—¿Por qué siempre andas husmeando por la playa? —le riñó la hija.
—No ando husmeando —se defendió ella, aunque la verdad le enrojeció las mejillas—. ¡Es por las varices!
Aparte de esa costumbre de caminar en la orilla, nunca, nunca, se había bañado en esta playa. Nadie de la vecindad se bañaba en esa playa de aguas majaras hasta que llegaron los extranjeros. Venían del norte, con la casa a cuestas, en caravanas de lánguido rodar o en furgonetas estampadas de soles y flores, y acampaban al lado de la franja de dunas, esa tierra de nadie, frontera que amansaba los vientos entre la playa y el fértil valle. Más tarde, llegó la moda de los todoterrenos, que atravesaban las pistas levantando polvo, con la diligente indiferencia de los que corren un rally en el Sáhara.
No había ninguna relación entre los campesinos y los bañistas. Desde la posición de los labradores, y a partir del mediodía, los bañistas se desplazaban a contraluz. Eran, al fin y al cabo, extraterrestres. La época del año en que llegaban y brincaban desnudos, con las vergüenzas al aire, o enfundados en trajes de goma para cabalgar con tablas las olas, era también la época del trabajo más esclavo, cuando había que recoger las patatas y las cebollas, sachar los maizales, y segar y ensilar el heno. Las gotas de sudor asomaban como ojos de manantial y trazaban riachuelos en el tizne de tierra de sus brazos. A veces, el sudor bajaba de la frente por el canalón de los ojos. Ella levantaba la cabeza para enjugarlo con el dorso de la mano. La prisionera de la tierra contemplaba la playa entre las rejas verdes del maíz.
Cuando los demás se recogían en casa, ella todavía se marchaba hacia las dunas con la excusa de refrescar cerca de las olas. Pero siempre se escondía en su puesto de centinela, a la espera de que el mar le ofreciese una película de amor.
Su marido no era el hombre más feo del mundo. Ella tampoco era la más hermosa. La noche de bodas, a oscuras, no había sentido placer. Más bien al contrario. Pero después ella soñó que rodaban abrazados por la playa y despertó con un sabor salado en el paladar. Con ganas de volver a hacerlo. Le sucedía con frecuencia y su marido se iba cansado y feliz al trabajo. Se lo llevó una enfermedad traidora y tuvo un mal morir, insomne en las noches, porque no quería irse hasta después del amanecer.
Cuando su marido vivía, y la abrazaba en la cama, ella cerraba los ojos y follaba con un bañista de rostro cambiante y melenas rubias y húmedas, jaspeadas de algas. Después de su fallecimiento, cuando espiaba parejas desde el escondite de la duna, le parecía ver en la convulsión del cuerpo macho el perfil de su marido, trabajando el amor bien trabajado, en progresión de polca.
La última vez que acudió al puesto de centinela fue hace algunos años, un día de setiembre, ya bien entrado el mes. El verano tarda en llegar al valle, pero a veces regala, como un juerguista melancólico, un largo bis. En estas ocasiones, el crepúsculo dura lo que la sesión de cine y se pone en tecnicolor. Lo que ella vio fue también una escena de amor que le pareció interminable. Al fin, los dos amantes se levantaron y corrieron, riendo, hacia el mar. Se dio cuenta entonces de que eran su nieta y el novio. Pero no lo quiso creer. Ni lo cree. Los campesinos no se bañarían nunca en aquella playa tan peligrosa.
Que me llamen Caronte fue cosa de él. De Lanzarote.
Cuando aquella redada de la Brigada Político-Social, que mandaba un tal Piñeiro, y lo recuerdo bien porque ése es también mi apellido, los periódicos publicaron una nota policial con nuestras identidades, las verdaderas y las falsas. Allí aparecía yo, como un bandido, con barba de pincho de tres días y una orla como de esquela alrededor de los ojos. Feo como nunca, como Robinson, después de la paliza que me dieron, que de las piñas no me salvó ni la condición de Piñeiro. Y al pie de la foto, el apodo. Arturo Piñeiro, alias
Caronte.
Se me quedó para siempre. Hay muchas maneras de hacerse famoso, y a mí me hicieron así, poniéndome cara de criminal por luchar contra el tirano. Todo el mundo, incluso en la familia, me llama Caronte. Ahora ya sabe de dónde salió el nombre del bar. De este bar. El bar Caronte. Aquí viene la gente a tomar la última. La última de verdad. La definitiva. Mi especialidad es el
tumbadiós.
Hay otro bar aquí cerca que se llama La Penúltima. Pero créame, no hay mejor clientela que la que viene a tomar la última. Gente pagadora, tranquila, de regreso de todas las mareas, que ya soltó el veneno de alacrán que todos llevamos dentro. Gente con una historia que contar o que callar.
Yo tenía pensado el sobrenombre de Robinson, por el actor, no por el náufrago. Edward G. Robinson, ¡qué monstruo! ¡Cómo zafaba aquel petiso! ¡Era un napoleón de serie negra! Pero Lanzarote ya había escogido por mí sin preguntarme. Me dijo: Tú, Caronte. Y me recitó:
Y tú, Caronte / de ojos de llama, el fúnebre barquero / de las revueltas aguas de Aqueronte.
Lo recuerdo como si fuera hoy. Me quedé apabullado por el peso de los versos. Yo siempre le tuve mucho respeto a la cultura. Y Lanzarote era, con muchas millas por delante, el más culto de todos.
Sí, señor. Lanzarote era muy culto. Muy preparado. Le corría mucho la cabeza. Pasaba las noches insomne, leyendo, se duchaba con agua fría, tarareaba
La Marsellesa
y ya estaba nuevo. Y era de muy buen ver, muy bien plantado. Las cosas como son. Alto, esbelto, con su bigote al estilo Mastroianni. Dormía y comía en mi casa. Decía que mi casa era la más segura. Yo todavía no sé por qué mi casa era más segura que las otras, teniendo como teníamos la impresora en el bajo, donde hacíamos los panfletos y la hoja clandestina
A Faísca
[27]
.
Pero yo siempre confié en él. Además de ser inteligente, tenía olfato y templanza. Era un hijo del exilio. Había mamado buena leche. Y lo enviaron aquí, de levadura. Mi mujer lo lloró mucho. Le pasaba la plancha todas las noches a su único traje. Era un tipo que se hacía querer, aquel Lanzarote.
Lo que tenía era un pico de oro. Como decía Ramón, el más viejo del comité, «este chaval coge la rosa sin que se mueva el rosal». Lo escuchábamos hechizados. Cuando hablaba de forjar la unión entre las fuerzas del trabajo y la cultura, lo hacía de tal forma que nos parecía ver una chimenea de humo perfumado que escribía consignas liberadoras en el cielo. Y otra cosa muy importante entonces. No caía en la desesperación. Muchos de los nuestros, asfixiados, hartos de soportar aquel tiempo de mierda, se hundían en la depresión o se marchaban de emigrantes. ¡Era tan natural sentirse vencido! Yo miraba el calendario y era como mirar el escaparate de una cuchillería, los días encarados, con la punta hacia ti, muy afilados, con su resplandor fugitivo. Los puñales de la Guardia Mora. Porque el peor tiempo para nosotros era el del verano, cuando el dictador, con toda su caterva, venía de vacaciones y tomaba posesión de la ciudad. El calendario se hacía más amenazador que nunca y las soleadas galerías de vidrio, la alegría de los bañistas en la playa, eran para nosotros un decorado inquietante, descorazonador, una contribución involuntaria al Servicio de Propaganda del Régimen. Los
desafectos,
como se llamaba a los opositores o a los sospechosos de serlo, eran detenidos sin causa y pasaban aquellos días a la sombra o desterrados fuera de la ciudad. Nosotros, los que aún no teníamos ficha policial, permanecíamos durmientes, como pájaros silenciosos en una zarza. Seguíamos la rutina del trabajo y sólo nos encontrábamos en grupo en alguna merienda campestre, en el bullicio de una romería. Yo, por entonces, era vendedor de enciclopedias y libros a domicilio. Recuerdo que trabajé muy bien la
Guía Médica del Hogar,
del doctor Vender. Me abrió muchas puertas. Tenía más éxito que el
Nuevo Testamento.
A propósito de romerías, aquel verano fuimos a los Caneiros de Betanzos. Yo me sentía muy bien río arriba, todos bebiendo y cantando en las barcazas, engalanadas de ramos de laurel y serpentinas y banderitas de colores. Sí, señor. Río arriba. Cómo se alegra el corazón río arriba. Es como ir tirando las costras de la vida, las raspas del mundo por la borda. Sin camisa, medio desnudo, cantaba y bebía. Me salían ramas silvestres por las orejas. Y Lanzarote le dijo a Lucía, a mi mujer: «¡Mira qué feliz! Parece el buen salvaje de Rousseau». Y es que yo soy de mucho pelo en el cuerpo y coco liso. Las cosas como son. ¡Qué bien me vendría una mata del pecho en este descampado de la cabeza! Bien. Anclamos las barcas en una isla de bosque. Al poco de comer, me quedé dormido sobre la hierba como quien queda varado en un sueño. ¡Nunca había dormido tan bien! Estábamos muy lejos. En otro planeta. Y a mí no me importó que Lanzarote y Lucía se fueran a dar una vuelta. O dos.
Todo cambió al regreso, río abajo. Los cantores desafinaban en la noche. Unos jóvenes gritaron: «¡Hombre al agua!». Y lo vi caer como un saco blanco que comienza a rasgarse y chapotear en las foscas aguas. Cuando lo izaron, se escuchó una tremenda maldición entre carcajadas. El vino tinto había callado en las camisas. Yo iba inclinado sobre la quilla, como un mascarón. Pasado el jaleo de los gallitos borrachos, Lucía, con aquella voz hermosísima que tenía, de tiple pulida en la coral Follas Novas, comenzó a cantar
No xardín unha noite sentada
. Por una vez, las oscuras corcheas de una balada centellaban en el agua del río Mandeo como truchas doradas. ¡Lástima que escatimase tanto aquella voz de seda! Yo bien sabía que sólo cantaba cuando, en domingo de fiesta, le hacía las rosetas de nata a un
brazo de gitano
o cuando tenía fiebre de amor. Y fue entonces, poco antes de arribar, cuando se me acercó Lanzarote y me dijo al oído: «Tenemos que hablar esta noche. Solos. Nosotros dos». Yo pensé que el asunto sería Lucía. En otro tiempo, ya lo habría mandado al fondo del río, con una faca en el corazón y una piedra al cuello. Pero yo había cambiado mucho. Aceptaba lo que viniese de la misma forma que la barca se dejaba ir en reflujo. Con tal de que ella cantara, no me importaría nada que volase de capullo en capullo.
No. No se trataba de Lucía. Lanzarote también había tenido un sueño. Un plan extraordinario. Me lo contó de madrugada, solos en la cocina, mientras Lucía dormía. Yo comía hígado de cerdo encebollado con el ansia que dan los celos reprimidos. Él hablaba. Hablaba y hablaba con su pico de oro. Y yo dejé de comer y atendí hechizado como el niño que escucha un cuento que no lo deja dormir. Delante de mí, gracias a su novelar, desfilaban todos los héroes muertos de nuestra historia. Incluso vi rodar por el suelo la notable cabeza del mariscal Pardo de Cela, tumefacta la frente de embestir, hasta ir a parar a la puerta de la catedral de Mondoñedo, donde la pobre boca pregonó: «¡Credo, credo, credo!».
Lanzarote me miró fijamente, con aquellos ojos que cambiaban de color según el acorde de la voz, y dijo con oscuro énfasis:
—¡Necesitamos un héroe, compañero!
Había algo nuevo en su expresión. Algo que yo no había visto antes. Podía ser, a veces, melancólico, pero jamás fúnebre. Su voz sonaba ahora como un cincel grabando epitafios y sus ojos eran dos tizones.
—No entiendo.
—Es muy sencillo. Estamos atascados. No hay salto adelante. No nos engañemos. De mí para ti, compañero, el estiércol donde fertiliza la Historia es la sangre. ¡Alguien tiene que morir por la causa!
—¿Qué estás diciendo? Rechazamos la violencia hace tiempo. Si yo estoy con vosotros es por eso. Porque quería luchar contra la muerte.
—Escucha bien, Arturo. No se trata de matar. Se trata de lo contrario. De una inmolación. Alguno de nosotros tiene que sacrificarse para que nazca un héroe. Morir para triunfar. ¿Entiendes ahora?
Si alguien tenía madera de héroe era Lanzarote. Él reunía todas las cualidades. Pero no me acababa de convencer la idea. Era más joven que yo. Más listo. Más guapo. Yo era más gordo, pero si nos pusieran en la balanza de la Historia, yo sería la paja y él el grano. Su disposición al sacrificio me parecía un despilfarro. Todavía más. Un acto de soberbia por su parte. Una chulería.
—Es mejor que dejemos este asunto. Cuando descanses, lo verás de otra forma.
—No. Hay que decidirlo ahora —me dijo—. ¡En caliente! Después, sólo le veremos los inconvenientes.
Estaba cansado. El cuerpo tiraba de mí, trataba de remolcarme hacia la cama. Hacia aquella barca de lecho de pluma donde viajaba Lucía. Estaba ya a punto de decirle que hiciese lo que le diera la maldita gana.
—Admiro mucho tu valor, Lanzarote. ¡Me quito el sombrero! Pero te necesitamos vivo.
—¡Por supuesto! —sentenció, creo que con sorna—. El héroe eres tú, Arturo.
—¿Qué dices?
Me señaló con el dedo índice. El dedo apuntador de la madrastra Historia.
—Tú. Tú serás el héroe, Arturo.
—¡Y un huevo de avión!
Aquello era más de lo que estaba dispuesto a escuchar. No me parecía que él estuviese borracho, ni yo tampoco, pero la conversación era ya la de dos curdas abrazados a la luna.
—¡Anda! Vamos a dormir.
—No, Arturo. No vamos a dormir. ¡Siéntate!
—¡Yo no quiero ser un héroe! ¿Está claro? ¡Conmigo no cuentes! Así que no hay más que hablar.
—Tú eres el único que puede ser un héroe, Arturo. ¡El único!
Su pico de oro me atrapó otra vez cuando ya estaba dándole la espalda. No sé muy bien lo que me pasaba. Por vez primera noté aquel extraño sabor a cecina humana en mi paladar. El de la madera de héroe.
—¿Por qué dices eso?
—Porque es verdad.
—Pero ¿no harías tú mucho mejor héroe? —le dije, reconduciendo el asunto al terreno de la broma—. Joven. Apuesto. Eminencia. Con apellidos ilustres, pero honrados. De linaje sin pulgas. Premiado con la distinción del exilio. ¡Imagina en cambio mi retrato! Yo soy un fallo en la evolución de las especies, Lanzarote.
Se rió con ganas. Quizás, pensé, era todo un vacile, una coña, y yo aquí, tomándomelo en serio, como un estúpido. Adlátere con cuernos. Gilipollas. ¡Me cago en la elocuencia!
—Yo no sirvo —dijo, muy serio de repente.
—¿Por qué? ¡Explícate de una puta vez! ¿Por qué tengo que ser yo el héroe?
—Por dos razones.
—¿La primera?
—No importa el orden. Las dos van unidas.
Ahora sí que intuí que el cabrón de Lanzarote hablaba en serio. Había elucubrado a fondo. Tenía todo muy bien pensado. Seguro.
—Tú fuiste uno de ellos, Arturo. Eso es un detalle muy importante. Le dará mucha más repercusión a tu acto de sacrificio.