Los señores de la instrumentalidad (94 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—Finca del Buen Joey —dijo Fisher.

—Nunca he estado allí —comentó Rod—, pero he oído hablar de ella.

—No es preciso que hayas estado —replicó el furioso Fisher—. Te conocí en casa de tu abuelo.

—Oh, sí, señor y propietario Fisher —admitió Rod sin recordar, preguntándose por qué ese hombre bajo y rubicundo estaba tan enfadado con él.

—¿No sabes quién soy? —preguntó Fisher—. Manejo los libros y los créditos para el gobierno.

—Gran trabajo —comentó Rod—. Sin duda es complicado. ¿Puedo comer algo?

—¿Te agradaría faisán francés con salsa china macerado en el vino de los ladrones de Viola Sidérea? —preguntó el Señor Dama Roja—. Sólo costaría seis mil toneladas de oro refinado, en órbita de la Tierra, si pidiera que te lo enviaran en una estafeta especial.

Por alguna razón, todos se echaron a reír. Los hombres dejaron las copas para no derramar el líquido. Hopper aprovechó la oportunidad para llenar de nuevo la suya. La tía Doris parecía divertida y secretamente orgullosa, como si hubiera puesto un huevo de diamante o realizado cualquier otro prodigio. Sólo Lavinia, aunque risueña, se las ingenió para dirigir una mirada de complicidad a Rod, dando a entender que no se burlaban de él. El Señor Dama Roja reía tan ruidosamente como los demás, y aun el bajo y airado John Fisher se permitió una vaga sonrisa mientras extendía la mano para que le sirvieran más bebida. Un animalito muy parecido a una persona pequeña levantó la botella y le llenó la copa; Rod sospechó que era un «mono» de la Vieja Vieja Tierra, por las historias que había oído.

Rod ni siquiera preguntó dónde estaba la gracia, aunque notó que era algo relacionado con él. Sonrió débilmente, cada vez más famélico.

—Mi robot te está preparando un plato terrícola. Tostadas francesas con jarabe de arce. Podrías vivir diez mil años en este planeta sin conseguirla nunca. Rod, ¿no sabes por qué nos reímos? ¿No sabes lo que has hecho?

—Creo que el onsec intentó matarme —contestó Rod.

Lavinia se llevó la mano a la boca, pero era demasiado tarde.

—De forma que era él —murmuró el doctor Wentworth con voz estentórea.

—Pero no creo que os rierais de mí por eso... —balbuceó Rod, y calló.

Se le había ocurrido un pensamiento terrible.

—¿Queréis decir que dio resultado? ¿Lo que hice con el ordenador de la familia?

Estallaron más carcajadas. Eran risas amables, pero era siempre la reacción de campesinos agobiados por el tedio, que saludan cualquier novedad con un ataque o con carcajadas.

—Lo conseguiste —explicó Hopper—. Has comprado mil millones de mundos.

—No exageremos —rezongó John Fisher—. Ha obtenido uno coma seis años de
stroon.
Con eso nadie compra mil millones de mundos. En primer lugar, no hay mil millones de mundos habitados, ni siquiera un millón. Por otra parte, no hay muchos mundos en venta. Dudo que pudiera comprar treinta o cuarenta.

El animalito, obedeciendo una seña del Señor Dama Roja, salió del cuarto y regresó con una bandeja. El aroma de la bandeja hizo que todos olisquearan. La comida era poco familiar, y combinaba la acritud con la dulzura. El mono colocó la bandeja en una ranura hábilmente camuflada en la cabecera del diván de Rod, se quitó un gorro imaginario, saludó y regresó a su cesto, detrás de la silla del Señor Dama Roja, quien movió la cabeza en un ademán invitador.

—Come, muchacho. Corre a cuenta de la casa.

Rod se incorporó. Aún tenía la camisa manchada de sangre. Advirtió que estaba rasgada.

—Raro espectáculo —dijo el enorme doctor Wentworth—. He aquí al hombre más rico de muchos mundos, y ni siquiera lleva puesto un mono decente.

—¿Qué tiene de raro? Siempre hemos fijado una tasa de importación de veinte millones por ciento sobre el precio orbital de los bienes —refunfuñó el airado John Fisher—. ¿Habéis advertido qué gentes entraron en la órbita de nuestro sol, esperando que cambiáramos de actitud para poder vendernos la mitad de las bazofias del universo? Este planeta estaría hundido en porquerías si redujéramos los aranceles. ¡Me sorprende, doctor, que olvides las reglas fundamentales de Vieja Australia del Norte!

—No se está quejando —dijo la tía Doris, más locuaz por la bebida—. Sólo está pensando. Todos pensamos.

—Claro que todos pensamos. O soñamos. Algunos se van a otros planetas para vivir como millonarios en otros mundos. Algunos nos las ingeniamos para regresar bajo severa vigilancia cuando advertimos cómo son los otros mundos. Sólo digo —insistió el doctor— que la situación de Rod resultaría muy graciosa para todos excepto para nosotros, los norstrilianos. Todos somos ricos gracias al
stroon
, pero nos hemos mantenido pobres para sobrevivir.

—¿Quién es pobre? —exclamó el peón Hopper, a quien por lo visto habían tocado el punto flaco—. Tengo tantos megacréditos como tú, doctor, si quieres apostar. O puedo desafiarte a arrojar el cuchillo, si prefieres. Soy tan bueno como cualquiera.

—A eso me refiero —explicó John Fisher—. Hopper puede discutir con cualquiera del planeta. Aún somos iguales, aún somos libres, no nos hemos convertido en víctimas de nuestra propia riqueza. Así es Norstrilia.

Rod apartó los ojos de la comida y dijo:

—Señor y propietario Fisher, hablas muy bien a pesar de que no eres un fenómeno como yo. ¿Cómo lo haces?

Fisher pareció enfurecerse de nuevo, aunque no estaba realmente enfadado.

—¿Piensas que las planillas financieras se pueden dictar telepáticamente? Me estoy quitando siglos de vida por dictar a través de aquel maldito micrófono. Ayer me pasé casi todo el día dictando el lío que hiciste con el dinero de la Commonwealth durante los próximos ocho años. ¿Y sabes qué haré en la próxima reunión del consejo de la Commonwealth?

—¿Qué harás? —preguntó Rod.

—Propondré que condenen a ese ordenador tuyo. Es demasiado bueno para estar en manos privadas.

—¡No puedes hacer eso! —exclamó la tía Doris, algo ablandada por los brebajes terrícolas—. Es propiedad de los MacArthur y los McBan.

—Puedes conservar el templo —resopló Fisher—, pero ninguna familia burlará de nuevo a todo el planeta. ¿Sabes que este muchacho tiene en este momento cuatro megacréditos en la Tierra?

—Yo tengo más que eso —hipó Bill.

—¿En la Tierra? —rugió Fisher—. ¿Dinero TAL?

Se hizo un repentino silencio.

—¿Dinero TAL? ¿Cuatro megacréditos? ¿Puede comprar la vieja Australia y embarcaría hacia aquí? —exclamó Bill, más sobrio.

—¿Qué es el dinero tal? —preguntó Lavinia.

—¿Lo sabes, señor y propietario McBan? —dijo Fisher con tono perentorio—. Será mejor que lo sepas, porque posees más de lo que ningún hombre ha tenido jamás.

—No quiero hablar de dinero —protestó Rod—. Quiero averiguar qué se propone el onsec.

—¡No te preocupes por él! —rió el Señor Dama Roja, poniéndose en pie y señalándose con el índice—. Como representante de la Tierra, le entablé seiscientos ochenta y cinco pleitos legales simultáneamente, en nombre de tus deudores terrícolas, quienes temen que sufras algún daño...

—¿De verdad? —dijo Rod—. ¿Ya lo han hecho?

—Claro que no. Sólo conocen tu nombre y saben que los has comprado. Pero se preocuparían si lo supieran, así que, como agente tuyo, le endilgué al hon. sec. Houghton Syme más pleitos legales de los que este planeta ha visto jamás.

El gigantesco médico rió.

—¡Muy astuto, Señor! Debo decir que conoces muy bien a los norstrilianos. Somos tan partidarios de la libertad que cuando acusamos a un hombre de homicidio tiene tiempo de cometer algunos más antes de que lo juzguen por el primero. ¡Pero los pleitos legales! ¡Ovejas calientes! Nunca se librará de ellos mientras viva.

—¿El sigue onsequiando? —quiso saber Rod.

—¿Qué significa eso? —preguntó Fisher.

—Pregunto si aún sigue en su puesto... de onsec.

—Oh, sí —contestó Fisher—, pero le hemos dado un permiso de doscientos años, y sólo le quedan ciento veinte años de vida, pobre diablo. Pasará casi todo ese tiempo defendiéndose en pleitos civiles.

Rod suspiró. Había terminado la comida. El cuarto pequeño y reluciente, con su artificiosa elegancia, el aire húmedo, el ruido de voces... todo parecía un sueño. Hombres adultos hablaban de él como si fuera el dueño de la Vieja Tierra. Se interesaban por sus asuntos no porque él fuera Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur McBan ciento cincuenta y uno, sino porque era Rod, un muchacho que había tropezado con el peligro y la fortuna. Miró alrededor. La charla había cesado. Le contemplaban, y descubrió en aquellos rostros algo que había visto antes. ¿Qué era? No era amor. Era una fascinada atención, combinada con una especie de grato e indulgente interés. Entonces comprendió qué significaban aquellas expresiones. Le brindaban la adoración que habitualmente reservaban para los jugadores de croquet o de tenis y para los grandes deportistas como el fabuloso Hopkins Harvey, que había ido a otro mundo y había triunfado en una lucha con un «hombre pesado» de Wereld Schmering. Ya no era sólo Rod. Les pertenecía a todos.

El chico de todos sonrió vagamente, al borde de las lágrimas.

Todos contuvieron el aliento cuando el gigantesco médico, el señor y propietario Wentworth, intercaló un crudo comentario:

—Ha llegado la hora de explicárselo, señor y propietario Fisher. No conservará por mucho tiempo su propiedad si no nos ponemos manos a la obra. Y tampoco su vida.

Lavinia se levantó de un brinco.

—No podéis matar a Rod... —exclamó.

—Siéntate —le ordenó el doctor Wentworth—. No vamos a matarlo. Y en cuanto a los demás, dejad de actuar como tontos. Somos amigos de este chico.

Rod siguió la mirada del médico y vio que Hopper había acercado la mano al gran cuchillo que llevaba en el cinturón. Estaba dispuesto a pelear con cualquiera que atacara a Rod.

—¡Sentaos todos, por favor! —dijo el Señor Dama Roja, hablando aprensivamente con su cantarín acento de la Tierra—. Yo soy el anfitrión. Sentaos. Nadie matará a Rod esta noche. Doctor, ven a mí mesa. Siéntate. Así dejarás de ser una amenaza para mi lecho y para tu cabeza. Tú, señora y propietaria —le dijo a la tía Doris—, ocupa aquella silla. Ahora todos podemos ver al doctor.

—¿No podemos esperar? —preguntó Rod—. Necesito dormir. ¿Me pediréis que tome decisiones ahora? No estoy en condiciones de pensar después de lo que he pasado. Toda la noche con el ordenador. La caminata. El pájaro del onsec...

—Si no decides esta noche, no te quedará ninguna opción —dijo el médico, con simpatía pero con firmeza—. Serás hombre muerto.

—¿Quién va a matarme? —preguntó Rod.

—Cualquiera que quiera dinero. O poder. O vida ilimitada. O que necesite estas cosas para obtener algo más. Venganza. Una mujer. Una obsesión. Una droga. Ya no eres sólo una persona, Rod. Eres la encarnación de Norstrilia. ¡Eres el Señor Dinero en persona! ¡No preguntes quién va a matarte! Pregunta quién no querría hacerlo. Nosotros no lo haríamos... creo. Pero no nos tientes.

—¿Cuánto dinero tengo? —preguntó Rod.

El airado John Fisher intervino:

—Tanto que los ordenadores están saturados, contándolo. Un ano y medio de
stroon.
Quizá trescientos años de los ingresos totales de la Vieja Tierra. Anoche enviaste más mensajes instantáneos de los que el gobierno de la Commonwealth ha enviado en los últimos doce años. Esos mensajes son caros. Un kilómetro en dinero TAL.

—Hace un rato pregunté que era el dinero tal —se quejó Lavinia—, pero nadie me lo ha explicado.

El Señor Dama Roja ocupó el centro del cuarto. Se plantó allí con una postura que ningún norstriliano había visto antes. Era la postura de un maestro de ceremonias que inaugura la velada en un gran club nocturno, pero los movimientos resultaban extraños, bellos y persuasivos para personas que nunca habían presenciado esos ademanes.

—Damas y caballeros —empezó el Señor Dama Roja, usando una frase que la mayoría de ellos sólo había oído en los libros—, serviré unas copas mientras los demás hablan. Preguntaré a cada uno por turno. Doctor, ¿tendrías la bondad de esperar mientras habla el secretario financiero?

—Creo que este muchacho querrá reflexionar sobre su elección —rezongó el médico—. ¿Quiere o no quiere que lo corte en dos aquí, esta noche? Entiendo que esta cuestión es prioritaria, ¿no crees?

—Damas y caballeros —dijo el Señor Dama Roja—, el señor y doctor Wentworth tiene mucha razón. Pero no tiene sentido preguntar a Rod si quiere que lo corten en dos a menos que sepa por qué. Señor secretario financiero, ¿puedes contarnos qué ocurrió anoche?

John Fisher se puso en pie. Era tan rechoncho que no se notaba la diferencia. Los observó a todos con sus ojos castaños, desconfiados e inteligentes.

—Hay tantas clases de dinero como mundos habitados. En Norstrilia no llevamos los símbolos encima, pero en algunas partes usan trozos de papel o metal para llevar la cuenta. Nosotros nos comunicamos con los ordenadores centrales para que lleven a cabo nuestras transacciones. ¿Qué ocurriría si yo quisiera un par de zapatos?

Nadie respondió. John Fisher no esperaba una respuesta.

—Iría a una tienda —continuó—, miraría en la pantalla los zapatos que los comerciantes extranjeros mantienen en órbita, escogería los zapatos. ¿Cuál es un buen precio por un par de zapatos en órbita?

Hopper se estaba cansando de esas preguntas retóricas, así que respondió en seguida.

—Seis chelines.

—En efecto. Seis minicréditos.

—Pero eso es dinero orbital. Olvidas la tasa arancelaria —objetó Hopper.

—Exacto. ¿Y cuál es la tasa? —preguntó bruscamente John Fisher.

—Doscientas mil veces el valor del artículo —replicó Hopper en el mismo tono—. Lo que siempre estipuláis los estúpidos del Consejo de la Commonwealth.

—Hopper, ¿tú puedes comprar zapatos? —dijo Fisher.

—¡Claro que puedo! —El peón de granja se enfureció, pero el Señor Dama Roja volvió a llenarle la copa. Hopper olfateó el aroma, se calmó y dijo—: Bien, ¿adonde quieres llegar?

—Quiero llegar a que el dinero orbital es dinero REAL. Es dinero asegurado y entregado. REAL significa Ratificado, Entregado, Asegurado y Liberado. Es cualquier dinero sólido que cuente con respaldo. El
stroon
es el mejor respaldo que existe, pero el oro está bien, así como los metales preciosos, las manufacturas finas y demás. Es casi todo el dinero que hay fuera de nuestro mundo, en manos del receptor. Ahora bien, ¿cuántas veces tendría que saltar una nave para llegar a la Vieja Tierra?

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