Los señores de la instrumentalidad (4 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Rogov había conseguido un éxito parcial. El primer año de trabajo se había producido a sí mismo una gran jaqueca.

El tercer año había logrado matar ratones a diez kilómetros de distancia. El séptimo año había provocado alucinaciones colectivas y una oleada de suicidios en una aldea vecina. Esto fue lo que impresionó a Bulganin.

Rogov trabajaba ahora en la cuestión receptora. Nadie había explorado las muy estrechas y sutiles bandas de radiación que diferenciaban una mente humana de otra, pero Rogov intentaba sintonizar mentes a distancia.

Había intentado crear un casco telepático, pero no funcionó. Luego había pasado de la recepción de pensamientos puros a la recepción de impresiones visuales y auditivas. Había identificado gran cantidad de micro fenómenos en las terminaciones nerviosas cerebrales y había logrado interferir en algunos de ellos.

Afinando la sintonía, había conseguido captar la percepción visual de su segundo chofer y, con una aguja clavada bajo el párpado derecho, había logrado «ver» a través de los ojos del otro hombre mientras éste, ignorante de todo el experimento, lavaba la limusina Zis a mil seiscientos metros de distancia.

Cherpas había superado esta hazaña aquel mismo invierno: había logrado captar una familia que cenaba en una ciudad cercana. Había propuesto a B. Gauck que se insertara una aguja en el pómulo para que viera a través de los ojos de un desconocido a quien espiaban sin que lo supiera. Gauck se había negado a insertarse agujas, pero Gausgofer había colaborado en el trabajo.

La máquina de espionaje empezaba a cobrar forma.

Faltaban dos pasos. El primero consistía en sintonizar un blanco remoto, tal como la Casa Blanca en Washington o el cuartel general de la OTAN en las afueras de París. La máquina podría obtener datos de espionaje fisgoneando en la mente de personas alejadas en el espacio.

El segundo problema consistía en encontrar un método para interferir en esas mentes a distancia, aturdiéndolas para que los sujetos fueran víctimas del llanto, la confusión o la locura.

Rogov lo había intentado, pero nunca había llegado a más de treinta kilómetros de la aldea sin nombre de Ya.Ch.

Un mes de noviembre se dieron setenta casos de histeria en la ciudad de Kharkov, a varios centenares de kilómetros, y la mayoría terminaron en suicidios, pero Rogov no estaba seguro de que el fenómeno fuera obra de la máquina.

La camarada Gausgofer se atrevió a acariciarle la manga. Los pálidos labios sonrieron y los ojos acuosos revelaron felicidad cuando la camarada dijo con su voz aguda y cruel:

—Usted puede lograrlo, camarada. Usted puede lograrlo.

Cherpas la miró con desdén. Gauck no dijo nada.

La agente Gausgofer descubrió la mirada de Cherpas, y por un instante un rayo de odio palpable vibró entre ambas mujeres.

Los tres continuaron trabajando en la máquina.

Gauck, sentado en el taburete, miraba.

Los ayudantes del laboratorio nunca hablaban mucho, el silencio reinaba en el cuarto.

IV

El año de la muerte de Eristratov, la máquina logró un gran adelanto. Eristratov murió después de que las democracias soviéticas y populares intentaran dar fin a la guerra fría con los norteamericanos.

Era en mayo. Fuera del laboratorio, las ardillas correteaban por entre los árboles. Los restos de la lluvia de la noche anterior goteaban humedeciendo el suelo. Era agradable dejar varias ventanas abiertas para que el aroma del bosque entrara en el laboratorio.

El olor de los calentadores de aceite y el hedor rancio del aislamiento, el ozono y los artefactos electrónicos eran cosas a las que todos estaban acostumbrados.

Rogov había descubierto que su visión empezaba a deteriorarse porque había tenido que clavar la aguja receptora cerca del nervio óptico para obtener impresiones visuales. Tras meses de experimentación con animales y hombres, había decidido reproducir uno de los últimos experimentos, llevado a cabo con éxito con un prisionero de quince años. Le habían atravesado el cráneo con la aguja, arriba y por detrás del ojo. A Rogov le disgustaba usar prisioneros, porque Gauck, por razones de seguridad, insistía en destruirlos en un plazo no mayor a cinco días después del comienzo del experimento. Rogov había demostrado que la técnica de la aguja clavada en el cráneo era segura, pero estaba cansado de intentar que personas asustadas e ignorantes cargaran con el peso de la intensa concentración científica que exigía la máquina.

Rogov expuso la situación a su esposa y sus dos extraños colegas.

—¿Entiende usted de qué se trata? —le gritó a Gauck de mal talante—. Ha estado aquí durante años. ¿Sabe lo que nos proponemos? ¿No quiere participar en los experimentos? ¿Comprende cuántos años de cálculos matemáticos han sido necesarios para diseñar estos circuitos y calcular estos patrones de ondas? ¿Sirve usted para algo?

—Camarada profesor —respondió Gauck sin enfado—, yo obedezco órdenes. Usted también obedece órdenes. Nunca le he puesto obstáculos.

—Yo sé que usted nunca se ha puesto en mi camino —estalló Rogov—. Todos somos buenos servidores del Estado soviético. No es una cuestión de lealtad, sino de entusiasmo. ¿No le interesa entender nuestro proyecto científico? Les llevamos cien o mil años de ventaja a los capitalistas norteamericanos. ¿No le excita esto? ¿No es usted un ser humano? ¿Por qué no participa? ¿Me entenderá cuando se lo explique?

El silencioso Gauck miró a Rogov con ojos turbios. Su cenicienta cara no cambió de expresión. Gausgofer soltó un suspiro de alivio grotescamente femenino, pero tampoco dijo nada. Cherpas, mirando a su esposo y a sus dos colegas con su sonrisa seductora y sus ojos afables, dijo:

—Adelante, Nikolai. El camarada seguirá tu explicación si lo desea.

Gausgofer miró a Cherpas con envidia. Parecía dispuesta a callar, pero no pudo contenerse.

—Adelante, camarada profesor —le invitó.


Caros
—dijo Rogov—, haré lo que pueda. Ahora la máquina es capaz de captar mentes a gran distancia. —Movió los labios con ironía—. Incluso podemos espiar el cerebro del jefe de esos bribones y averiguar qué planea hoy Eisenhower contra el pueblo soviético. ¿No sería maravilloso que nuestra máquina pudiera aturdirlo y lo dejara atontado ante su escritorio?

—No lo intente si no se lo ordenan —advirtió Gauck. Rogov ignoró la interrupción y continuó:

—Primero recibo. No sé qué recibiré, a quién recibiré, ni dónde estará el emisor. Sólo sé que esta máquina llegará hasta todas las mentes de los hombres y bestias del mundo y me traerá los ojos y oídos de una sola mente. Con la nueva aguja inserta en el cerebro, me será posible establecer la posición exacta. El problema que tuvimos la semana pasada con ese muchacho fue que aunque sabíamos que veía algo del exterior, parecía recibir sonidos en una lengua extranjera, y no sabía suficiente inglés ni alemán para saber adonde lo había llevado la máquina.

Cherpas rió.

—No tengo miedo. En esa ocasión comprobé que era segura. Empieza tú, esposo mío. Si, por supuesto, nuestros camaradas no se oponen...

Gauck asintió.

Gausgofer se llevó la huesuda mano a la garganta y dijo:

—Adelante, camarada Rogov, adelante. Usted ha realizado todo el trabajo. Tiene que ser el primero.

Un técnico con bata blanca trajo la máquina. Estaba montada sobre tres ruedas con llantas de goma y se parecía a las pequeñas unidades de rayos X que utilizan los dentistas. En vez del cono de la cabeza de la máquina de rayos X, había una aguja larga e increíblemente fuerte. La habían fabricado los mejores profesionales de instrumental quirúrgico de Praga.

Otro técnico se acercó con un cuenco, un cepillo y una navaja. Bajo la mirada de los inexpresivos ojos de Gauck, rasuró cuatro centímetros cuadrados de la coronilla de Rogov.

Cherpas se hizo cargo. Puso la cabeza de su esposo en las abrazaderas y usó un micrómetro para lograr que la aguja atravesara la duramadre en el punto exacto.

Realizó esta tarea con dedos suaves, fuertes y diestros.

Cherpas era gentil pero firme. Era la esposa de Rogov, pero también era su colega científica y su camarada soviética.

Retrocedió para comprobar su trabajo. Dedicó a Rogov una sonrisa, una de aquellas alegres y secretas sonrisas que intercambiaban cuando estaban a solas.

—No querrás repetir este proceso cada día. Tendremos que encontrar un modo de llegar al cerebro sin la aguja. Algo indoloro.

—¿Qué importa el dolor? —dijo Rogov—. Ésta es la coronación de nuestro trabajo.
Baja la palanca.

Gausgofer parecía esperar que la invitaran a participar en el experimento, pero no se atrevió a interrumpir a Cherpas, quien, con ojos relucientes de atención, extendió la mano y bajó la palanca. La dura aguja quedó a una décima de milímetro del punto indicado.

—Sólo he sentido un ligero pinchazo —informó lentamente Rogov—. Ahora puedes conectar la máquina. Gausgofer no pudo contenerse.

—¿Puedo hacerlo yo? —le preguntó tímidamente a Cherpas.

La esposa asintió. Gauck miraba. Rogov esperaba. Gausgofer accionó el interruptor.

La máquina se puso en marcha.

Agitando la mano con impaciencia, Anastasia Cherpas indicó a los ayudantes que fueran al otro extremo del laboratorio. Dos o tres de ellos habían dejado de trabajar y miraban a Rogov como obtusas ovejas. Con embarazo, se apiñaron en un blanco rebaño en el otro extremo del laboratorio.

El húmedo viento de mayo soplaba sobre todos ellos. Los rodeaba el aroma del bosque.

Los tres miraron a Rogov.

Rogov cambió de color. Se le enrojeció la cara. La respiración era tan agitada que se oía a varios metros. Cherpas cayó de rodillas ante él, enarcando las cejas en una muda pregunta.

Rogov no se atrevió a asentir con la cabeza, pues tenía la aguja clavada en el cerebro.

—No... pares... ahora... —dijo con voz gangosa y labios enrojecidos.

Rogov no sabía qué estaba pasando. Había supuesto que vería una habitación estadounidense, o una habitación rusa, o una colonia tropical. Palmeras, bosques, oficinas. Armas, edificios, lavanderías, camas, hospitales, casas, iglesias. Vería a través de los ojos de un niño, una mujer, un hombre, un soldado, un filósofo, un esclavo, un obrero, un salvaje, un misionero, un comunista, un reaccionario, un gobernador, un policía. Oiría voces: en inglés, francés, ruso, suahili, indio, malayo, chino, ucranio, armenio, turco o griego. No lo sabía.

Algo extraño estaba sucediendo.

Tuvo la impresión de haber abandonado el mundo y el tiempo. Las horas y los siglos se encogieron cuando los medidores y la máquina buscaron la señal más potente emitida por la humanidad. Rogov no lo sabía, pero la máquina había conquistado el tiempo.

La máquina captó la danza, la bailarina y el festival de aquel año que no era, pero podía haber sido, el 13582 d. C.

Ante los ojos de Rogov, la dorada figura y la escalinata dorada temblaron y aletearon en un ritual mil veces más compulsivo que el hipnotismo. Los ritmos significaban todo y nada para él. Esto era Rusia, esto era el comunismo. Esto era su vida: su alma representada ante sus propios ojos.

Por un segundo, el último segundo de su vida normal, miró con los ojos del cuerpo y vio a la desagradable mujer que una vez había considerado bella. Vio a Anastasia Cherpas y no le interesó.

Su visión se concentró de nuevo en la figura que bailaba:

¡Esa mujer, esas posturas, esa danza!

Luego llegó el sonido, una música que habría hecho sollozar a Tchaicovsky, orquestas que habrían silenciado para siempre a Shostakovich o Khachaturian, hasta tal punto superaban la música del siglo XX.

La gente que no eran personas habían enseñado muchas artes a la humanidad entre las estrellas. La mente de Rogov era la mejor de su tiempo, pero éste estaba muy atrasado en comparación con la época de la gran danza. Con esa única visión, Rogov se volvió totalmente loco. Dejó de ver a Cherpas, Gausgofer y Gauck. Olvidó la aldea de Ya.Ch. Se olvidó de sí mismo. Era un pez nacido en agua estancada y arrojado a un río. Era un insecto emergiendo de la crisálida. Su mente del siglo XX no podía comprender las imágenes ni el impacto de la música y la danza.

Pero tenía clavada la aguja, y la aguja transmitió más de lo que su cerebro podía resistir. Las sinapsis cerebrales de Rogov oscilaban como interruptores. El futuro lo inundó.

Rogov se desmayó. Cherpas dio un brinco y levantó la aguja. Rogov cayó de la silla.

V

Gauck llamó a los médicos. Al caer la noche, Rogov descansaba cómodamente bajo el efecto de fuertes sedantes. Los dos médicos venían de la Jefatura Militar. Gauck había llamado directamente a Moscú para obtener la autorización.

Ambos médicos estaban fastidiados. El mayor no dejaba de refunfuñar.

—No debió hacerlo, camarada Cherpas. El camarada Rogov tampoco. No hay que clavar agujas en el cerebro. Es un problema médico. Ninguno de ustedes es doctor en medicina. Está bien que inventen artefactos para los prisioneros, pero no se puede someter al personal científico soviético a experiencias como ésta. Me echarán la culpa si no consigo que Rogov se recupere. Usted oyó lo que decía. Sólo mascullaba: «Esa dorada figura en la escalinata dorada, esa música, ese yo es un yo verdadero, esa figura dorada, esa figura dorada, quiero estar con esa dorada figura», y otras tonterías. Tal vez hayan arruinado para siempre un cerebro de primera...

Calló como si ya hubiera dicho demasiado. A fin de cuentas, se trataba de un problema de seguridad, y eso estaba en manos de Gauck y Gausgofer.

Gausgofer volvió los acuosos ojos hacia el médico y preguntó con voz baja, firme, ponzoñosa:

—¿Pudo ser culpa de
ella
camarada doctor? El médico miró a Cherpas y replicó:

—¿Cómo? Usted estaba presente, yo no. ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Por qué iba a hacerlo? Usted estaba presente.

Cherpas callaba. Apretaba los labios con aflicción. El cabello rubio relucía, pero en ese momento la melena era lo único que quedaba de su belleza. Sentía miedo y tristeza. No tenía tiempo para odiar a mujeres necias ni para preocuparse por la seguridad del Estado; estaba preocupada por su colega, su amante, su esposo, Rogov.

Sólo cabía esperar. Fueron a una habitación grande y trataron de comer.

Los criados habían servido inmensas bandejas de carne fría en tajadas, cuencos de caviar, además de pan en rodajas, mantequilla pura, café genuino, bebidas.

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