No puedo largarme porque, si me diera por ahí, justo a las doce aparecería el jefe. No falla. Podría venir antes, pero no. Éste estira los minutos. Si por él fuese, me tendría aquí toda la noche atado a una cadena por si viniese el demonio a repostar gasóleo. La que ya pasó fue la furgoneta de las chicas de alterne. Las van repartiendo por los clubs de carretera. ¡Qué pena que hoy no parase a repostar! Al principio, no era capaz de mirarlas. Me daba corte. No sé. Siete u ocho mujeres ahí metidas, muy morenas o muy rubias o las dos cosas, con aquellos ojos tan grandes, de nieve negra o así. Me hacía el ocupado, viendo correr los números en el contador. A veces pienso en los kilómetros de vida. La vida de las personas es como la de los coches. No sé si me siguen. Hay coches con muchos años y pocos kilómetros. Eso quiere decir que duran mucho pero vivieron poco. Yo tengo pocos años, pero, desde que trabajo aquí, tengo la sensación de que viví la tira de kilómetros. La gente, una pareja joven, por ejemplo, se detiene y el conductor te dice con alegría: «¡Lléname el depósito, por favor!». Bien, pues estoy dándole kilómetros de vida. Echas cuentas: ¿Qué harán con todos esos kilómetros? ¿Cuántas veces follarán en la ruta? ¿Escucharán la Vaca del Viento en Fisterra o a Jarbanzo Negro en la Feria del Queso de Arzúa? Y otras veces es al revés. Alguien te entrega un billete arrugado y te dice con voz ronca: «¡Para lo que dé!». Parece que está pagando muy barato un tramo último, decisivo. En este caso sirves el combustible con algo de remordimiento.
Cuando para la furgoneta de las chicas de alterne, con sus ojos de nieve tizón, yo no sé qué sentir. Echo mano de la Reserva de Kilómetros Extraños, una mezcla de superexcitación y diésel de vergüenza. Menos mal que me dejé crecer mucho el pelo, melenas que me protegen de las rachas heladas. Si no, ellas verían la intensa fluorescencia colorada de mis orejas, esa enfermedad profesional del mozo de gasolinera.
Al volante de la furgoneta de las chicas de alterne va un hombre con un mostacho que parece un matajuntas sobre la boca y dos bolsas oscuras bajo los ojos, como si guardase en ellas miradas caducadas. En el otro asiento delantero, a veces va una de las mujeres y a veces va la propia noche allí sentada. La última vez que pararon, la joven que iba delante me sonrió. Llevaba polvo de estrellas en los párpados. Y yo recogí y guardé aquella sonrisa con la esponja de limpiar el parabrisas. Fue una cosa rara. Nadie te sonríe en esta carretera, como si hubiese una señal de prohibido.
Esas luces no son las del coche del jefe. Qué va. Un camión frigorífico. Dos hombres en la cabina. El copiloto consulta el mapa. «¡Lleno!», escupe el conductor cuando le doy las buenas noches. Abro la tapa del depósito. Me dispongo a llenarlo de kilómetros helados con pálido olor a peces muertos.
¡No puede ser!
El instinto me aconseja que permanezca en calma. Una ojeada al contador. Silba. Eso es.
No, no puede ser.
Otra vez los gritos ahogados. Los golpes. Hay alguien ahí dentro, golpeando en las paredes de la cámara frigorífica.
Haz como que no oyes. Él mira por el retrovisor. Lo veo de reojo, por las persianas de las melenas.
Disimula. Silba. Claro que…
Si silbas, es peor. Otra vez los golpes. Las voces. Más fuerte. El golpeteo desesperado dentro de la cámara.
Hay gente ahí dentro.
No puede ser.
Le tiemblan las manos. Se equivoca con el cambio. Un acto de valor en el momento decisivo. Entre las cortinas deshilachadas de las guedejas, intenta fotografiar con la mirada al conductor. Éste, de arriba abajo, toma la vuelta: «¿Algún problema, chaval?».
Una mirada al compinche como quien dice: «¡Venga, hombre! Tenemos faena. Trae las tijeras, la máquina de esquilar y el desatornillador. Vamos a ver qué es lo que tiene en la cabeza este chaval. Desatornilla aquí, en la tapa del cráneo. ¡Así que era esto! ¡Una placa fotográfica! ¡Me habías hecho una foto sin permiso, cabrón! ¿Y por qué has tardado tanto en llenar el depósito? ¿Qué hacías ahí detrás? ¿Eres curioso, eh? ¿Te gusta meter la picha en todos los culos, verdad? ¡Fíjate en lo que hay aquí! ¡Justo al lado de los neurotransmisores de la Asociación de Ideas y de la Ruta Encefalográfica de los Sentimientos y del Sistema Binario Prestación / Denegación de Auxilio! Justo ahí, ¡una grabación! Veamos el título. ¡Ajá!
Las voces de la desesperación frigorífica
. Sentenciado, chaval. ¡La cagaste!».
No, ningún problema. Gracias y buenas noches. Incluso consigue forzar una sonrisa boba.
Cuando por fin llega el jefe, frotándose las manos, dedos activos contra dedos pasivos: «¿Qué, cómo fue todo? ¿Pasa algo? ¿Te comió la lengua el frío? ¡Hostia, chaval! ¿Qué le pasó a tu pelo? ¿Qué es lo que miras con tanto miedo? ¿Me oyes? ¡Me cago en ningún dios! ¡Muévete! ¡Estás helado!».
Próxima la música de un walkman, el monótono bramar del mar de los árboles. Más todavía, él se sumerge y bucea hacia un profundo hogar.
Tenía dos relojes despertadores. Uno en la habitación, sobre la mesilla de noche, pequeño y de metal macizo, que emitía un sonido intermitente, bajo y penetrante, una señal acústica de aparato clínico que en el sueño era un punto verde que iba y venía como una rana menuda en la charca de la luna. El otro, el que dejaba en el suelo del pasillo, al otro lado de la puerta de la habitación, era grande y estruendoso, como suelen ser los relojes baratos. Estaban cronometrados con una diferencia de cinco minutos. Al primero, lo aplastaba como si fuese un bicho, con la vana esperanza de que el tiempo se detuviese. Pero el segundo repicaba sin compasión y, somnolienta, se levantaba y lo acallaba de una palmada, como si fuese un perro inquieto.
Cogía el primer metro, en Dollis Hill. Había otras mujeres a las que saludaba con una complicidad amodorrada. Con el tiempo, a lo largo de los años, había ido conociendo una especie de red secreta. Limpiadoras de casas, de oficinas, de tiendas, de grandes almacenes, de hospitales, de cines, de escuelas, de museos. Del Parlamento, en Westminster. Entre ellas, podrían describir el mapa oculto de Londres, con sus rincones y escondrijos. El Londres del desaliño, con sus manchas, sus lanas de polvo bajo las camas, sus papeles difuntos y envases vacíos. Su basura. Había conocido de todo, incluso la aristocracia más cutre, pero también se había encontrado con hogares cálidos, que parecen limpiarse solos, como hace con las calles la bayeta de la lluvia soleada. «¡Se casan los lobos!», se exclamaba en su tierra cuando ocurría esa cosa tan linda, el cruce de lluvia y luz.
Así era la casa que le tocaba ahora, en Chelsea, después de limpiar el 12 Bar Club en la calle Denmark.
Abría la puerta, descorría las cortinas de la sala y los objetos de adorno, entre los que abundaban las figuras y las máscaras africanas, talladas en marfil o madera oscura, parecían desperezarse, lavarse con la luz húmeda y saludarla: «¡Se casan los lobos, Raquel!». La parte de atrás de la casa daba a un pequeño jardín, con un césped de corte perfecto, recortado al fondo por una rocalla que ascendía en terrazas, como el acantilado de una isla que esperase la embestida de un mar verde. Había algo más que le hacía agradable la estancia. Estaba siempre sola. El primer día, la mujer que la contrató le mostró la casa y le enseñó el funcionamiento de los electrodomésticos. Al moverse, y lo hacía con una enérgica desenvoltura, parecía ejecutar una tabla gimnástica. Era esa clase de mujer madura que mantiene a raya el buril de la edad y el torno del peso, que se entrena aparte en la carrera contra el tiempo. Raquel pensó que había algo en ella de la misma materia que las figuras de la sala. Llevaba gafas. Unas gafas de lentes gruesos que, lejos de avejentarla, y con su pelo rubio y corto, peinado hacia atrás con gel, le daban un aspecto de nadadora que había atravesado la noche a braza.
En realidad, el retrato de aquella mujer lo había ido perfilando con el paso de los días. Le llamaban mucho la atención las notas en papel
post-it,
amarillas, adheridas en el espejo del cuarto de baño. Un día leyó: «Creían en la verdad, pero sólo la usaban en casos de emergencia». Otro: «Escarlata O’Hara no era bella, en realidad, pero los hombres no se daban cuenta». Un día: «Si eres hombre, pon la mano en la llama». Y al siguiente: «Me encanta jugar con fuego».
Todas las notas tenían el mismo tipo de letra. La letra de la mujer que le dejaba sobre la mesa de la cocina algunas instrucciones escritas. Un día tuvo que repasar el papel una y otra vez para ver si había comprendido bien: «Por favor, hable con las plantas».
Era cierto que algunas de las plantas estaban marchitas. Sobre todo, una flor de Pascua. Las regaba y mantenía cerca de las ventanas. Con las tijeras de cocina, con delicadeza, podaba las hojas secas. Pero ¿qué les iba a decir a las plantas? ¿En qué idioma les hablaría? ¿Y si aquella mujer estaba loca?
Miró fijamente hacia la flor de Pascua. Melancólica. Los nervios contraídos de las hojas. Un color de ictericia apagaba su esplendor rojo. Y le dijo: «¿Qué? ¿Tienes frío, bonita?».
Escucha. Voy a contarte una historia.
Era una chica que decidió emigrar el mismo día en que su antiguo novio se casaba con otra. Sólo sus padres sabían que estaba embarazada. A nadie más se lo dijo y ellos guardaron el secreto. Había asumido que tenía mala suerte. No sólo ella sino toda la familia. Había un destino de carácter que marcaba, como blasón en el entrecejo, cada casa de la aldea. Había los mañosos, los juerguistas, los avaros, los rebeldes, los traidores, los justos o los mentirosos. Incluso había una casa en la que había pasado algo que no se podía contar. Su familia era muy normal. Simplemente, era la de la mala suerte. Su padre, huyendo de la mala suerte, había trabajado una temporada en el mar, pero tuvo que dejarlo. La fama de los hombres corre a veces por delante de ellos. Así que cuando llegaba a un puerto ya le veían cara de mala suerte. Cuando el novio la dejó, ella no le fue a pedir explicaciones, pese a la dolida insistencia de la madre.
Escucha. Hay cosas por las que jamás hay que pedir explicaciones.
Así que se marchó. Su intención no era propiamente emigrar sino desaparecer. Apartarse para siempre de los raíles de la vía de la mala suerte. Lo primero, desde luego, era no tener la criatura. Nadie a quien traspasar los recibos. Entre las direcciones de Londres, llevaba la de una clínica. En principio, vivió en la vivienda de una prima que había emigrado cinco años antes, en 1969, y que vivía en Cornwell Crescent. Un día, un día luminoso como éste, se sentó en un banco en Queens Park. Estaba cansada de haber subido la cuesta de Ladbroke Grove desde Portobello. Al lado de un seto de mirtos, había un chiquillo muy silencioso, al acecho de no sabía qué, con una botella entre las manos, con la boca tapada con el pulgar. Tenía el pelo rojizo y con pecas de manzanilla en la cara. Mordía los labios al andar sigiloso. Por curiosidad, siguió de reojo sus movimientos de chaval felino y se dio cuenta, estremecida, de que lo que el niño hacía era cazar avispas vivas. Ella conocía bien el uniforme de las avispas. Su abdomen amarillo. Las listas negras. Su aguijón.
Cuando el chaval se acercó más, ella le preguntó, con las cuatro palabras de inglés que sabía, que cuál era su nombre. Y entendió Ismael.
Se quedó sin pensar. También ella tenía pecas del color de la manzanilla. Se llevó la mano al vientre y dijo: «Bien, Ismael o como te llames. ¡A ver si eres capaz de cazar avispas vivas con las manos!».
«¡Francisco Reis, estás preciosa!» La voz de mi madre sonaba como un altavoz de la Tómbola de la Caridad. Yo me tapaba los oídos.
—¡Mira qué guapo va!
Pero yo no quería mirar, no. Escondida en el rincón más oscuro del cuarto, acurrucada entre las muñecas como la más atónita de ellas, escuchaba las llamadas y las risas de mi madre en un todo mezclado con el chiar y el andar de zancos de las gaviotas en el tejado, justo sobre mi cabeza. Mi madre, venga a reír, me buscaba y tiraba de mí señalando victoriosa hacia delante con la barra de labios.
—¡Venga, nena, no te avergüences! ¡Pero si está bárbaro, está chévere, nuestro cabezón!
Y allí estaba él, muy serio, mirándose a un espejo que era incapaz de abarcar el cuerpo entero. Yo tenía la impresión de que todos aquellos postizos, los pechos, la peluca, las pestañas, los pendientes, los adornos todos, eran conscientes de su falsedad e intentaban huir de él.
De mi padre.
De mi padre que, ignorando mi horror, mi desconsuelo, mi desengaño, gira con torpeza sobre los zapatos de tacón para levantar, ¡cielo santo!, el vuelo del vestido blanco. Porque éste era el año que le tocó ir de Marilyn. Estoy viendo las tiras del traje de bailarina, ceñidas como cinchas a sus musculosos hombros de tritón. Cuando yo quería presumir con las amigas, les enseñaba la foto en la que él aparecía en el selecto grupo de los nadadores coruñeses que habían sido capaces de ir a nado por las frías aguas del Atlántico hasta Ferrol. Pero en ese momento, como de hecho así fue durante muchos años, estaría dispuesta a renegar de mi padre.
—¡Eh, Rosa! ¿No es ése tu padre?
Y yo, sin querer mirar: «¿Quién? ¡Tú estás loca!».
—¡Perdona, chica! ¡Se parecía tanto!
Ése fue el Año de la Caperucita Roja. ¡Dios, qué vergüenza! Claro que era él, con sus dos colegas, Diego Mouriz, de lobo, y Clemente Paderne, de abuelita. El miércoles de Ceniza. Tres días sin aparecer por casa. Estaban sentados en un banco del Jardín Romántico de San Carlos. Mi padre comía con ansia un sándwich. La gran cabeza inclinada, los lazos de las rubias trenzas de la peluca de paja besando el suelo. Podía escucharse el roce del envoltorio de papel de plata con las púas aguzadas de su barba. Con la falda colorada recogida sobre las rodillas, dejaba ver los pololos blancos con cenefa de encaje, confeccionados con esmero por mi madre, y en contraste grotesco con las peludas piernas del tritón.
Mi padre tenía la costumbre de disfrazarse de mujer en carnaval.
Aparte de eso, no era un tipo especial. Lo que llevaba normalmente sobre los hombros era la seriedad. Cuando me acompañaba de paseo, iba dos pasos detrás y serio, muy serio, como un guardaespaldas. Yo lo miraba desde abajo y me sentía a salvo de todos los peligros. Tenía esa cabeza grande, portentosa, algo inclinada hacia delante como si le pesara la seriedad. O quizás esa inclinación era la consecuencia de la mirada diagonal del tritón que se hizo peluquero. Sus ojos vivos y profundadores, incrustados bajo la cornisa de la inmensa frente, detectaban de inmediato cualquier imperfección. En algún momento de debilidad, conseguíamos que nos hiciera el número del cabezudo. Ponía los ojos en blanco, el dedo índice soportando el peso de la testa en la punta de la nariz, y componía la efigie tambaleante de un frankenstein. Todos reíamos, pero nadie tanto como mi madre. Ella reía y reía. Había una canción que hablaba del cascabel de tu risa. Pues ese cascabel lo llevaba puesto mi madre.