Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
La miró con la cara transida de horror. Carlotta trató de comprender, pero no pudo descifrar lo que le decía.
Otros hombrecillos extraños, vestidos como el Idiota, salieron ruidosamente del bosque. Corrían como alces o venados huyendo del fuego. Tenían la cara pálida por el esfuerzo. Miraban hacia delante sin ver, como ciegos. Esquivaban los árboles con desconcertante agilidad. Se lanzaron cuesta abajo, desparramando hojas a su paso. Corrieron atolondrados por el arroyo, chapoteando en el agua. Soltando un grito animal, el Idiota los siguió.
Carlotta vio cómo se internaba en el bosque, sacudiendo ridículamente el penacho mientras cabeceaba en el esfuerzo de la fuga.
Un silbido siniestro y pavoroso llegaba desde el lugar de donde habían salido los Idiotas. Era un silbido furtivo y grave, acompañado por el ronroneo de una máquina.
Parecía el ruido de todos los tanques del mundo comprimidos en el fantasma viviente de un único tanque, en el corazón de una máquina que sobrevivía a su propia destrucción y erraba como un espíritu por los escenarios de antiguas batallas.
El ruido se acercó aún más. Carlotta intentó levantarse, pero no pudo. Se dispuso a enfrentar el peligro. (Todas las muchachas prusianas destinadas a ser madres de oficiales habían aprendido a hacer frente al peligro y a no darle la espalda.) Carlotta oía ahora un agudo parloteo electrónico. Le recordaba el sonar que había oído una vez en el laboratorio de su padre en Nordnacht, en las oficinas del proyecto secreto del Reich.
La máquina salió del bosque.
Y, en efecto, parecía un fantasma.
Carlotta observó la máquina: tenía patas de saltamontes, el cuerpo de una tortuga de tres metros, y tres cabezas que se movían sin cesar bajo el claro de luna.
Un brazo oculto, más mortífero que una cobra, más veloz que un jaguar, más silencioso que un murciélago volando ante la faz de la luna, asomó de la parte superior del blindaje como para atacarla.
—¡No! —gritó Carlotta en alemán.
El brazo se detuvo bruscamente bajo el claro de luna, tan bruscamente que el metal vibró como la cuerda de un arco.
La máquina volvió todas sus cabezas hacia Carlotta. El artefacto parecía sorprendido. El silbido se redujo a un susurro. El parloteo electrónico aumentó hasta que por fin enmudeció. La máquina se arrodilló. Carlotta se le acercó reptando.
—¿Qué eres? —preguntó en alemán.
—Soy la muerte de todos los hombres que se oponen al Sexto Reich alemán —canturreó la máquina en un alemán aflautado—. Si la Reichsangehóriger desea identificarme, tengo el modelo y el número grabados en el blindaje.
La máquina se agachó más, y Carlotta pudo coger una cabeza con ambas manos y mirar el borde del casco superior a la luz de la luna. La cabeza y el pescuezo, aunque de metal, parecían más débiles y quebradizos de lo que la muchacha esperaba. Un aire de inmensa vejez rodeaba a la máquina.
—No veo —gimió Carlotta—. Necesito luz.
Una maquinaria inactiva durante largo tiempo crujió y rechinó. Otro brazo mecánico asomó, esparciendo escamas de polvo casi cristalizado. El extremo del brazo irradiaba una luz azul, penetrante y rara que alumbró el arroyo, el bosque, el pequeño valle, la máquina y a Carlotta misma. La luz no hería a los ojos sino que infundía una sensación de bienestar. Carlotta pudo leer. En el blindaje, encima de las tres cabezas, había una inscripción:
WAFFENAMT DES SECHSTEN DEUTSCHEN REICHES BURG EISENHOWER, A.D. 2495
Y debajo, en caracteres latinos mucho más grandes:
MENSCHENJÁGER MARK ELF
—¿Qué significa «Cazador de Hombres Modelo Once»?
—Soy yo —silbó la máquina—. ¿Conque eres alemana y no me conoces?
—¡Claro que soy alemana, imbécil! —exclamó la muchacha—. ¿O acaso parezco rusa?
—¿Qué significa rusa? —preguntó la máquina.
Carlotta se quedó bajo la luz azul, presa del asombro, el estupor y el miedo a lo desconocido, que se había materializado de pronto.
Cuando su padre, Heinz Horst Ritter vom Acht, profesor y doctor en física matemática que trabajaba en el proyecto Nordnacht, la había lanzado al espacio antes de recibir una espantosa muerte a manos de los soldados soviéticos, no le había hablado del Sexto Reich, ni de lo que podía encontrar, ni del futuro. Carlotta temió que el mundo hubiera muerto, que los extraños hombrecillos no estuvieran cerca de Praga. Quizás estuviera en el cielo o en el infierno, también muerta; o se encontrara en otro mundo, o en su propio mundo en el futuro; o tal vez hubiera sucedido algo inaccesible, algo que trascendía la comprensión humana.
Se desmayó otra vez.
El Menschenjáger no podía saber que Carlotta estaba inconsciente y canturreó en su alemán agudo:
—Ciudadana alemana, confía en mi protección. Me construyeron para identificar pensamientos alemanes y para matar a cualquier hombre que no tuviera auténticos pensamientos alemanes.
La máquina titubeó. Chasquidos eléctricos reverberaron entre los silenciosos robles mientras la máquina examinaba su propia mente. No era fácil escoger, entre palabras olvidadas durante tanto tiempo, las adecuadas para una situación tan vieja y tan nueva a la vez. La máquina seguía envuelta en su luz azul. Sólo se oía el suave canto del arroyo. Hasta los pájaros de los árboles y los insectos de las inmediaciones habían callado ante la presencia de la formidable máquina silbante.
Para los receptores de sonido del Menschenjáger, la huida de los Idiotas, que ahora estaban a tres kilómetros, era un débil tamborileo.
La máquina debía de elegir entre dos obligaciones: el ya acostumbrado deber de matar a todos los hombres que no fueran alemanes, y el viejo y olvidado deber de socorrer a todos los alemanes, fueran quienes fuesen. Tras otro borbotón
de chasquidos electrónicos, la máquina habló de nuevo. Bajo el canturreo alemán había una curiosa advertencia que evocaba el silbido de la máquina al moverse, el ruido de un inmenso esfuerzo mecánico y electrónico.
—Tú eres alemana —dijo la máquina—. Hace mucho tiempo que no hay alemanes en ninguna parte. He dado la vuelta al mundo dos mil trescientas veintiocho veces. He causado la muerte confirmada a diecisiete mil cuatrocientos sesenta y nueve enemigos del Sexto Reich alemán, y la muerte probable a otros cuarenta y dos mil siete. He acudido once veces al centro automático de reparación. Los enemigos que se autodenominan hombres verdaderos siempre me evitan. Hace más de tres mil años que no mato a ninguno. Los hombres comunes que algunos llaman los No Perdonados son mis víctimas más frecuentes, pero a menudo cazo Idiotas, y también los mato. Lucho por Alemania, pero no encuentro a Alemania en ninguna parte. No hay alemanes en Alemania. No hay alemanes en ninguna parte. Sólo puedo aceptar órdenes de un alemán. Pero no hay alemanes en ninguna parte, no hay alemanes en ninguna parte, no hay alemanes en ninguna parte...
Algo se atascó en el cerebro electrónico, pues la máquina repitió
«no hay alemanes en ninguna parte»
trescientas o cuatrocientas veces.
Carlotta recobró el conocimiento mientras la máquina parloteaba como en sueños, repitiendo con triste y lunática intensidad
«no hay alemanes en ninguna parte».
—Yo soy alemana —dijo Carlotta.
—... no hay alemanes en ninguna parte, no hay alemanes en ninguna parte, excepto tú, excepto tú, excepto tú. La voz mecánica se acalló con un chirrido. Carlotta trató de levantarse. Al fin la máquina pronunció otras palabras.
—¿Qué... debo hacer... ahora?
—Ayúdame —ordenó Carlotta.
La orden activó un mecanismo de realimentación en el viejo aparato cibernético.
—No puedo ayudarte, miembro del Sexto Reich alemán. Para eso se necesita una máquina de rescate. Yo no soy una máquina de rescate. Soy un cazador de hombres, diseñado para matar a todos los enemigos del Sexto Reich alemán.
—Entonces, tráeme una máquina de rescate —exigió con entereza Carlotta.
La luz azul se apagó, dejando a Carlotta a ciegas en la oscuridad. Le temblaron las piernas. Oyó la voz del Menschenjáger:
—Yo no soy una máquina de rescate. No hay máquinas de rescate. No hay máquinas de rescate en ninguna parte. No he encontrado a Alemania en ninguna parte. No hay alemanes en ninguna parte, no hay alemanes en ninguna parte, excepto tú. Necesitas una máquina de rescate. Ahora me voy. Debo matar hombres. Hombres que son enemigos de Sexto Reich alemán. No puedo hacer otra cosa. Lucharé eternamente. Buscaré un hombre y lo mataré. Luego buscaré otro hombre y lo mataré. Me voy a trabajar para el Sexto Reich alemán.
Se produjeron más silbidos y chasquidos.
La máquina cruzó el arroyo con increíble delicadeza, ágil como un gato. Carlotta aguzó el oído. Ni siquiera las hojas secas del último año se movían mientras el sorprendente Menschenjáger se deslizaba entre las sombras de los lozanos y frondosos árboles.
De pronto reinó el silencio.
Carlotta oyó el penoso chasquido de los ordenadores del Menschenjáger. El bosque cobró un aire misterioso cuando la luz azul se encendió de nuevo.
La máquina regresó. Habló desde la otra orilla del arroyo en su alemán entrecortado, aflautado y cantarín:
—Ahora que he hallado a un alemán, me presentaré a ti cada cien años. Eso me parece correcto. Creo que está bien. No sé. Me construyeron para presentarme ante los oficiales. Tú no eres oficial, pero eres alemana. Por lo tanto, me presentaré a ti cada cien años. Entretanto, cuídate del Efecto Kaskaskia.
Carlotta, otra vez sentada, masticaba las tabletas secas que le había dejado el Idiota. El sabor parecía una parodia del chocolate. Con la boca llena, la muchacha le gritó al Menschenjáger: —Was ist das?
Al parecer la máquina la comprendió, pues respondió:
—El Efecto Kaskaskia es un arma norteamericana. Todos los norteamericanos han desaparecido. No hay norteamericanos en ninguna parte, no hay norteamericanos en ninguna parte, no hay norteamericanos en ninguna parte...
—Deja de repetir siempre lo mismo —dijo Carlotta—, ¿Qué es ese efecto del que hablas?
—El Efecto Kaskaskia detiene a los Menschenjágers, detiene a los hombres verdaderos, detiene a las Bestias. Se siente, pero no se puede ver ni medir. Se desplaza como una nube. Sólo los hombres sencillos, de pensamiento puro y vida feliz, pueden vivir con ese efecto. También los pájaros y las bestias comunes. Los Efectos Kaskaskia se desplazan como nubes. Hay más de veintiún y menos de treinta y cuatro Efectos Kaskaskia desplazándose lentamente sobre el planeta Tierra. Yo he llevado a otros Menschenjágers para que fueran reparados y reconstruidos, pero el centro de reparación no les encuentra ningún fallo. El Efecto Kaskaskia nos estropea. Por lo tanto huimos, aunque los oficiales nos ordenaron que no huyéramos de nada. Pero si no huyéramos, dejaríamos de funcionar. Tú eres alemana. Creo que el Efecto Kaskaskia te mataría. Ahora iré tras un hombre. Cuando lo encuentre lo mataré.
La luz azul se apagó.
La máquina se internó silbando y chasqueando en el oscuro silencio de la noche del bosque.
Carlotta ya era adulta.
Había dejado la aullante turbulencia de la Alemania hitleriana cuando los puestos de avanzada de Bohemia comenzaban a caer bajo los enemigos. Había obedecido a su padre, el caballero Vom Acht, cuando la colocó junto a sus hermanas en proyectiles destinados a transportar personal y suministros a la Primera Base Lunar Nacionalsocialista Alemana.
El caballero Vom Acht y su hermano médico, el profesor y doctor Joachim vom Acht, habían sujetado firmemente a las muchachas dentro de los proyectiles.
El tío médico les había administrado inyecciones.
Primero había partido Karla, luego Juli, y por fin Carlotta.
La fortaleza de Pardubice y el monótono rugido de los camiones de la Wehrmacht, atacados por la Fuerza Aérea Roja y por los bombarderos norteamericanos, murieron en una sola noche, y a la noche siguiente brotó un misterioso «bosque en medio de la nada del espacio».
Carlotta estaba aturdida.
Encontró un lugar agradable a orillas del arroyo, donde se habían amontonado hojas viejas. Sin pensar en nuevos peligros, Carlotta se durmió.
Había descansado sólo unos minutos cuando los arbustos se apartaron de nuevo.
Ahora era un oso. El oso se quedó al filo de la oscuridad y observó el valle recorrido por el arroyo bajo la luz de la luna. No oía ruidos de Idiotas ni silbidos de manshonyaggers, como él y los de su raza llamaban a las máquinas cazadoras. Cuando consideró que ya no corría ningún peligro, metió una garra en la bolsa de cuero que llevaba al cuello, colgada de una correa. Sacó un par de gafas y se las caló despacio sobre los viejos y cansados ojos.
Se sentó al lado de la muchacha y esperó a que despertara.
La muchacha despertó al amanecer, alertada por la luz del sol y el trino de los pájaros.
(¿Habría sentido ella el sondeo de la mente de Laird? Los potentes sentidos de Laird indicaban al telépata que una mujer había salido deforma mágica y misteriosa del anticuado cohete, y que una persona distinta de las demás especies de humanidad despertaba ahora a orillas de un arroyo en un lugar otrora llamado Maryland.)
Carlotta despertó, pero estaba enferma.
Tenía fiebre.
Le dolía la espalda.
Tenía los párpados casi pegados con una especie de espuma. El mundo había tenido tiempo de desarrollar muchas sustancias alérgicas nuevas desde la última vez que Carlotta había pisado la superficie terrestre. Cuatro civilizaciones habían surgido y desaparecido. Esas civilizaciones y sus armamentos habían dejado residuos que ahora le inflamaban las membranas.
Carlotta sentía el estómago revuelto.
Le picaba la piel.
Tenía el brazo entumecido y cubierto por una sustancia negra y pegajosa. No sabía que era el ungüento que el Idiota le había puesto la noche anterior, y que le protegía una quemadura.
La ropa reseca se le deshacía en jirones.
Se encontraba tan mal que cuando vio al oso no tuvo fuerzas para correr.
Se limitó a cerrar los ojos de nuevo.
Acostada, con los ojos cerrados, se volvió a preguntar dónde estaba.
—Estás en el límite de la Zona de Despersonalización —contestó el oso en perfecto alemán—. Te ha rescatado un Idiota. No sé cómo has detenido a un Menschenjáger. Por primera vez en mi vida tengo acceso a una mente alemana y comprendo que manshonyagger es en realidad Menschenjáger, «cazador de hombres». Me presentaré. Soy el Oso de Mediana Estatura, y vivo en estos bosques.