete años intentándolo, y nunca había pasado nada.
Santiago, casi siempre a mi lado, está espléndido en todas las tomas, de frente, de un perfil, del otro, posando o pillado por sorpresa, pero no hay nada extraño en eso, porque mi marido era, entonces, un hombre impresionante, tan guapo o más guapo que mi padre, aunque el paso del tiempo le ha tratado con una crueldad aún más intensa que la misericordia de la que, entrado en los cincuenta, todavía goza este último. Lo que presenté como mi conquista definitiva cuando Macu se casó por fin, y no con mi primo Pedro, por cierto, sino con el hijo único de un ganadero de Salamanca, fue celebrado con grandes muestras de entusiasmo por el elemento femenino de la familia. Reina, que desde el principio me pareció especialmente impresionada, aprovechó la pequeña confusión que se produjo mientras los invitados buscaban afanosamente sus nombres en cada mesa, entre las tarjetas colocadas delante de las copas, para llevarme a un rincón y felicitarme con ironía por haber sido tan mala hermana.
—Si te hubieras portado como Dios manda, y me lo hubieras presentado cuando todavía estaba a tiempo, me lo hubiera llevado puesto, te lo juro, no habría tenido piedad.
Porfirio, las cejas demasiado espesas, la nariz demasiado larga, cabeza grande y boca de indio, cada día más parecido a su padre, no valoró mucho, en cambio, la rara perfección del rostro de mi novio. Después de la cena, mientras yo hacía cola delante de la barra para pedir una copa, se me acercó de improviso y me destrozó en voz baja.
—Dime una cosa, Malena. Ese tío que has traído… ¿te vas a casar con él de verdad, o es que, por alguna razón que se me escapa, te apetece merendártelo alguna tarde?
Le miré a los ojos y me sentí atrapada. Hacía mucho tiempo que evitaba a Porfirio, y a Miguel con él, apenas les veía, eran ya como un recuerdo fósil de mi infancia, un irritante recordatorio de tiempos mejores, y sin embargo, aquellas palabras me dolieron como si mi viejo amor por ambos no hubiera muerto aún.
—Eso no tiene ninguna gracia.
—Ya lo sé. Pero dentro de diez años tendrá todavía menos, por eso te lo digo.
—Bueno —dije, apretando los dientes—. Tampoco sería el primer caso, ¿no? Tú, por ejemplo, hombre admirable que se ha hecho a sí mismo, te has casado con una tía buena que, en toda su vida, no ha hecho más que dos docenas de malas fotos.
El buscó a Susana con los ojos, y yo seguí su mirada hasta encontrarla, arrepintiéndome de cada una de las palabras que acababa de pronunciar. La mujer de mi tío, que había terminado por colocarse detrás de la cámara tras intentar infructuosamente, durante años, posar con gracia ante el objetivo, no era una buena fotógrafa, ni una interlocutora ingeniosa, ni una conversadora brillante ni, en apariencia, un ser interesante por ningún concepto situado más allá del radiante esplendor de su cuerpo, pero era bienintencionada, dulce y amable. Miguel, antes de encariñarse con ella, solía decir que si no tenía ni una gota de mala leche, era porque el seso no le daba para tanto, pero a mí, excepto en aquel preciso instante, siempre me había caído bien.
—Es posible —me dijo lentamente mi tío, sus ojos abandonando casi con pereza las lujosas piernas que se prolongaban en dos tacones altos y finísimos, para clavarse en los míos—. Pero a mí, por lo menos, me encanta acostarme con ella.
Podría haber mentido, habría sido muy fácil decir, pues ya ves, te pasa lo mismo que a mí, pero en el último momento no me atreví porque no quería escucharme. Levanté una mano y la dejé caer inmediatamente, dibujando en el aire el torpe signo de una violencia frustrada, que contagió a mi acento.
—No te necesito, Porfirio, ¿sabes? Me las arreglo estupendamente sin tu opinión.
—Ya lo sé —aferró la misma mano que le había amenazado y la apretó con fuerza—. Pero yo te la doy, porque te quiero.
Me solté violentamente y elevé la voz sin darme cuenta, para llamar la atención de los invitados que nos rodeaban.
—¡Vete a la mierda, imbécil!
El, sin perder los nervios, me contestó en un susurro.
—No tan deprisa como tú, india.
No volví a verle hasta el día de mi propia boda, seis meses después, pero entonces todo había cambiado. Lo adiviné cuando me tropecé con su regalo, que era también el de Miguel, y el más espectacular de cuantos recibiríamos. Mis tíos, explotando todas las ventajas y descuentos a los que su trabajo les daba acceso, habían elegido, distribuido y pagado la cocina de mi casa, electrodomésticos incluidos. Me pareció mal, casi un abuso, aceptar un regalo semejante, e intenté convencer a Santiago de que deberíamos pagar los muebles como mínimo, pero él, con un sentido práctico que en aquella época yo todavía encontraba admirable, se negó en redondo, y mi madre, encantada con la generosidad de sus hermanos, que habían despachado a Macu con un simple sofá, compartió su opinión. Cuando les llamé para darles las gracias, hablé con Miguel, porque Porfirio estaba fuera de Madrid. Regresó para mi boda, y enmarcando mi cara con las manos, me habló en un tono muy distinto del que había empleado la última vez.
—Estás muy guapa, Malena, guapísima. Eso significa que seguramente era yo quien estaba equivocado. Perdóname.
Le sonreí, y paseé la vista por el salón en lugar de contestarle. Mi marido celebraba con grandes carcajadas los comentarios de mi hermana, que estaba a su lado. Reina, embutida en un vestido de encaje negro que dejaba sus hombros al aire, tenía un aspecto muy raro. Era bonito, sin embargo a mí me habría sentado mejor. A cambio, me dije, Santiago le sentaría mejor a mi hermana. No hubo transición entre ambos pensamientos.
Los chillidos de la cerda cabalgaban en el aire helado para arruinar con un matiz discordante, casi grotesco, el idílico paisaje que se ancló en mis ojos apenas dejé atrás la última casa del pueblo. La nieve rebosaba la ingenua frontera de las tapias de piedra, y se extendía a ambos lados de la carretera para tomar tardía venganza de los cerezos desnudos, cuyas ramas se doblaban por fin bajo el peso de la nieve auténtica, la triste y fría nieve de verdad. Ellos, sin embargo, no dudaban de la primavera.
No habría andado más de diez pasos cuando un coche se detuvo a mi lado. Eugenio, uno de los hijos de Antonio, el del bar, se ofreció a llevarme, y me costó trabajo convencerle de que prefería llegar hasta el molino caminando. Las orejas me ardían de frío y apenas sentía los dedos de los pies, pero mientras avanzaba, intentando desechar el presagio escondido en los chillidos de la cerda, a cada paso más estridentes, más agudos, más trágicos y absurdos a la vez, el tiempo todavía corría a mi favor. Pero el molino de Rosario llevaba dos siglos en el mismo sitio, estaba cerca. Cuando me desvié por el sendero de tierra que conducía al río, sentí la tentación de volver sobre mis pasos y regresar al pueblo para esperar allí, y llegué a pararme en medio del camino como si estuviera desorientada, perdida en aquellos campos que conocía palmo a palmo, loma tras loma, árbol por árbol, pero deseché pronto esa idea, porque sabía muy bien cuántas horas podía durar aquella fiesta.
Apresuré la marcha cuando distinguí la silueta del secadero, y pasé a su lado deprisa, casi corriendo, sin mirarlo. No había previsto que esa fecha escogida con tanto cuidado, repasando el calendario una y otra vez para calcular las ventajas y los inconvenientes de cada uno de los últimos días de diciembre, pudiera coincidir con la elegida por Teófila para matar al cerdo, ni siquiera lo sospeché cuando el coche de línea me desembarcó en la plaza, delante de la carnicería, cerrada a cal y canto por fiesta familiar, tal y como anunciaba sobre la puerta un rudimentario letrero escrito a mano. Entonces quise interpretar aquella ausencia como el mejor presagio. Nunca se me hubiera ocurrido que Teófila incluyera la matanza entre las fiestas familiares.
Fernando vivía aún en la retina de mis ojos, su rostro acudiendo a mi memoria sin esfuerzo, cuando terminé de tejer los dos jerséis de lana gorda, el pelo largo y suave, que la abuela Soledad empezó por mí. Reina, que, presa de un arrebato de solidaridad atrasada, había querido reunirse con nosotras en Madrid unos pocos días antes de que volvieran mis padres, creyó que aquellos jerséis eran para mí misma, y se puso furiosa al contemplar cómo los envolvía en papel de estraza, cómo precintaba los bordes con cuidado y aseguraba el paquete con una cuerda. ¿Dónde está tu dignidad?, me preguntó, y no quise contestar. Dentro, entre la lana roja y la lana azul marino, había metido una nota muy breve, Fernando, me estoy muriendo.
Nunca volví a ver ese paquete. En la oficina de Correos me garantizaron que el destinatario lo había recogido, y esperé una respuesta durante muchos meses, pero no recibí ninguna. Luego conocí la existencia de aquel periódico, un diario local que se vendía exclusivamente en aquella ciudad, donde lo leía todo el mundo. Mi informador, un alumno de germánicas con quien coincidía en el bar de la facultad de vez en cuando, tardó mucho más tiempo de lo prometido en conseguirme un ejemplar, pero me lo entregó al fin, y entonces empecé a poner anuncios.
Escribía siempre en castellano, mensajes muy breves, de dos o tres frases a lo sumo, y los firmaba sólo con mi nombre. Su contenido, sin dejar nunca de ser el mismo, varió ligeramente con el tiempo. Al principio, cuando aún disponía de la fuerza precisa para sentirme agraviada, redactaba reproches enérgicos, que algunas veces llegaban a asomarse a la frontera del insulto sin ocultar nunca mi mansa desesperación. Luego, mientras los meses pasaban en balde, el hueco fue creciendo, devorando los indolentes restos de la ofensa, lavando mi memoria, y entonces, mientras yo misma me asustaba de los secretos límites de mi degradación, la insospechada hondura de mis tragaderas, empecé a arrastrarme por correspondencia, a ofrecerlo todo a cambio de nada, a rebajarme hasta la infrahumana condición de una babosa diminuta, sin pies y sin cabeza, y aprendí a extraer un cierto placer, una satisfacción malsana de mi propia ruina, pero también llegó un momento en el que conseguí escribir «si sólo te sirvo para follar, llámame. Iré a follar contigo y no haré preguntas», con la misma grisácea apatía que meses antes me había obligado a abandonar los «tú sabes que lo que me dijiste no es verdad». Ya había atravesado ese y otros puntos de no retorno, cuando la Finca del Indio, que por primera vez había permanecido cerrada durante todo un verano, fue definitivamente adjudicada a los hijos de Teófila. Cuando recibí la noticia, elaboré un plan muy ingenuo, cuyas posibilidades de éxito residían en su propia simpleza, y después de permanecer en silencio durante tres semanas, publiqué un anuncio radicalmente distinto a los anteriores, una despedida definitiva, «me he enamorado, Fernando, y me he hecho mayor. No volveré a molestarte. Ahora sé que eres un cerdo».
La cerda chillaba, y sus chillidos ya eran pura rabia, sin forma, sin fuerza, porque acababa de darse cuenta de que la estaban matando y no podía hacer nada para salvarse. Cuando la proximidad de otras voces quebró al fin su monótono lamento, sólo entonces, me pregunté qué estaba haciendo yo allí. Repasé por última vez la magnífica cadena de deducciones a la que todavía habría querido poder aferrarme como a un dogma de fe —la Finca del Indio es para los hijos de Teófila; lógicamente su hijo mayor querrá tomar posesión de su parte de la herencia; lógicamente, su familia vendrá con él; lógicamente, no podrán viajar antes de Navidad porque sólo entonces tendrán vacaciones; lógicamente, Fernando, tanto si lee el
Hamburguer Rundschau
como si no, pensará que ha pasado casi un año y medio desde la última vez que nos vimos y sabrá que el verano pasado ni yo, ni mis padres, ni nadie de mi familia, fue a Almansilla en verano; lógicamente, deducirá de ello que no hay peligro; lógicamente, si me voy una buena mañana al pueblo sin avisar a nadie, le pillaré por sorpresa—, y no fui capaz de hallar en ella sentido alguno. Di un paso, luego otro, y otro más, y mi silueta se hizo visible para cuantos rodeaban la gran artesa de madera donde la cerda, su sangre desmintiendo todavía la nieve inmaculada, por fin había dejado de chillar.
No vi a Fernando, ni a su hermano, ni a su hermana, ni a su padre, ni a su madre. A cambio, todos me vieron, y me reconocieron enseguida. Rosario, el primo de Teófila, se me quedó mirando sin comprender, esgrimiendo blandamente en el aire un cuchillo ensangrentado, pero ella, que repartía entre los suyos platitos de barro repletos de patatas guisadas con torreznos, no tanto para agasajarles como para ayudarles a combatir el frío, entendió enseguida, y dejando la bandeja sobre el banco de piedra que corría a lo largo de la fachada, echó a andar muy despacio, haciendo ademán de llegar hasta mí. Porfirio se le adelantó, corriendo para alcanzarme, y su gesto despertó en mí una gratitud automática, infinita, desmedida, porque en aquel lugar, en aquel momento, no tenía a nadie más que a él, porque allí, entre tanta gente, solamente él era de los míos.
—¿Qué haces tú aquí, india?
Porfirio y Miguel habían empezado a llamarme así cuando yo todavía escuchaba esa palabra a todas horas de los labios de Fernando, y entonces no me había importado. Ahora me dolía pero no protesté, no dije nada, mientras me asombraba de la imprevista impasibilidad con la que soportaba aquella escena, como si la estuviera contemplando desde algún cerro vecino, como si nada de lo que allí ocurría tuviera que ver conmigo, sintiéndome por completo ajena al suelo que pisaba, y al aire que respiraba, y a esa mano caliente que me tocaba la cara, dejándome sentir, en la huella de las yemas ausentes, el rugoso contacto de dos dedos amputados.