Durante todo el camino por aquella espantosa carretera hasta la autopista estatal, Walter maldijo en voz alta su propia estupidez y su incapacidad para controlar la ira, mientras Lalitha, normalmente una fuente de elogios y palabras tranquilizadoras, permanecía pensativa en el asiento del acompañante, reflexionando sobre lo que debían hacer a continuación. No era exagerado afirmar que, sin la cooperación de Mathis, el resto del trabajo realizado para conseguir las Veinticinco Mil de Haven no serviría de nada. Al final del polvoriento valle, Lalitha pronunció su dictamen:
—Hay que tratarlo como a un hombre importante.
—Es un sociópata de tres al cuarto —contestó Walter.
—Comoquiera que sea —respondió ella, y tenía una manera india especialmente encantadora de pronunciar esa expresión, una de las preferidas de Walter, una cadencia entrecortada de sentido práctico que nunca se cansaba de oír—, vamos a tener que halagarlo para que se sienta importante. Tiene que ser el salvador, no el traidor.
—Ya, pero por desgracia lo único que le pedimos es que sea el traidor.
—Tal vez podría volver yo y hablar con algunas de las mujeres.
—Esto es un puto patriarcado —dijo Walter—. ¿Es que no te has dado cuenta?
—No, Walter, las mujeres son muy fuertes. ¿Por qué no me dejas hablar con ellas?
—Esto es una pesadilla. Una pesadilla.
—Comoquiera que sea —repitió Lalitha—, me pregunto si no debería quedarme e intentar hablar con la gente.
—Él ya ha rechazado la oferta. Categóricamente.
—Habrá que mejorar la oferta, pues. Tendrás que hablar con el señor Haven sobre cómo mejorar la oferta. Vuelve a Washington y habla con él. Quizá sería preferible que tú no volvieras al valle. Pero a lo mejor yo sola no les parezco tan amenazadora.
—Eso no puedo consentirlo.
—No me dan miedo los perros. Te echaría los perros a ti, pero no a mí, me parece.
—No hay nada que hacer.
—Puede que no, puede que sí —dijo Lalitha.
Dejando de lado su valentía, en cuanto mujer sola de piel oscura, complexión menuda y rasgos seductores, para volver a un lugar de blancos pobres donde ya había recibido una amenaza de daños físicos, en los meses posteriores, Walter vio con perplejidad cómo era ella, la hija de un ingeniero electrónico de un barrio residencial urbano, y no él, el hijo pueblerino de un borracho irascible, quien obraba el milagro en Forster Hollow. Walter no sólo carecía del don para tratar con la gente sencilla; toda su personalidad se había constituido en oposición a la rusticidad de la que procedía. Mathis, con su sinrazón y sus resentimientos de blanco pobre, había ofendido la esencia misma de Walter: lo había cegado de ira. En tanto que Lalitha, sin experiencia previa con individuos como Mathis, había sido capaz de regresar con mente abierta y corazón comprensivo. Había abordado a los orgullosos pobres rurales del mismo modo que conducía, como si una persona con tal alegría y buena voluntad estuviera exenta de todo mal; y los orgullosos pobres rurales le habían concedido el respeto que le habían negado al irascible Walter. Ante el éxito de ella, él se sentía inferior e indigno de su admiración, y por tanto aún más agradecido. Cosa que lo llevó a concebir un entusiasmo más general hacia los jóvenes y su capacidad para hacer el bien en el mundo. Y también —aunque se resistía a aceptarlo conscientemente— a amarla mucho más de lo aconsejable.
Basándose en información recabada por Lalitha en su regreso a Forster Hollow, Walter y Vin Haven habían ingeniado una nueva oferta para sus habitantes, escandalosamente cara. Sólo ofrecer más dinero, dijo Lalitha, no surtiría efecto. Para que Mathis salvara las apariencias, necesitaba ser el Moisés que conducía a su pueblo a una nueva tierra prometida. Lamentablemente, por lo que Walter sabía, la gente de Forster Hollow poseía escasas habilidades aparte de la caza, la reparación de motores, el cultivo de hortalizas, la recolección de hierbas y el cobro del cheque de la asistencia social. No obstante, Vin Haven había tenido la gentileza de hacer averiguaciones dentro de su amplio círculo de amistades en el mundo de los negocios y planteado a Walter una interesante posibilidad: el blindaje corporal.
Antes de volar a Houston y conocer a Haven, en el verano de 2001, Walter ignoraba el concepto del «buen texano», debido a lo dominadas que estaban las noticias nacionales por los malos texanos. Haven tenía un rancho enorme en la región central de Texas y otro aún mayor al sur de Corpus Christi, ambos primorosamente administrados para proporcionar un hábitat a las aves de caza. Haven era uno de esos texanos amantes de la naturaleza que alegremente erradicaba a tiros cercetas coloradas del cielo y a la vez pasaba horas observando embelesado, por medio de una cámara de circuito cerrado, el crecimiento de unas crías de lechuza en uno de los ponederos que había en su rancho, y era capaz de hablar con fervor y conocimiento acerca de la gradación de color en el plumaje invernal del playero de Baird. Era un hombre bajo, tosco, de cabeza redonda, y a Walter le cayó bien desde el primer momento en su entrevista inicial. —Una apuesta de cien millones por una especie paseriforme —había dicho Walter—. Una asignación de fondos interesante.
Haven había ladeado su redonda cabeza. —¿Eso representa para usted algún problema?
—No necesariamente. Pero teniendo en cuenta que el ave todavía no ha sido incluida siquiera en las listas federales, siento curiosidad por saber cuál es su razonamiento.
—Mi razonamiento es: los cien millones son míos y puedo gastármelos como me dé la gana.
—Bien pensado.
—Los datos científicos más fiables que tenemos sobre la reinita cerúlea muestran que la población ha decrecido en un tres por ciento anual en los últimos cuarenta años. Aunque no haya cruzado el umbral de lo que federalmente se considera amenazado, es fácil ver que esa evolución descendente acaba en cero. Es ahí hacia donde apunta: hacia el cero.
—Ya. Y sin embargo…
—Y sin embargo hay otras especies aún más cerca del cero. Lo sé. Y pido a Dios que algún otro se preocupe por ellas. A menudo me pregunto si me rajaría la garganta en caso de que se me garantizara que, rajándomela, podría salvar una especie. Todos sabemos que una vida humana vale más que la vida de un pájaro, pero ¿vale más mi pequeña y triste vida que toda una especie?
—Por suerte no es una elección que se le plantee a nadie.
—En cierto sentido, es verdad —dijo Haven—. Pero en un sentido más amplio, es una elección que hace todo el mundo. En febrero me llamó el director de la National Audubon Society, justo después de la toma de posesión. El hombre se llama Martin Byrd, ¿no es increíble? Eso sí es tener un nombre adecuado para el puesto. Martin Byrd quiere saber si puedo organizarle una pequeña reunión con Karl Rove en la Casa Blanca. Dice que le basta con una hora para convencer a Karl Rove de que dar prioridad a la conservación es un éxito político seguro para la nueva administración. Así que le digo: sí, me parece que puedo conseguirle una hora con Rove, pero le diré lo que usted tiene que hacer antes por mí. Tiene que conseguir que una empresa encuestadora de prestigio e independiente haga un sondeo sobre la prioridad que dan los votantes indecisos al medio ambiente. Si puede enseñarle a Karl Rove cifras atractivas, será todo oídos. Y Martin Byrd se deshace en agradecimientos, gracias, gracias, fabuloso, delo por hecho. Y entonces le digo a Martin Byrd: eso sí, antes de encargar ese sondeo y enseñárselo a Rove, puede que le interese hacerse una idea clara de cuál va a ser el resultado. De eso hace seis meses. No he vuelto a saber de él.
—Usted y yo tenemos una perspectiva política muy parecida a este respecto —comentó Walter.
—Kiki y yo estamos trabajándonos un poco a Laura siempre que tenemos ocasión —dijo Haven—. Puede que haya más posibilidades por ese lado.
—Eso es extraordinario, es increíble.
—No se haga ilusiones. A veces pienso que W. está más casado con Rove que con Laura. Aunque eso usted no me lo ha oído decir.
—Pero entonces, ¿por qué la reinita cerúlea?
—Porque ese pájaro me gusta. Es muy pequeño y bonito. Pesa menos que la falange de mi pulgar y va y viene cada año desde Sudamérica hasta aquí. Eso de por sí ya es una maravilla. Un hombre, una especie. ¿No basta con eso? Sólo con que consiguiéramos a otros seiscientos veinte hombres, tendríamos cubiertas todas las aves reproductoras de América del Norte. Si uno tuviera la suerte de que le tocara el petirrojo, ni siquiera necesitaría gastar un centavo para conservarlo. A mí, sin embargo, me gustan los desafíos. Y la región carbonífera de los Apalaches es todo un desafío. Eso es algo que sencillamente va a tener que aceptar si quiere dirigir esta organización para mí. Deberá contemplar con amplitud de miras la explotación minera a cielo abierto.
En sus cuarenta años en el mundo del petróleo y el gas, al frente de una compañía llamada Pelican Oil, Vin Haven había entablado relación prácticamente con todas las personas dignas de conocerse en Texas, desde Ken Lay y Rusty Rose hasta Ann Richards y el padre Tom Pincelli, el «sacerdote ornitólogo» del cauce bajo del Río Grande. Mantenía un vínculo especialmente estrecho con la gente de LBI, el gigante de los servicios en el sector de la extracción petrolífera, que, como su archirrival Halliburton, se había expandido hasta convertirse en uno de los principales contratistas en el ámbito de la defensa nacional bajo las administraciones de Reagan y Bush padre. Precisamente a LBI recurrió Haven en busca de una solución al problema de Coyle Mathis. A diferencia de Halliburton, cuyo anterior presidente dirigía ahora el país, LBI pugnaba aún por tener un contacto privilegiado con el nuevo gobierno y por lo tanto estaba más que dispuesta a hacerle un favor a un amigo íntimo de George y Laura.
Una subsidiaria de LBI, ArDee Enterprises, había obtenido recientemente una importante contrata para suministrar blindaje corporal de alto nivel, cuya apremiante necesidad habían descubierto tardíamente las fuerzas estadounidenses cuando empezaron a estallar artefactos explosivos improvisados por todos los rincones de Iraq. Virginia Occidental, que tenía mano de obra barata y una legislación permisiva en materia medioambiental, y que, inesperadamente, había proporcionado a Bush y Cheney su margen de victoria en 2000 —eligiendo a un candidato republicano por primera vez desde la victoria arrolladora de Nixon en 1972—, tenía buena prensa en los círculos en los que se movía Vin Haven. ArDee Enterprises estaba construyendo a marchas forzadas una fábrica de blindaje corporal en el condado de Whitman y Haven, poniéndose en contacto con ArDee antes de que iniciara la contratación de personal para la planta, consiguió que le garantizaran 120 empleos fijos para la población de Forster Hollow a cambio de un paquete de concesiones tan generoso que a ArDee la mano de obra le saldría prácticamente gratis. Haven le prometió a Coyle Mathis, por mediación de Lalitha, viviendas gratuitas de alta calidad y formación profesional para él y las demás familias de Forster Hollow, y para acabar de dorar la píldora agregó un pago único a ArDee de una suma que alcanzaba para financiar el seguro médico de los trabajadores y los planes de jubilación para los siguientes veinte años. En cuanto a la seguridad del empleo, bastaba señalar las declaraciones, hechas por distintos miembros del gobierno Bush, según las cuales Estados Unidos se defendería en Oriente Medio durante generaciones. No había un final previsible para la guerra contra el terrorismo, y por tanto no había final para la demanda de blindaje corporal.
A Walter, que tenía una mala opinión sobre la operación de Bush y Cheney en Iraq y peor aún sobre la catadura moral de los contratistas del sector de la defensa, lo incomodaba colaborar con LBI y proporcionar así más munición a los ecologistas de izquierdas que se oponían a él en Virginia Occidental. Lalitha, en cambio, reaccionó con intenso entusiasmo.
—Es perfecto —le comentó a Walter—. Así podemos ser algo más que un modelo de recuperación basado en estudios científicos. Podemos ser un modelo de reasentamiento compasivo y rehabilitación laboral de las personas desplazadas por la conservación de una especie en peligro de extinción.
—Y los que vendieron al principio, pues mala suerte, que se jodan —dijo Walter.
—Si aún están en apuros, podemos ofrecerles también puestos de trabajo.
—Por otra cantidad indeterminada de millones.
—¡Y el hecho de que sea patriótico también resulta perfecto! —señaló Lalitha—. La gente hará algo para ayudar a su país en tiempo de guerra.
—A mí me da que esta gente no pierde mucho el sueño por ayudar a su país.
—No, Walter, ahí te equivocas. Luanne Coffey tiene dos hijos en Iraq. Odia al gobierno por no hacer más para protegerlos. De hecho, ella y yo hemos hablado del tema. Odia al gobierno, pero odia aún más a los terroristas. Es perfecto.
Así pues, en diciembre, Vin Haven viajó a Charleston en su jet y acompañó personalmente a Lalitha a Forster Hollow mientras Walter se quedaba reconcomiéndose, con su rabia y su humillación, en la habitación de un motel de Beckley. No se sorprendió al oír contar a Lalitha que Coyle Mathis seguía dale que dale con la cantinela de lo arrogante, remilgado y necio que era su jefe. Ella había desempeñado a fondo el papel de poli bueno y Vin Haven, que sí tenía el don para tratar con la gente corriente (como ponía de manifiesto su amistad con George W.), por lo visto también fue razonablemente tolerado en Forster Hollow. Mientras un pequeño grupo de manifestantes ajenos al valle de Nine Mile, encabezados por la chiflada de Jocelyn Zorn, desfilaba con pancartas («¡DE LA FUNDACIÓN NO SE FÍA NI TU TÍA¡») delante de la pequeñísima escuela de primaria donde se celebraba la reunión, las ochenta familias del valle renunciaron a sus derechos y aceptaron, en el acto, ochenta sustanciosos talones certificados extendidos por la fundación en Washington.
Y ahora, noventa días después, Forster Hollow era un pueblo fantasma propiedad de la fundación y su demolición estaba prevista para las seis de la mañana del día siguiente. Walter no había visto motivo alguno para asistir a la primera mañana de demolición, más bien había visto varios motivos para no asistir, pero Lalitha estaba que no cabía en sí de gozo ante la inminente eliminación de las últimas construcciones permanentes en el Parque de la Reinita. Al contratarla, Walter había utilizado a modo de señuelo la imagen de las veinticinco mil hectáreas libres de todo rastro humano, y ella se había tragado la imagen íntegramente. Como ella había llevado esa imagen al borde de la realización, lógicamente él no podía negarle la satisfacción de ir a Forster Hollow. Dado que no podía concederle su amor, quería concederle todo lo que estuviera a su alcance. Le consentía los caprichos tal como a menudo había sentido la tentación de consentírselos a Jessica, aunque con ella por lo general se había abstenido, en aras de una paternidad responsable.