Se despidió de la gente del hotel, de Rosa la portuguesa, que lloraba como si se le fuera un hijo a la guerra, y del señor Fulvio, el jefe de personal, que como era italiano no era tonto y que le dio un abrazo que en la puta vida le daría un suizo cabeza cuadrada. Ya sabes dónde estamos, le dijo. Lloraría si no fuera que los ojos de cabra no tienen lágrimas. Se puso unas gafas de sol para conducir por las carreteras blancas y se lanzó a correr.
No pararía. Sabía que no iba a parar, sólo para tomar café y para mear. Pero se sorprendió a sí mismo sin tomar café ni mear hasta las puertas de Penaverde. Se dio cuenta de que llevaba un tiempo adormecido dando curvas cuando oyó que la radio hablaba de que era verano en Mar del Plata. Qué envidia, decía el locutor. ¡La vida es una milonga!, respondía de repente el entrevistado. Luego se oyó la sintonía: el programa se llamaba «Galicia en el mundo». Aparcó en el crucero de Vilar. Se sentía mareado como si llevara dos días seguidos fumando sin parar. El cielo aquí era mucho más bajo que en Suiza. Si uno no se ponía de rodillas, corría el riesgo de que las nubes se le llevaran la cabeza. Cerró los ojos. Todo, también la arboleda, tenía un brillo cansado, como un altar espeso de cirios que llevaran años alumbrando.
Se sentía incapaz de subir de nuevo al coche. Echó a andar por el viejo camino aldeano y dio tantos tumbos que pensó que iba a tener que aprender de nuevo a andar. Se hundió en el regato que venía del Castro y que formaba una charca en la Baixa, donde sombreaba el aliso, y le alivió aquel burbujeo vivo en la planta de los pies. Los zarzales se habían desbordado en aquel camino de carros difuntos y se le prendían en la ropa como brazos en desasosiego. Eso le dio ánimos. Empezó a pisar con seguridad y anduvo sobre los terrones con la cabeza alta hasta dar con la fachada de la casa de Penaverde. Se detuvo y movió la cabeza lentamente, con ojos afligidos. Así hace el sol cuando se pone. Todo estaba muerto. Sin perro que ladre ni humo que se alce. Fue entonces cuando meó en las manos y echó de menos un café, con unas lágrimas de aguardiente.
—Te pago para que me digas cuándo hago el tonto y no para que te pases el día dándome palmaditas —dijo el candidato.
—No sabía que les tuvieras miedo a los ojos de los peces —respondió el asesor.
—No me dan miedo. Simplemente, no los soporto.
—Volviste la cara. Nada más. No creo que esto nos quite votos.
—Pero la mujer se dio cuenta. Cuando le di la mano, me miró con recelo, como quien descubre un secreto indeseado.
—Son aprensiones de final de campaña. Estás cansado. Eso es todo.
—No sé cómo fui capaz de darle la mano. La limpió en el delantal. Pero aun así, tenía escamas.
—Era una pescadera, una pescantina bigotuda. Nada más.
—Se hizo como un silencio larguísimo. Como el de una fotografía.
—La gente estaba contigo. No creo que a nadie le guste ver cómo les arrancan los ojos a los peces.
—Parecían vivos. Me refiero a los ojos. Tan abiertos y con una expresión de perplejidad… Debe de ser una manera horrible de morir, la de los peces. A veces pienso cómo será más brutal morir: por falta de aire o porque hay aire de más.
—(…)
—¿De qué te ríes?
—Tú eres la respuesta a ese dilema. Ni poco ni mucho aire. Lo justo. Todo el mundo sintoniza con esa propuesta electoral. El aire justo para vivir.
—Conseguí sonreír cuando al fin le di la mano a la pescadera. Y eso que tenía bigote, y escamas en las manos.
—No abandones nunca la sonrisa. Especialmente cuando no tengas nada que decir.
—Me costó tanto. Sobre todo cuando aquel tipo, el porquero, me increpó. Traté de recordar lo que decimos en el programa sobre el precio del porcino. Pero era imposible razonar.
—Mejor así. En el programa decimos que ya nunca será rentable criar cerdos.
—Creo que si pudiera, me hubiera matado allí mismo. Gritaba cosas terribles, siempre referentes a los cerdos. Pero conseguí sonreír.
—Eres el que mejor lo hace. Nadie sonríe como tú.
—A veces me siento inseguro. No sé. ¿Crees que es acertado sonreír cuando te aborda un porquero furioso, fuera de sí?
—Peor sería decirle lo que escribió el equipo de programas. Esa gente del gabinete técnico llegó a la conclusión de que no podemos seguir subvencionando la crianza de cerdos. Según ellos, resultaría más rentable comprar todas las granjas y cerrarlas.
—Sí, creo que me hubiera matado si pudiera. Retorció la boina como si fuera el pescuezo de un ave. Pero yo sonreí. Como a la gitana que me quería decir la buenaventura. Le di mil pesetas, pero no le enseñé la mano. Tenía los ojos del color de la ceniza.
—Ese detalle quedó muy bien ante las cámaras.
—¿Crees que vamos a ganar? —preguntó el candidato.
—Seguro —dijo el asesor.
No iba de negro, sino con un vestido estampado azul y blanco, y llevaba sobre los hombros un chal de color de plata vieja, como la prolongación de los cabellos. Me hizo señal de que parara desde la sombra de la marquesina y, cuando me detuve, asomó con resolución por la ventana del auto unos ojos de lechuza con gafas de concha.
Va a Vigo, ¿verdad?
Lo preguntó como si realmente no hubiera otro sitio a donde se pudiera ir. Gracias, chico, me has dado la vida, dijo después de acomodarse en el asiento y ahuecarse el pelo con las manos. En la radio daban la señal horaria de las cinco de la tarde, y luego sonó la sintonía del informativo. Ajena al sonido intruso que se interponía entre los dos, explicó enseguida que había perdido el coche de línea y que tenía vez en el médico. A esta edad, no tenemos más que achaques, hijo, ser viejo es una desgracia. En Galicia, decía el locutor, hay aproximadamente un millón de vacas. Qué va, señora, le dije por cortesía, no diga eso. Tonterías, dijo ella, creen que somos tontos, ¡un millón de vacas!, se pasan el día diciendo tonterías. Apagué la radio y se volvió hacia mí con rostro satisfecho. Nada de lo que dicen es verdad, hijo, nada de lo que dicen es verdad.
Me preguntó que dónde vivía y le respondí que no lo sabía muy bien. Ando de aquí para allá. Ella sonrió. Los jóvenes sois un caso. Yo viví en Madrid. ¿Conoces Madrid? Hasta hace muy poco viví en Madrid. Tengo un hijo allí. Marchó a trabajar, y allí se casó. Un día apareció en casa, en Soutomaior, yo estaba pelando las patatas y me dijo, anda mamá, coge las cosas y vente conmigo. Y le digo yo, pero niño, qué hago con los animales, y con la casa, ¿quién va a cuidar de la casa? Y él me dijo, mira mamá, ya habrá quien cuide de los animales, se los dejamos a los vecinos, y la casa, la casa nadie se la va a llevar. Y así fue. Me fui para Madrid.
¿Y le gustó Madrid?
¿Qué?
¿Le gustó Madrid?
Mucho. Me gustó mucho.
La vieja revolvía en el bolso y sacó un espejito y una barra de labios.
Me gustó mucho, dijo después del arreglo. Pero no podía dormir. Mi hijo vivía en un piso, un pisito, pero estaba bien. En fin, podía pasar. La nuera es una joya. Yo siempre quise que se buscara una moza de la tierra, pero, en fin, se casó allí, y te digo que la chica es una maravilla, muy delgadita, eso sí, muy maja. No me dejaba tocar nada. Ni fregar los platos me dejaba.
Usted, mamá
—me llamaba mamá—,
a descansar, que ya ha tenido bastante trabajo.
¿Yo, hija mía? Como todo el mundo.
Que no, mamá, que siéntese.
Pero, ay chico, lo que no podía era dormir. Las paredes son de papel. En el piso de arriba tenían un crío, una criaturita que, claro, se ponía a llorar. Justo encima tenía la cuna. ¿Quieres creer que los desgraciados de los padres no se levantaban para darle un poco de cariño? Noche tras noche, y el crío llorando como una víctima hasta que se callaba de cansancio, pobrecillo. A mí se me comían los diablos. Un día encontré en el portal a la madre y se lo dije, por éstas que se lo dije. Le dije que si no tenían alma, dejar llorar así a una criatura. ¿A que no sabes lo que me contestó la descarada?
Usted métase en lo suyo.
Eso fue lo que me dijo, mal rayo la confunda. Pero lo peor no fue eso.
La miré de reojo. Tenía los labios apretados y se frotaba las manos.
Lo peor fue que eso mismo me dijo mi nuera.
No son cosas suyas, mamá, cada uno vive su vida.
Aquella noche el niño volvió a llorar. A mí se me comían los diablos. Así que me fui. ¿Qué te parece? Me fui al día siguiente.
Bajando por Meixueiro, se recortaba en el fondo la silueta caótica de Vigo, como una descuidada medianera en el paraíso de la ría.
¿Va a la Residencia?
No, no. Déjame a la entrada, que ya me arreglaré.
Si quiere la llevo hasta el médico; tengo tiempo.
Se volvió a negar, pero cuando paré el coche en el semáforo de la Plaza de España, me puso la mano en la rodilla y se arrimó como para hacerme una confidencia. ¿Sabes dónde está Nova Olimpia? Quedé sorprendido, pero le dije que sí. Sí, creo que sí. Pues déjame allí. Hoy hay baile de la tercera edad. ¿Sabes? Cuando volví de Madrid me eché novio.
¿No será médico?
¡No, qué va!, dijo ella llorando de risa.
Préstame, lluvia negra,
tus lágrimas.
Ésa era nuestra balada de apertura. En la penumbra del escenario, Lis cantaba lentamente, como la oración de un poseído, envolviendo el micro con el desorden lánguido de su cabellera.
Préstame, diosa blanca,
tu plata amarga.
Tal como estaba, Lis no podía enterarse del avispero en que nos habían metido. Nosotros, Los hijos de Luc & Fer, vestíamos de riguroso luto. La mayoría del público, que ya se impacientaba con inequívocas señales de humo y gestos de guerra, también. Sólo que nuestro negro era de lana blanda y existencialista y el de ellos una amenazadora imitación de cuero, brillo plástico, remaches metálicos, y un variado surtido de ferretería en el que sobresalían águilas legionarias y cruces gamadas.
Préstame, corazón solitario,
tu fuego frío.
Busqué desesperadamente con la mirada al promotor. ¿A qué irresponsable se le había ocurrido presentarnos como un grupo heavy? Repasé mentalmente nuestro repertorio de jazz ecológico, movimiento del que éramos ignorados pioneros. Lo más estruendoso que teníamos era una composición titulada
Bucolic country,
en la que yo hacía sonar un cencerro y Lis gemía como un perro lunático.
Préstame, madre lluvia,
tu llanto de seda.
Después de un primer momento de sorpresa, el auditorio ya no reprimía los murmullos. La naturaleza me ha dotado de un instinto especial para predecir las catástrofes, pero no hacía falta tener dotes de augur para oler el cristo que se avecinaba en la White Power, antigua granja avícola de la Raya Seca, habilitada como sala de conciertos.
Préstame, céltico cementerio,
tu paz.
«Os va a gustar —había dicho por teléfono el promotor—, lo hemos dejado prácticamente como estaba para que resultase más auténtico. Contratamos a un arquitecto vanguardista, un genio, ya lo conoceréis, y después de seis meses de trabajo llegó a la conclusión de que el diseño más adecuado era precisamente el de una granja». El esfuerzo estético para mantener la autenticidad había sido realmente notable. En realidad, no se había hecho nada, aparte de desalojar a los pollos y a las gallinas de mala manera, vistas las plumas que flotaban por el pabellón. Ajeno a todo, Lis cantaba, enredado de melancolía, como la niebla de poniente en un aliso de la ribera.
Préstame, reina serpiente,
tus alas.
El violín de Gabino fue el blanco contra el que dio el primer bote de cerveza. Abel, el saxo, me miró con ojos de espanto y noté que se le iba el aire en un prolongado sollozo, efecto precioso que sólo se puede conseguir en momentos excepcionales. Como diría el clásico, se mascaba la tensión.
Préstame, tierra desnuda,
tu abrazo.
«¡Maricones! ¡Esto es una mariconada!», gritó uno de aquellos bestias. Me sentí ridículo e indefenso con mi batería de juguete y mis palillos de comer arroz. Unos cuantos proyectiles más cayeron sobre el escenario como obuses en un orfanato.
Préstame, dios triste,
una maldición.
Din, don. Lis se despegó al fin del micro, recogió con gracia las largas guedejas e hizo señales de gratitud cuando retumbó la monumental bronca. «Gracias, gracias. Ahora vamos a interpretar otra balada, que lleva por título…» Sorteando la lluvia de botes y otros objetos más o menos contundentes, conseguí acercarme a él.
Bucolic country,
le grité tirándole del brazo. «Pero ¿qué pasa, hostia?», respondió, mirándome por fin. «Que nos van a matar, Lis, ¿es que no te das cuenta de que van a matarnos?» Volvió los ojos al auditorio y alguno de los proyectiles debió de rozarle, porque espabiló. «Hostia —dijo horrorizado—, vaya pinta que tienen éstos». «
Bucolic country,
Lis,
Bucolic country
», insistí con inquietud.
Y así fue como salvamos el pellejo en la sala-granja White Power. Con una canción interminable en la que Lis ladraba como un perro lunático, yo tocaba el cencerro como un profeta airado, y el resto del grupo arrastraba cadenas futuristas.
El sol se había puesto ya por algún lado en Madrid. Los vagabundos, a aquella hora, corrían con su casa de cartón bajo el brazo. Los guardias del metro los echaban a porrazos de la boca de Callao. Algunos llevaban también una manta sucia y cuartelera sobre los hombros, como esos refugiados de ninguna parte que siempre salen en blanco y negro por la pantalla. Así que yo daba la vuelta en aquel punto frotándome los ojos. No por no creer lo que veía, sino porque lo veía todo doble, policías, mendigos y conductores con miedo a detenerse en un semáforo rojo.
Había gastado un dineral en unas lentes especiales para ordenadores, pero ni así. La noche tiene un brillo especial para los trabajadores del sector de la Informática y el mundo es un videomontaje cuando llevas doce horas con un procesador de textos. En el tablón de anuncios de la empresa, uno de los jefes colocó un folleto de la Asociación de Amigos de los Ojos. Creo que lo hizo con la intención de ponernos en evidencia, como quien te frota en las gafas el
Elogio de la Servidumbre.
Según la AAO no deberíamos estar más de cuatro horas seguidas ante aquellos trastos de pirotecnia condensada. Pero, para nosotros, operarios de la tecnología de vanguardia, mano de obra de la tercera ola postindustrial, no regía ni el horario mínimo conseguido por los abuelos en la huelga del 17.