—Pero tú no tienes ninguna religión.
—Precisamente a eso voy. Esa fue una de las pocas cosas en que estuvimos de acuerdo mis padres y yo, alabados sean: en que la religión es una estupidez. Aunque, por lo visto, mi hermana ahora discrepa de mí, lo que significa que nuestro historial de discrepancia acerca de absolutamente todo sigue intacto.
—¿Qué hermana?
—Tu tía Abigail. Por lo visto, está muy metida en la Cábala y en el redescubrimiento de sus raíces judías, por así decirlo. ¿Cómo lo sé?, te preguntarás. Porque nos llegó una de esas cartas en cadena, o de hecho un e-mail, sobre la Cábala, firmada por ella. No me pareció de recibo, así que cogí y le contesté, pidiéndole que por favor no me enviara más cartas en cadena, y ella me respondió hablándome de su Viaje.
—Ni siquiera sé qué es la Cábala —dijo Joey.
—Ah, seguro que Abigail te lo explicaría encantada, si alguna vez te apetece ponerte en contacto con ella. Es muy Importante y Místico; creo que Madonna también anda metida, y con eso ya está dicho todo.
—¿Madonna es judía?
—Sí, claro, Joey, por eso se llama así —se burló su madre.
—Bueno, el caso es que yo intento planteármelo con una mentalidad abierta —contestó—. No me apetece rechazar algo sobre lo que todavía ni siquiera he averiguado nada.
—Eso está bien. ¿Y quién sabe? A lo mejor incluso te es útil.
—A lo mejor —repitió él con frialdad.
En la larguísima mesa del comedor, le tocó sentarse en el mismo lado que Jenna, lo que le ahorró tenerla ante sus ojos y le permitió concentrarse en la conversación con uno de los tíos calvos, quien dio por supuesto que era judío y lo obsequió con una descripción de su reciente viaje de trabajo-barra-ocio a Israel. Joey fingió estar familiarizado y quedar muy impresionado con gran parte de lo que para él era totalmente ajeno: el Muro de las Lamentaciones y sus túneles, la Torre de David, Masada, Yad Vashem. Un rencor de efecto retardado hacia su madre, unido a la magnificiencia de la casa y la fascinación con Jenna y cierto sentimiento desconocido de auténtica curiosidad intelectual, lo llevó a concebir el sincero deseo de ser más judío: de ver cómo podía llegar a sentirse uno con esa clase de pertenencia.
El padre de Jonathan y Jenna, en el extremo opuesto de la mesa, pontificaba sobre política exterior, explayándose de manera tan imperiosa que, poco a poco, las demás conversaciones se apagaron. Las carnosidades que le colgaban del cuello, semejantes a las de un pavo, se notaban más en vivo que por televisión, y resultó que su sonrisa blanca-blanca destacaba tanto a causa de la pequeñez de su cráneo, que casi parecía haberse encogido. La circunstancia de que una persona tan marchita hubiese engendrado a la asombrosa Jenna se le antojó a Joey algo tan enigmático como su propia eminencia. Hablaba del «nuevo libelo de sangre» que circulaba en el mundo árabe, la mentira de que no había judíos en las Torres Gemelas el 11-S, y de la necesidad, en tiempos de emergencia nacional, de contrarrestar esas mentiras malignas con benévolas medias verdades. Habló de Platón como si hubiese sido personalmente instruido por él sentado a sus pies atenienses. Llamaba a los miembros del gabinete presidencial por su nombre de pila, explicando que «nosotros» hemos estado «presionando» al presidente para que aproveche este momento histórico único, resuelva un estancamiento geopolítico sin solución y expanda radicalmente el ámbito de la libertad. En épocas normales, dijo, la gran masa de la opinión pública norteamericana era aislacionista e ignorante, pero los atentados terroristas «nos» habían proporcionado una oportunidad de oro, la primera desde el final de la Guerra Fría, para que «el filósofo» (qué filósofo, exactamente, no le quedó claro a Joey, o acaso se le escapara una mención anterior) interviniera y uniese al país en apoyo de la misión que, como había revelado su filosofía, era correcta y necesaria.
—Tenemos que aprender a no sentirnos incómodos por forzar algunos datos —dijo, con su sonrisa, a un tío que había puesto en duda discretamente la capacidad nuclear de Iraq—. Nuestros medios de comunicación modernos son sombras muy borrosas en la pared, y el filósofo tiene que estar dispuesto a manipular dichas sombras al servicio de una verdad mayor.
Entre el impulso de Joey por impresionar a Jenna y la irrupción de este impulso en forma de palabras reales existió sólo un breve segundo de terror en caída libre.
—Pero ¿cómo sabe que es la verdad? —preguntó, levantando la voz.
Todas las cabezas se volvieron hacia él, y el corazón empezó a palpitarle con fuerza.
—Nunca lo sabemos con certeza —dijo el padre de Jenna, recurriendo al truco de la sonrisa—. En eso tienes razón. Pero cuando descubrimos que nuestra comprensión del mundo, basada en décadas de atento estudio empírico por parte de las mentes más brillantes, concuerda sorprendentemente con el principio inductivo de la libertad humana universal, tenemos un buen indicio de que nuestro pensamiento está al menos bastante bien encaminado.
Joey movió la cabeza en un entusiasta gesto de asentimiento, para manifestar su total y profunda conformidad, y se sorprendió cuando, a su pesar, insistió:
—Pero podría decirse que, en cuanto empezamos a mentir sobre Iraq, no somos mejores que los árabes con su mentira de que el 11-S no murió ningún judío.
El padre de Jenna, sin inmutarse lo más mínimo, dijo:
—Eres un joven muy inteligente, ¿eh?
Joey no supo si el comentario era irónico.
—Según Jonathan, eres un excelente estudiante —prosiguió el viejo con amabilidad—. Y supongo, pues, que ya has pasado por la experiencia de sentir frustración ante personas que no son tan inteligentes como tú. Personas que no sólo son incapaces de reconocer ciertas verdades cuya lógica para ti es evidente, sino que, además, se niegan a hacerlo. Y ni siquiera parece importarles que su lógica sea defectuosa. ¿Nunca has sentido esa clase de frustración?
—Pero eso es porque son libres —dijo Joey—. ¿La libertad no es eso? ¿El derecho a pensar lo que uno quiere? Y sí, lo admito, a veces es un coñazo.
En torno a la mesa, los comensales rieron entre dientes.
—En eso tienes toda la razón —convino el padre de Jenna—. La libertad es un coñazo. Y por eso precisamente es tan importante que aprovechemos la oportunidad que se nos ha presentado este otoño. Conseguir, por cualquier medio a nuestro alcance, que una nación de personas libres se desprenda de su lógica defectuosa y se adhiera a una lógica mejor.
Incapaz de seguir siendo el centro de atención un solo segundo más, Joey asintió con la cabeza en un gesto aún más entusiasta.
—Tiene razón —dijo—. Ya veo, sí, tiene razón.
El padre de Jenna continuó desembuchando datos forzados y opiniones firmes de los que Joey apenas oyó nada. Le palpitaba todo el cuerpo por la emoción de haber manifestado su punto de vista y haber sido oído por Jenna. Estaba recuperando la sensación que había perdido en otoño, la sensación de ser un protagonista. Cuando Jonathan se levantó de la mesa, Joey, vacilante, se puso en pie y lo siguió hasta la cocina, donde reunieron vino no consumido suficiente para llenarse sendos vasos de medio litro.
—Eh, chaval —dijo Joey—, no hay que mezclar así el tinto y el blanco.
—Es rosado, memo —contestó Jonathan—. ¿Desde cuándo vas de enólogo?
Se llevaron sus vasos rebosantes al sótano y consumieron el vino mientras jugaban al hockey de mesa. Joey aún se sentía palpitar tanto que apenas notó los efectos, y menos mal, porque el padre de Jonathan bajó y se unió a ellos.
—¿Y si jugamos un rato al
Billar Vaquero
? —propuso, frotándose las manos—. ¿Supongo que Jonathan ya te ha enseñado el juego de la casa?
—Sí, se me da fatal —admitió Joey.
—Es el rey de todos los juegos de billar. Combina lo mejor del billar francés y el billar americano —dijo el viejo mientras colocaba la bola 1, la bola 3 y la bola 5 en sus sitios correspondientes.
A Jonathan, la presencia de su padre parecía abochornarlo un poco, cosa que interesó a Joey, ya que tendía a dar por supuesto que sólo sus propios padres podían abochornar a alguien.
—Tenemos otra regla especial de la casa que estoy dispuesto a aplicarme esta noche. ¿Tú qué opinas, Jonathan? La finalidad es impedir que un jugador muy hábil sitúe la bola blanca en buena posición para colar la 5 y anotarse los puntos. Vosotros sí podréis hacerlo, en el supuesto de que dominéis ya el tiro directo con la bola blanca, mientras que yo estoy obligado a hacer una carambola o meter una de las otras bolas cada vez que meta la 5.
Jonathan puso los ojos en blanco.
—Ya, nos parece muy bien, papá.
—Venga, pongamos las bolas en marcha.
Joey y Jonathan se miraron y prorrumpieron en risitas de mofa. El viejo ni se dio cuenta.
A Joey le fastidiaba jugar tan mal a algo, y los efectos del vino se pusieron de manifiesto cuando el viejo le dio unas cuantas pistas que sólo sirvieron para demostrar que jugaba aún peor. Jonathan, entretanto, competía con intensidad, esforzándose con una expresión de absoluta seriedad que Joey no le había visto hasta entonces. Durante una de sus series más largas de jugadas sucesivas, su padre se llevó a Joey aparte y le preguntó por sus planes para el verano.
—Para eso aún falta mucho —contestó él.
—No tanto, en realidad. ¿Cuáles son tus principales áreas de interés?
—Básicamente necesito ganar dinero, y quedarme en Virginia. Me pago yo los estudios.
—Eso me ha contado Jonathan. Me parece una ambición loable. Y perdona si me meto donde no debo, pero me ha dicho mi mujer que empiezas a desarrollar cierto interés por tu legado judío sin haber sido educado en la fe. No sé si eso tiene algo que ver con tu decisión de abrirte paso en la vida por ti mismo, pero si es el caso, quiero felicitarte por tu pensamiento independiente y por el valor que eso presupone. A su debido tiempo, incluso es posible que vuelvas para guiar a tu familia en su propia exploración.
—Desde luego, lamento no saber nada al respecto.
El viejo negó con la cabeza con el mismo gesto de desaprobación que su esposa.
—Tenemos la tradición más maravillosa y perdurable del mundo —dijo—. Creo que debería ejercer especial atracción entre los jóvenes de hoy día, porque tiene que ver con la elección personal. Nadie le dice a un judío qué debe creer. Uno tiene que decidirlo por sí solo. Puedes elegir tus propias aplicaciones y funcionalidades, por así decirlo.
—Ya, muy interesante —respondió Joey.
—¿Y qué otros planes tienes? ¿Te interesa una carrera en el mundo de la empresa, tal como por lo visto interesa a todos en estos tiempos?
—Sí, por supuesto. Tengo la intención de especializarme en Empresariales.
—Eso está bien. Querer ganar dinero no tiene nada de malo. La verdad es que yo no tuve que ganármelo, aunque admito sin ningún empacho que he administrado bien el que recibí. Estoy muy en deuda con mi bisabuelo de Cincinnati, que llegó aquí sin nada. Este país le dio una oportunidad y la libertad de sacarle el máximo provecho a sus aptitudes. Por eso decidí dedicar mi vida a lo que la he dedicado: a honrar esa libertad y asegurarme de que en el siglo que ahora empieza Estados Unidos disfrute de las mismas ventajas. Ganar dinero no tiene nada de malo, nada en absoluto. Pero en tu vida debe haber algo más que eso. Debes elegir de qué bando estás, y luchar por él.
—Coincido plenamente —dijo Joey.
—Es posible que este verano haya algún empleo bien pagado en el Instituto, si te interesa hacer algo por tu país. Nuestra recaudación de fondos se ha disparado desde los atentados, cosa muy gratificante. Podrías plantearte solicitar una plaza si ése es tu deseo.
—¡Por supuesto! —exclamó Joey. Al oírse, tuvo la sensación de ser él mismo uno de los jóvenes interlocutores de Sócrates, cuyos diálogos, página tras página, consistían en variaciones de «Sí, incuestionablemente» y «Sin duda así debe ser»—. Me parece una idea excelente. Presentaré la solicitud, por supuesto.
Dándole demasiado efecto abajo a la bola blanca, Jonathan marró el tiro inesperadamente, y quedaron así anulados todos los puntos que había acumulado en su serie.
—¡Mierda! —exclamó, y por si no había quedado claro, añadió—: ¡Mierda!
Golpeó el borde de la mesa con el taco, a lo que siguió un momento un poco incómodo.
—Debes ser especialmente cuidadoso cuando has sumado muchos tantos en una serie —dijo su padre.
—Ya lo sé, papá. Ya lo sé. Iba con mucho cuidado. Es sólo que vuestra conversación me ha distraído un poco.
—Joey, ¿te toca a ti?
¿Por qué presenciar el hundimiento de un amigo le producía el deseo incontrolable de sonreír? Experimentó un maravilloso sentimiento de liberación por no tener que interactuar así con su propio padre. A cada instante que pasaba, sentía que recobraba la buena suerte. En interés de Jonathan, se alegró de fallar su siguiente tiro.
Pero Jonathan se cabreó con él de todos modos. Después de marcharse su padre, vencedor en dos ocasiones, empezó a llamar a Joey maricón de maneras ya menos graciosas y para acabar dijo que ir a Nueva York con Jenna ya no le parecía tan buena idea.
—¿Por qué no? —preguntó Joey, acongojado.
—No lo sé. No me apetece, así de sencillo.
—Pero será una pasada. Podemos intentar entrar en la Zona Cero y ver cómo ha quedado.
—Está prohibido el acceso. No se ve nada.
—También quiero ver dónde ruedan el programa
Today
.
—Es una tontería. Sólo es una ventana.
—Venga, es Nueva York. Tenemos que ir.
—Ve tú con Jenna, pues. En definitiva, eso es lo que quieres, ¿no? Ve a Manhattan con mi hermana, y luego trabaja para mi padre el verano que viene. Y mi madre monta muy bien a caballo. Quizá también quieras salir a montar con ella.
El único lado malo de la buena suerte de Joey eran los momentos en que parecía llegarle a costa de otra persona. Como él no conocía la envidia, se impacientaba con las manifestaciones de dicho sentimiento en otros. En el instituto, más de una vez había tenido que poner fin a la amistad con chicos incapaces de asumir que él tuviese tantos amigos más. En esos casos, pensaba: «madura de una puta vez». Pero su amistad con Jonathan no admitía esa clase de fin, al menos durante el resto del curso académico, y si bien a Joey le molestó su enfurruñamiento, entendía plenamente el dolor de ser hijo.