Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
—Lo averiguaremos —dijo Virginia—. ¿Cuándo recibió el mensaje?
—¿El mensaje de quién? —grité—. Por amor de Dios, ¿de qué estáis hablando?
—Del Abba-dingo —explicó Macht en voz baja, y añadió para Virginia—: La semana pasada.
Virginia palideció.
—De manera que funciona. ¡Funciona! Querido Pablo, a mí no me dijo nada. Pero a mi tía le dijo algo que jamás olvidaré.
Le aferré el brazo e intenté mirarla a los ojos, pero ella desvió la mirada.
—¿Qué le dijo? —pregunté.
—Pablo y Virginia.
—¿Y qué hay con eso?
Yo apenas la conocía. Ella apretaba los labios. No estaba furiosa. Era otra cosa, algo peor. Estaba tensa. Supongo que tampoco habíamos visto eso en miles
de
años.
—Pablo, trata de comprender. La máquina dio a la mujer nuestros nombres... pero se los dio hace doce años.
Macht se levantó tan bruscamente que tumbó la silla. El mozo corrió hacia nosotros.
—Entonces, está decidido —dijo Macht—. Iremos todos.
—¿Adonde? —pregunté.
—Al Abba-dingo.
—¿Pero por qué ahora? —insistí.
—¿Funcionará? —preguntó Virginia al mismo tiempo.
—Siempre funciona si uno se acerca por el lado norte.
—¿Cómo se llega allí? —preguntó Virginia.
—Hay un solo camino —respondió Macht con tristeza—. Alpha Ralpha Boulevard.
Virginia se levantó. Yo también.
Y al ponerme en pie, recordé. Alpha Ralpha Boulevard. Era una calle ruinosa que colgaba en el cielo, tenue como una nube de vapor. En un tiempo había sido una carretera por donde desfilaban los conquistadores y por donde circulaban los tributos. Pero estaba en ruinas, perdida entre las nubes, cerradas a la humanidad desde hacía cien siglos.
—La conozco —dije—. Está en ruinas.
Macht calló desdeñosamente.
—Vamos —murmuró la pálida Virginia.
—¿Pero por qué? —pregunté—. ¿Por qué?
—Tonto. Si no tenemos un Dios, al menos disponemos de una máquina. Es lo único que la Instrumentalidad no entiende en este mundo ni en otros. Quizá nos revele el futuro. Quizá sea una no-máquina. Es evidente que viene de otra época. ¿Por qué no usarla, querido? Si dice que somos nosotros, somos nosotros.
—¿Y si dice lo contrario?
—Pues no lo somos —replicó con huraña tristeza.
—¿Qué quieres decir?
—Si no somos nosotros, somos sólo juguetes, muñecos marionetas dirigidas por los señores. Tú no eres tú ni yo soy yo. Pero si el Abba-dingo, que conocía los nombres Pablo y Virginia doce años antes de que sucediera, si el Abba-dingo dice que somos nosotros, no me importa si es una máquina profética, un dios, un demonio o cualquier otra cosa. No me importa, pero tendremos la verdad.
¿Qué podía responder a eso? Macht salió primero, seguido por Virginia, y yo fui detrás de ambos. Salimos de la luz solar del Gato Grasiento; cuando nos íbamos, comenzaba a caer una tenue llovizna. El mozo, pareciendo por un momento la máquina que era, fijó los ojos en el vacío. Cruzamos el borde del subsuelo y bajamos a la pista rápida.
Salimos a una región de casas elegantes. Todas estaban en ruinas, La vegetación había invadido los edificios. Las flores salpicaban el parque, los umbrales, los cuartos sin techo. ¿Quién quería una casa sin techo cuando la población de la Tierra había disminuido tanto que en las ciudades sobraba lugar?
Cuando íbamos por el camino de grava, en una ocasión me pareció ver una familia de homúnculos que nos espiaba desde una casa. Quizá fuera mi imaginación.
Macht callaba.
Virginia y yo caminábamos junto a él cogidos de la mano. Yo podría haber disfrutado de esta extraña excursión, pero Virginia me estrujaba la mano y se mordía el labio, y supe lo decisivo que era esto: para ella equivalía a una peregrinación. (Una peregrinación era una antigua marcha hasta un lugar poderoso, muy bueno para el cuerpo y el alma.) No me molestaba acompañarlos. Más aún, no podía haber impedido que los acompañara, una vez que Macht decidió irse del café. Pero no tenía por qué tomarlo en serio. ¿O sí?
¿Qué quería Macht?
¿Quién era Macht? ¿Qué pensamientos había aprendido esa mente en dos cortas semanas? ¿Cómo nos había precedido en su llegada a un nuevo mundo de peligro y aventura? No confiaba en él. Por primera vez en mi vida, me sentía solo.
Hasta ahora me había bastado en la Instrumentalidad para que una imagen protectora armada hasta los dientes surgiera en mi mente. La telepatía me protegía contra todos los peligros, curaba todas las heridas, nos guiaba durante los ciento cuarenta y seis mil noventa días que se nos habían asignado. Ahora era diferente. Yo no conocía a este hombre, y dependía de él, no de los poderes que nos habían protegido y custodiado.
Abandonamos la carretera en ruinas para entrar en un inmenso bulevar. El pavimento era tan liso y compacto que nada crecía en él, salvo en los puntos donde el viento y el polvo habían acumulado tierra.
Macht se detuvo.
—Es aquí —indicó—. Alpha Ralpha Boulevard.
Callamos mientras mirábamos aquella carretera de imperios olvidados.
A nuestra izquierda el bulevar desaparecía en una suave curva. Conducía al norte de la ciudad, donde yo había crecido. Sabía que había otra ciudad más al norte, pero había olvidado cómo se llamaba. ¿Por qué iba a recordarlo? Sin duda sería igual a la mía.
Pero a la derecha...
A la derecha el bulevar se elevaba de pronto, como una rampa. Desaparecía entre las nubes. Al borde de las nubes había un indicio de desastre. No lo distinguía con precisión, pero el bulevar entero parecía cortado por fuerzas inimaginables. Más allá de las nubes se erguía el Abba-dingo, el lugar donde todas las preguntas hallaban respuesta.
O eso decían.
Virginia se acurrucó contra mí.
—Volvamos —propuse—. Somos gente de ciudad. No sabemos nada sobre ruinas.
—Pueden irse si lo desean —dijo Macht—. Yo sólo trataba de hacerles un favor.
Ambos miramos a Virginia.
Ella fijó en mí sus ojos castaños, en los que vi una súplica más antigua que la mujer y el hombre, más antigua que la especie humana. Supe lo que diría exactamente. Afirmaría que
tenía
que saber.
Macht aplastó unos guijarros blandos con el zapato. Al fin Virginia habló.
—Pablo, no busco el peligro por el peligro mismo. Pero antes hablaba en serio. ¿No existe la posibilidad de que nos estén obligando a amarnos? ¿Qué vida tendríamos si nuestra felicidad, si nuestra personalidad, dependiera de una máquina o de una voz mecánica que nos hablaba mientras dormíamos aprendiendo francés? Quizá sea divertido volver al viejo mundo. Supongo que lo es. Sé que me brindas una felicidad que jamás sospeché hasta hoy. Si de veras somos nosotros, tenemos algo maravilloso, y deberíamos saberlo. Pero si verdaderamente no es así...
Rompió a llorar. Quise decirle que en cualquier caso parecería lo mismo, pero la cara huraña y ominosa de Macht me miró por encima del hombro de Virginia mientras la abrazaba, No había nada que decir.
La estreché.
Debajo del pie de Macht brotó un hilillo de sangre. El polvo la absorbió.
—Macht —dije—, ¿se ha hecho daño?
Virginia también se volvió.
Macht enarcó las cejas y dijo despreocupadamente:
—No. ¿Por qué?
—La sangre. Abajo.
Miró hacia el suelo.
—Ah, eso. No es nada. Sólo los huevos de algún no-pájaro que ni siquiera vuela.
—
¡Basta! —grité telepáticamente, usando la Vieja Lengua Común. Ni siquiera traté de pensar en nuestro francés aprendido.
Él retrocedió un paso, asombrado.
De la nada me llegó un mensaje:
Gracias gracias buengrande regresa por favor gracias buengrande vete de aquí hombre malo hombre malo hombre malo.
Algún animal o pájaro me prevenía contra Macht.
Le agradecí la advertencia telepáticamente y volví a mirar a Macht.
Nos contemplarnos fijamente. ¿Esto era la
cultura?
¿Ahora éramos hombres?; La libertad siempre incluía la libertad para desconfiar, temer, odiar?
Macht no me gustaba en absoluto. Los nombres de delitos olvidados surgieron en mi mente:
asesinato, homicidio, secuestro, demencia, violación, asalto
,
No habíamos conocido estas cosas, pero las sentía.
Me habló con serenidad. Ambos habíamos cerrado la mente para impedir una lectura telepática, de modo que nuestros únicos medios de comunicación eran la empatía y el francés.
—Fue idea suya —dijo con descaro—, o al menos de la dama...
—La mentira ha venido al mundo —repliqué—. ¿De manera que nos dirigimos hacia las nubes sin razón alguna?
—Hay una razón —señaló Macht.
Aparté a Virginia suavemente y cerré la mente con tal fuerza que la antitelepatía me dominó como una jaqueca.
—Macht —advertí, y oí un gruñido animal en mi propia voz—, dígame por qué nos ha traído aquí o lo mataré.
No retrocedió. Me miró a la cara, dispuesto a pelear.
—¿Me matará? ¿Quiere decir que me quitará la vida?
Sus palabras carecían de convicción. Ninguno de los dos solía pelear, pero él se dispuso a defenderse y yo a atacar.
Debajo de mi escudo mental se deslizó un pensamiento animal:
Hombrebueno hombrebueno apriétale el cuello no-aire él-aaah no-aire él-aaah como un huevo roto.
Seguí el consejo sin averiguar de dónde venía. Fue sencillo. Me acerqué a Macht, le puse las manos en la garganta y apreté. Él trató de apartarme las manos, luego trató de darme patadas. Yo no le soltaba la garganta. Si yo hubiera sido un señor o un capitán de viaje, habría sabido luchar. Pero no sabía, y él tampoco. De pronto él dejó de forcejear y sentí un peso en las manos.
Sorprendido, lo solté.
Macht estaba inconsciente. ¿Eso era
muerto?
No podía ser, pues se incorporó. Virginia corrió hacia él. Macht se frotó la garganta y dijo con voz áspera:
—No debió usted hacer eso:
Sus palabras me dieron coraje.
—Dígame por qué nos hizo venir —repliqué—, o volveré a atacarle.
Macht sonrió débilmente. Apoyó la cabeza en el brazo de Virginia.
—Es por el miedo —dijo—. Miedo.
—¿Miedo? —Yo conocía la palabra
peur
, pero no el significado. ¿Era una especie de inquietud o alarma animal?
Estaba pensando con la mente abierta. Él respondió con la mente:
—Sí.
—Pero, ¿por qué le gusta? —pregunté.
—
Es delicioso
—pensó—.
Me da náuseas y escalofríos, me da vida. Es como un medicamento fuerte, casi tan bueno como el
stroon.
Fui antes allá. En lo alto, tuve mucho miedo. Fue maravilloso, fue malo y bueno, todo al mismo tiempo. Viví mil años en una hora. Quería más, pero pensé que resultaría más excitante si estaba acompañado.
—Lo mataré —dije en francés—. Es usted muy... muy... —Tuve que buscar la palabra—. Muy maligno.
—No —se opuso Virginia—. Déjale hablar.
Él pensó, sin molestarse en usar palabras:
—Esto es lo que los señores de la Instrumentalidad nos impedían tener. Miedo. Realidad. Nacíamos en un sopor y moríamos en un sueño. Hasta el subpueblo de los animales disfrutaba de más vida que nosotros. Las máquinas no tenían miedo. Y eso éramos, máquinas que se consideraban humanas. Y ahora somos libres.
Vio en mi mente el filo de una furia roja, y cambió de tema.
—No mentí. Esto es el camino del Abba-dingo. He estado allí. Funciona. De este lado, siempre funciona.
—Funciona —exclamó Virginia—. ¿Ves lo que dice? ¡Funciona! Él dice la verdad. ¡Oh, Pablo, sigamos adelante!
—De acuerdo. Iremos.
Le ayudé a levantarse. Parecía confuso, como un hombre que ha mostrado algo que lo avergüenza.
Avanzamos por la superficie del indestructible bulevar. Era cómodo para los pies.
En el fondo de mi mente el animal balbuceaba sus pensamientos:
Hombrebueno hombrebueno dale muerte lleva agua lleva agua.
No le presté atención. Seguí adelante. Virginia iba entre los dos. No le presté atención.
Ojalá lo hubiera hecho.
Caminamos mucho rato.
Era algo nuevo para nosotros. Resultaba estimulante saber que nadie nos protegía, que el aire era libre, que se movía sin ser impulsado por máquinas climáticas. Vimos muchos pájaros, y al proyectar mis pensamientos noté que sus mentes obtusas se sobresaltaban; eran pájaros naturales, y nunca habíamos visto nada parecido. Virginia me preguntó cómo se llamaban, y yo desgrané desenfadadamente todos los nombres de pájaros que habíamos aprendido en francés, sin saber si eran históricamente correctos.
Maximilien Macht también se animó. Cantó una discordante canción, la cual aseguraba que nosotros tomaríamos la carretera alta y él la carretera baja, pero que él llegaría a Escocia antes que nosotros. No tenía sentido, pero la melodía era agradable. Cada vez que se alejaba un poco de Virginia y de mí, yo componía variaciones sobre
Macouba
y susurraba las frases al delicado oído de Virginia:
No era la mujer que fui a buscar,
la conocí por pura casualidad.
No hablaba el francés de Francia.,
sino el susurro de la Martinica.
La aventura y la libertad nos hicieron felices hasta que tuvimos hambre. Allí comenzaron nuestros problemas.
Virginia se acercó a un poste, lo golpeó con el puño y dijo:
—Aliméntame.
El poste tendría que haberse abierto para servirnos un refrigerio, o bien tendría que habernos indicado dónde podíamos conseguir comida a poca distancia. No hizo nada. Debía de estar estropeado.
Así iniciamos el juego de golpear cada poste.
Alpha Ralpha Boulevard se elevaba a medio kilómetro sobre la campiña circundante. Pájaros silvestres revoloteaban alrededor. Había menos polvo en el pavimento, y menos malezas. La inmensa carretera, sin pilotes, se curvaba como una cinta flotando entre las nubes.
Nos cansamos de golpear postes. No teníamos comida ni agua.
Virginia se inquietó.
—Ahora no sirve de nada regresar. La comida está aún más lejos si damos media vuelta. Ojalá hubieras traído algo.
¿Cómo iba a pensar en llevar comida? ¿Quién lleva comida? ¿Por qué llevarla, cuando se encuentra por doquier? Mi amada no tenía razón, pero era mi amada y yo la amaba aún más por las dulces imperfecciones de su temperamento.