Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
—Una gran historia —concluyó el viejo—. Ochenta y dos millones de personas en un solo día. Luego oí decir que el Waywonjong había declarado que no habría importado que murieran setenta millones. Doce millones de supervivientes habrían bastado para que el Goonhogo tuviera su cabeza de puente en el espacio. Los chinos se quedaron con Venus.
»Pero nunca olvidaré a los
nondies
las
needies
y los
showhices
que caían del cielo; hombres, mujeres y niños con sus pobres caras de chinos asustados. El extraño aire venusiano les daba un color verde en vez de bronceado. Caían por todas partes.
»¿Sabe usted una cosa, jovencito? —dijo Dobyns Bennett, que se acercaba al quinto siglo de edad.
—¿Qué? —preguntó el reportero.
—En ningún mundo volverán a ocurrir cosas así. Porque ahora, a fin de cuentas, no existe ningún Goonhogo. Hay una sola Instrumentalidad, y no le importa cuáles fueron los afanes del hombre en el pasado. Los días que yo viví fueron los más duros, la época en que los
hombres
trataban de hacer las cosas.
Dobyns pareció adormilarse, pero se despabiló de pronto y dijo:
—El cielo estaba lleno de gente. Caía como agua. Caía como lluvia. He visto esas horrendas hormigas africanas, y no hay nada más aterrador entre las estrellas. Le aseguro que son peores que cualquier cosa que haya en el universo. He visto los mundos locos cerca de Alfa Centauro, pero jamás he presenciado algo parecido a la vez que llovió gente en Venus. Más de ochenta y dos millones en un día, y mi pequeña Terza perdida entre ellos.
»Pero el arroz creció. Y los loadles murieron entre cercos de brazos humanos. Cercos de gente, con voluntarios que se apresuraban a reemplazar a los caídos.
»Todavía eran gente, aunque gritaran en la oscuridad. Trataban de ayudarse unos a otros mientras libraban una batalla que se tenía que ganar sin violencia. Aún eran gente. Y vencieron. Era uña locura imposible, pero vencieron. Simples seres humanos lograron algo que las máquinas y la ciencia habrían tardado un milenio en lograr...
»Lo más raro de todo fue la primera casa que vi construir a un nondie, bajo la lluvia de Venus. Estaba allí, con Vomact y la pálida y triste Terza. Era una vivienda improvisada, fabricada con retorcida madera venusiana. Allí estaba. Él la había construido, un nondie chino semidesnudo y sonriente. Fuimos a la puerta y le pregunté en inglés:
»—¿Qué construyes aquí, un refugio o un hospital?
»El chino sonrió.
»—No. Casa de juegos.
»—¿Juegos? —exclamó el incrédulo Vomact.
»—Claro —explicó el nondie—. El juego es lo primero que necesita un hombre en un lugar extraño. Le quita las preocupaciones del alma.
—¿Eso es todo? —dijo el reportero. Dobyns Bennett masculló que el aspecto personal no importaba.
—Quizá vengan los hijos de los hijos de los hijos de los hijos de mis hijos. Cuente usted las generaciones. Sus caras le explicarán por qué me casé con una Vomact. Terza vio lo que sucedió. Vio cómo la gente construía mundos. Éste era el modo más difícil de llevarlo a cabo. Nunca olvidó la noche en que los bebés chinos muertos yacían en el lodo penumbroso, ni las cuerdas de los paracaídas disolviéndose lentamente. Oyó el llanto de las
needies
mientras los
nondies
impotentes las consolaban y las llevaban a ninguna parte. Recordaba a los pulcros y crueles oficiales saliendo de los vehículos exploradores. Vio cómo crecía el arroz, y cómo el Goonhogo transformaba Venus en un lugar chino.
—¿Qué le ocurrió a usted, personalmente? —preguntó el reportero.
—Nada importante. Nosotros no teníamos nada más que hacer, así que cerramos la Zona Experimental A. Me casé con Terza.
»Tiempo después, cuando le dije que no era una muchacha tan mala, ella admitió que yo tenía razón. La noche en que llovió gente habría puesto a prueba el alma de cualquiera, y ella había pasado la prueba. Terza solía decirme: "Lo vi una vez. Vi llover gente, y no quiero ver sufrir a nadie nunca más. Quédate conmigo, Dobyns, quédate conmigo para siempre."
»No fue para siempre —añadió Dobyns Bennett—, pero disfrutamos de trescientos años dulces y felices. Ella murió después de nuestro cuarto aniversario de diamante. ¿No le parece maravilloso, joven?
El reportero asintió. Pero cuando llevó el artículo al jefe de redacción, le dijo que lo guardara en los archivos. No era una historia divertida. Ya nadie sabría apreciarla.
Los años pasaron; la Tierra siguió viviendo, aun cuando una humanidad maltrecha y agobiada se arrastraba entre las gloriosas ruinas de un pasado inmenso.
Las estrellas giraban en silencio en un cielo estival, aunque hacía tiempo que los hombres habían olvidado llamar a esas noches «noches de junio».
Laird trató de contemplar las estrellas con los ojos cerrados. Era un juego estimulante y aterrador para un telépata: en cualquier momento podía sentir que se abrían los cielos y que él se despeñaba en una pesadilla de caída perpetua, palpando con la mente la imagen de las estrellas más cercanas. Cada vez que tenía esa vertiginosa, sorprendente, horrenda y sofocante impresión de caída sin fin, Laird cerraba la mente hasta que sus poderes cicatrizaban.
Buscaba con la mente objetos que flotaban alrededor de la Tierra, calcinadas estaciones del espacio, vestigios de las antiguas guerras atómicas girando eternamente en órbitas múltiples.
Encontró una.
Dio con una tan antigua que carecía de controles criotrónicos de supervivencia. El diseño era increíblemente arcaico. Al parecer toberas químicas la habían elevado en otra época por la atmósfera.
Abrió los ojos y enseguida perdió contacto.
Cerrando los párpados buscó de nuevo hasta que encontró el antiguo artefacto. Los músculos de la mandíbula se le tensaron. Captó vida en la estación, una vida tan antigua y arcaica como el artefacto mismo.
Laird se comunicó con su amigo Tong Ordenador.
Vertió sus conocimientos en la mente de Tong. Muy interesado, Tong le mostró una órbita que cortaría la trayectoria ligeramente parabólica del antiguo aparato y lo devolvería a la atmósfera de la Tierra.
Laird realizó un esfuerzo supremo.
Pidiendo ayuda a sus amigos invisibles, buscó de nuevo entre las ruinas que corrían y titilaban arriba del cielo. Encontró la antigua máquina y logró empujarla.
Así, dieciséis mil años
[1]
después de abandonar el Reich de Hitler, Carlotta vom Acht emprendió el regreso a la Tierra de los hombres.
En todos esos años, Carlotta no había cambiado.
La Tierra sí.
El antiguo cohete cambió de rumbo. Cuatro horas después, rozó la estratosfera. Los viejos dispositivos, protegidos de todos los cambios gracias al frío y al tiempo se descongelaron y activaron.
El curso se estabilizó.
Quince horas después, el cohete buscaba un destino.
Los instrumentos electrónicos, que habían permanecido inactivos durante miles de años en el tiempo inmutable del espacio, buscaron el territorio alemán, observando el terreno mediante mecanismos realimentadores que seleccionaban las ondas nazis de comunicación electrónica.
No registraron ninguna.
¿Cómo iba a saberlo la máquina? El aparato había dejado la localidad de Pardubice el 2 de abril de 1945, cuando el Ejército Rojo barría los últimos refugios alemanes. ¿Cómo iba a saber la máquina que no había Hitler, que no había Reich, que no había Europa, que no había Estados Unidos, que no había naciones? La máquina estaba preparada para captar códigos alemanes. Sólo códigos alemanes.
Esto no afectó los mecanismos realimentadores.
Siguieron buscando códigos alemanes. No hallaron ninguno. El ordenador electrónico del cohete cayó en una especie de neurosis. Parloteó como un mono enojado, descansó, parloteó de nuevo, y al fin orientó el cohete hacia algo que parecía vagamente eléctrico. El cohete bajó y la muchacha despertó.
La joven sabía que estaba en la caja donde la había puesto su padre. Sabía que ella no era una cerda miedosa como los nazis que su padre despreciaba. Era una buena muchacha prusiana de noble familia militar. El padre le había ordenado que se quedara en la caja. Ella siempre había obedecido a papá. Ésa era la primera regla para una muchacha como ella, una aristócrata alemana de dieciséis años.
El ruido aumentó.
El parloteo electrónico estalló en furiosos chasquidos.
La muchacha percibió un hedor espantoso y nauseabundo. Algo se estaba quemando. Quizá fuera ella misma, pero no sentía dolor.
—
Vadi, Vadi
, ¿qué me pasa? —le gritó a su padre.
(Su padre había muerto más de dieciséis mil años atrás. Obviamente, no respondió.)
El cohete empezó a girar. El viejo arnés de cuero que sostenía a la muchacha se aflojó. Aunque aquella sección del cohete no era mayor que un ataúd, la muchacha sufrió crueles magulladuras.
Rompió a llorar.
Vomitó, aunque muy poco. Se deslizó en su propio vómito y se sintió sucia y avergonzada por algo que sólo era una reacción humana.
Los ruidos se fundieron en un clímax aullante y chillón. Lo último que captó la muchacha fue el momento en que se conectaron los desaceleradores de proa. El metal estaba tan fatigado que los tubos no sólo dispararon hacia delante, sino que estallaron en pedazos hacia los flancos.
Cuando el cohete se estrelló, la muchacha estaba inconsciente. Tal vez eso le salvó la vida, pues la menor tensión le habría desgarrado los músculos y quebrado los huesos.
Los adornos y penachos del vistoso uniforme refulgían bajo el claro de luna mientras la criatura se escabullía por el oscuro bosque. Hacía tiempo que el gobierno del mundo estaba en manos de los Idiotas, pues los hombres verdaderos no se interesaban en la política ni en la administración.
El peso de Carlotta, no su voluntad consciente, había abierto la cerradura de la puerta de emergencia.
Su cuerpo estaba a medias fuera del cohete.
Tenía una grave quemadura en el brazo izquierdo, en la piel que tocaba el casco recalentado de la nave.
El Idiota apartó los arbustos y se acercó.
—Soy el sumo administrador de la Zona Setenta y Tres —dijo, identificándose según las reglas.
La muchacha desvanecida no respondió. El Idiota se acercó al cohete, agazapándose para protegerse de los peligros de la noche, y escuchó el contador de radiación que llevaba inserto bajo la piel, detrás de la oreja izquierda. Levantó con destreza a la muchacha, se la echó al hombro, dio media vuelta y se internó a la carrera entre los arbustos. Giró en ángulo recto, anduvo unos metros, miró a su entorno vacilando y enseguida (aún vacilando, aún como un conejo) corrió hacia el arroyo.
Hurgó en el bolsillo y encontró un ungüento. Extendió una gruesa capa sobre la quemadura de la muchacha. El ungüento aliviaría el dolor, protegiendo la piel hasta que la quemadura se curara.
El Idiota salpicó la cara de la muchacha con agua fría. Carlotta despertó.
—
Wo bin ich
—preguntó en alemán.
En el otro lado del mundo, Laird, el telépata, había olvidado el cohete por el momento. Laird habría podido entender a Carlotta, pero él no estaba allí. Un bosque rodeaba a la muchacha, y el bosque bullía de vida, miedo, odio y despiadada destrucción.
El Idiota farfulló algo en su propio idioma.
Ella lo miró y pensó que era ruso.
—¿Eres ruso? —preguntó en alemán—. ¿Eres alemán? ¿Perteneces al ejército del general Vlasov? ¿A qué distancia estamos de Praga? Debes tratarme con cortesía. Soy una muchacha importante...
El Idiota la miró fijamente.
Sonrió con inocente y consumada lascivia. (Los hombres verdaderos no consideraban necesario inhibir los hábitos de procreación de los Idiotas entre las Bestias, los No Perdonados y los Menschenjágers. Para cualquier ser humano resultaba difícil permanecer con vida. Los hombres verdaderos querían que los Idiotas siguieran multiplicándose, para transmitir noticias, para conseguir algunas cosas imprescindibles, para distraer a los demás habitantes del mundo. Así, ellos, los hombres verdaderos, podían llevar la vida serena y contemplativa que exigían sus altivos aunque fatigados temperamentos.)
El Idiota era un típico representante de su especie. Para él el alimento significaba comer, el agua significaba beber, la mujer significaba lujuria.
No discriminaba.
A pesar de la fatiga, las magulladuras y la confusión, la muchacha reconoció la expresión del Idiota.
Dieciséis mil años atrás había temido que la violaran o la mataran los rusos. Este soldado era un hombrecillo singular, y llevaba casi tantas medallas como un general soviético. Bajo el claro de luna vio que el hombre estaba bien afeitado y tenía una cara agradable, pero parecía demasiado ingenuo y tonto para ser un oficial de tan alto rango.
Quizá todos los rusos sean así
, pensó.
El Idiota quiso abrazarla.
A pesar del agotamiento, Carlotta le propinó una solemne bofetada.
El Idiota se quedó confundido. Sabía que tenía derecho a capturar a cualquier mujer Idiota que encontrara. Pero también sabía que tocar a una mujer de los hombres verdaderos representaba algo peor que la muerte. ¿Qué era esa cosa, esa potestad, esa entidad que había descendido de las estrellas?
La compasión es tan antigua y emotiva como el deseo. Y cuando el deseo retrocedió fue reemplazado por la elemental compasión humana del Idiota, que buscó unas tabletas secas en el bolsillo del chaquetón.
Se las ofreció a la muchacha.
Carlotta comió mirándolo confiada como una niña.
De pronto se produjo un estruendo en el bosque.
Carlotta se preguntó qué ocurría.
Al principio el Idiota había puesto cara de preocupación. Más tarde había sonreído y hablado. Luego había demostrado lascivia. Al fin se había portado como un caballero. En ese momento estaba pálido y concentraba la mente, los huesos y la piel para escuchar. Atendía a algo que estaba más allá del estruendo, y que ella no conseguía oír. El Idiota se volvió hacia la muchacha.
—Tienes que correr. Tienes que correr. Levántate y corre. ¡Vamos, corre!
Carlotta no entendió los balbuceos del Idiota.
El Idiota se acuclilló de nuevo para escuchar.