Cuando entraron en Beckley, donde llovía con mayor intensidad, Lalitha, llena de expectación, se inclinó sobre el volante del coche de alquiler.
—Mañana esta carretera dará pena —dijo Walter, contemplando la lluvia y advirtiendo en su voz, con desagrado, el mal humor propio de un viejo.
—Nos levantaremos a las cuatro e iremos despacio —sugirió Lalitha.
—Ja, eso sí sería una novedad. ¿Te he visto alguna vez ir despacio por una carretera?
—¡Estoy muy emocionada, Walter!
—Yo ni siquiera debería estar aquí —dijo él malhumorado—. Mañana por la mañana debería dar esa rueda de prensa.
—Dice Cynthia que el lunes es el mejor día para el ciclo de las noticias —señaló Lalitha, refiriéndose a su encargada de prensa, cuyo trabajo, hasta la fecha, había consistido básicamente en eludir todo contacto con la prensa.
—No sé qué temo más: que no se presente nadie o que tengamos la sala llena de periodistas.
—Ah, está claro que nos interesa tener la sala llena. Esto es una noticia extraordinaria, si se explica bien.
—Sólo sé que me da miedo.
Alojarse en hoteles con Lalitha se había convertido, quizá, en la parte más difícil de su relación de trabajo. En Washington, donde ella era la vecina de arriba, al menos vivían en plantas distintas, y Patty rondaba por allí para perturbar el panorama. En el Days Inn de Beckley, introdujeron tarjetas llave idénticas en puertas idénticas, a cinco metros una de otra, y entraron en habitaciones cuya profunda insipidez idéntica sólo podía superarse mediante una tórrida relación ilícita. Walter no podía dejar de pensar en lo sola que estaba Lalitha en su habitación idéntica. Parte de su sentimiento de inferioridad residía en la elemental envidia —envidia de su juventud; envidia de su idealismo inocente; envidia de la simplicidad de su situación en comparación con la imposibilidad de la suya—, y se le antojaba que la habitación de ella, aunque en apariencia idéntica, era la habitación de la plenitud, la habitación del anhelo hermoso y permisible, mientras que la suya era la habitación del vacío y la prohibición estéril. Puso la CNN, por el mero ruido, y vio un reportaje sobre la última carnicería en Iraq mientras se desvestía para darse una ducha solitaria.
La mañana anterior, antes de salir hacia el aeropuerto, Patty se había presentado ante la puerta del dormitorio.
—Permíteme expresarlo de la manera más clara posible —dijo—. Te doy mi permiso.
—¿Permiso para qué?
—Ya sabes para qué. Y estoy diciéndote que te lo doy.
Walter casi habría creído que lo decía en serio si Patty no hubiese estado tan desencajada y no se hubiera retorcido las manos de manera tan lastimera mientras hablaba.
—No sé a qué te refieres —dijo él—, pero, sea lo que sea, no quiero tu permiso.
Ella lo miró con expresión suplicante y luego con desesperación, y al final lo dejó solo. Al cabo de media hora, cuando Walter se disponía a irse, llamó a la puerta de la pequeña habitación donde ella escribía y mandaba sus e-mails y donde, de un tiempo a esa parte, dormía cada vez con mayor frecuencia.
—Cielo —dijo a través de la puerta—. Hasta el jueves por la noche.
Como Patty no contestó, volvió a llamar y entró. Estaba sentada en el sofá cama, estrujándose los dedos de una mano con la otra. Tenía la cara enrojecida, descompuesta y surcada de lágrimas. Walter se puso en cuclillas a sus pies y le cogió las manos, que envejecían más deprisa que el resto de su cuerpo; las tenía huesudas, con la piel frágil. —Te quiero —dijo—. ¿Lo entiendes?
Ella asintió, mordiéndose los labios, agradecida pero sin convicción. —Vale —respondió con voz quebrada, susurrante—. Será mejor que te vayas.
¿Cuántas miles de veces más, se preguntó él mientras descendía por la escalera a las oficinas de la fundación, voy a consentir que esta mujer me apuñale el corazón?
La pobre Patty, la pobre extraviada y competitiva Patty, que no hacía nada ni remotamente valiente o admirable en Washington, no podía dejar de advertir la admiración de Walter por Lalitha. La razón por la que él ni siquiera se permitía pensar en amar a Lalitha, y menos aún en hacer nada al respecto, era Patty. No era sólo porque respetara al pie de la letra la ley conyugal, era también porque no soportaba la idea de que Patty supiera que existía alguien de quien él tenía mejor concepto que de ella. Lalitha sí era mejor que Patty. Eso era un hecho. Pero Walter sentía que preferiría morir a reconocer ante Patty ese hecho evidente, ya que, por mucho que acabara amando a Lalitha, y por inviable que fuera ahora su vida con Patty, amaba a Patty de una manera totalmente distinta, de una manera más amplia y abstracta, y no obstante esencial, que tenía que ver con toda una vida de responsabilidad; con ser buena persona. Si despidiera a Lalitha, literal y/o figuradamente, ella lloraría durante unos meses y después seguiría con su vida y haría cosas buenas con otra persona. Lalitha era joven y poseía el don de la lucidez. Mientras que Patty, aunque a menudo lo trataba con crueldad y últimamente, cada vez más, rehuía sus caricias, aún necesitaba que él la tuviera en un pedestal. Eso él lo sabía, o si no, ¿por qué no lo había abandonado? Lo sabía muy pero que muy bien. Dentro de Patty existía un vacío, y a él le había tocado en suerte hacer todo lo posible por llenarlo de amor. Existía en ella un débil asomo de esperanza que sólo él podía salvaguardar. Y por tanto, aunque su situación era ya imposible y parecía volverse más imposible a diario, no tenía más remedio que persistir.
Al salir de la ducha del motel, teniendo la cautela de no mirar en el espejo el lamentable cuerpo pálido de mediana edad, consultó su BlackBerry y encontró un mensaje de Richard Katz.
Eh, colega, aquí trabajo concluido. Nos vemos en Washington ahora o qué? Dormiré en un hotel o en tu sofá? Quiero todos los extras que me merezco.
Saludos a tus heromsas mujeres. RK
Walter examinó el mensaje con una inquietud de origen incierto. Posiblemente se debiera a aquella errata, que le recordaba la dejadez innata de Richard, pero posiblemente también al regusto de su encuentro en Manhattan dos semanas antes. Si bien Walter se había alegrado mucho de volver a ver a su viejo amigo, desde entonces lo obsesionaba la insistencia con que Richard, en el restaurante, había pedido a Lalitha que repitiera la palabra «joder», y las posteriores insinuaciones sobre su interés en el sexo oral, y la manera en que él mismo, en el bar de Penn Station, procedió a hablar mal de Patty, cosa que jamás se permitía ante nadie. Tener cuarenta y siete años e intentar aún impresionar a su compañero de habitación de la universidad denigrando a su mujer y aireando confidencias que era mejor no airear: eso sí era deplorable. Aunque Richard también parecía haberse alegrado de verlo, Walter no podía quitarse de encima la sensación ya más que conocida de que pretendía imponerle su visión katziana del mundo y, en consecuencia, derrotarlo. Cuando, para sorpresa de Walter, antes de despedirse, Richard accedió a prestar su nombre e imagen a la campaña contra la superpoblación, Walter telefoneó de inmediato a Lalitha con la excelente noticia. Pero sólo ella fue capaz de saborearla con pleno entusiasmo. Él subió al tren con destino a Washington preguntándose si había obrado bien.
¿Y por qué, en su mensaje, Richard mencionaba la belleza de Lalitha y Patty? ¿Por qué las saludaba a ellas y no al propio Walter? ¿Era sólo otro descuido fruto de su dejadez? Lo dudaba.
A un paso del Days Inn, en la misma calle, había un asador totalmente de plástico pero provisto de un bar muy bien surtido. Era un lugar absurdo al que ir, ya que ni Walter ni Lalitha comían carne de ternera, pero el recepcionista del motel no tenía nada mejor que recomendar. En un reservado con asientos de plástico, Walter entrechocó el borde de su vaso de cerveza contra la copa de dry martini de Lalitha, que ella procedió a liquidar en un instante. Con una seña, Walter le pidió otro a la camarera y luego, no sin sufrimiento, examinó la carta. Entre los horrores del metano expelido por el ganado bovino, las cuencas hidrográficas devastadas por los lagos de excrementos que generaban las granjas de cerdos y pollos, la catastrófica sobreexplotación pesquera de los océanos, la pesadilla ecológica de las gambas y el salmón de vivero, la orgía antibiótica de las centrales lecheras y el combustible derrochado por la globalización de la producción agrícola, eran pocos los platos que podía pedir sin remordimientos de conciencia salvo patatas, judías y tilapia criada en agua dulce.
—A la mierda —dijo, cerrando la carta—. Voy a pedir el entrecot.
—Una celebración excelente, excelente —convino Lalitha, ya sonrojada—. Yo, el delicioso sandwich de queso gratinado del menú infantil.
La cerveza era interesante. Inesperadamente amarga y no precisamente deliciosa, como si fuera masa de pan bebible. Después de sólo tres o cuatro sorbos, ciertos vasos sanguíneos del cerebro de los que Walter apenas tenía noticia empezaron a palpitar inquietantemente.
—Me ha llegado un mail de Richard —dijo—. Está dispuesto a venir a preparar la estrategia con nosotros. Le he dicho que venga el fin de semana.
—¡Ja! ¿Lo ves? Y decías que ni siquiera valía la pena pedírselo.
—Ya. En eso tenías razón.
Lalitha notó algo en su cara. —¿No te alegras?
—No, no es eso —contestó él—. En teoría, sí. Sólo que hay algo que no… no me inspira confianza. Supongo que no acabo de entender por qué lo hace.
—¡Porque fuimos sumamente convincentes!
—Sí, es posible. O porque tú eres sumamente guapa.
Lalitha pareció complacida y confusa al oírlo. —Es tu mejor amigo, ¿no?
—Lo era. Pero luego se hizo famoso. Y ahora sólo veo el lado de él que no me inspira confianza.
—¿Qué no te inspira confianza en él?
Walter negó con la cabeza, resistiéndose a contestar.
—¿No te inspira confianza por lo que a mí respecta?
—No, eso sería una estupidez, ¿no? Es decir, lo que tú hagas no es asunto mío. Eres una mujer adulta, sabes cuidar de ti misma.
Lalitha se rió, ahora ya sólo complacida, en absoluto confusa.
—Creo que es muy divertido y carismático —dijo—. Pero básicamente me dio pena. ¿Entiendes lo que quiero decir? Parece uno de esos hombres que han de pasarse la vida manteniendo una pose, porque por dentro son débiles. No es un hombre como tú ni mucho menos. Mientras hablábamos, lo único que vi fue lo mucho que te admira, y que procuraba disimularlo lo mejor posible. ¿Tú no te diste cuenta?
Eso le proporcionó a Walter tal grado de satisfacción que se le antojó peligroso. Deseó creerlo, pero tenía sus dudas al respecto, porque le constaba que Richard era, a su manera, implacable.
—En serio, Walter. Los hombres así son muy primitivos. En él, todo se reduce a dignidad, dominio de sí mismo y pose. Él tiene solamente eso, mientras que tú tienes muchas otras cosas.
—Pero eso que él tiene es lo que todo el mundo quiere. Has leído lo que aparece en Nexis sobre él, ya sabes de qué hablo. El mundo no premia las ideas o las emociones, premia al hombre íntegro e imperturbable. Y por eso no me inspira confianza. Ha montado el juego de manera que le permita ganar siempre. En el fondo, puede que admire lo que hacemos, pero nunca lo reconocerá abiertamente, porque ha de mantener su pose, porque eso es lo que todo el mundo quiere, y él lo sabe.
—Sí, pero por eso nos conviene tanto que trabaje con nosotros. Yo no quiero que tú seas imperturbable, no me gustan los hombres imperturbables. Me gustan los hombres como tú. Pero Richard va a ayudarnos a transmitir el mensaje.
Para Walter fue un alivio que la camarera se acercara a tomar nota y pusiera fin al placer de oír las razones por las que él le gustaba a Lalitha. Pero el peligro no hizo más que agravarse cuando ella se tomó el segundo dry martini.
—¿Puedo hacerte una pregunta personal? —dijo Lalitha.
—Eh… sí, claro.
—La pregunta es: ¿crees que debería hacerme una ligadura de trompas?
Había levantado la voz lo suficiente como para que la oyeran en otras mesas, y Walter, en un acto reflejo, se llevó un dedo a los labios. Ya desde el primer momento se sentía blanco de todas las miradas, se sentía llamativamente urbano, allí sentado con una chica de otra raza en medio de las dos variedades de habitantes de la Virginia rural: los obesos y los escuálidos.
—Parece lo lógico —añadió ella en voz más baja—, porque ya sé que no quiero tener hijos.
—Pues yo no… yo no… —Quería decir que, como Lalitha rara vez veía a Jairam, su novio de toda la vida, el embarazo no parecía una preocupación muy acuciante, y que, si alguna vez se quedaba embarazada por accidente, siempre podía abortar. Pero le parecía una frivolidad impropia hablar de las trompas de su ayudante. En su aturdimiento etílico, ella le sonreía con cierta timidez, como si buscara su permiso o temiera su desaprobación—. En realidad creo… considero que Richard tenía razón, no sé si lo recuerdas. Dijo que la gente cambia de opinión sobre estas cosas. Quizá lo mejor sea dejar las puertas abiertas.
—Pero ¿y qué pasa si estoy convencida de que tengo razón ahora, y no me fío de la persona que seré en el futuro?
—En fin, en el futuro ya no serás la persona que eres ahora. Serás esa nueva persona. Y esa nueva persona tal vez quiera cosas distintas.
—Pues que se vaya a la mierda la persona que seré en el futuro —replicó Lalitha, inclinándose sobre la mesa—. Si quiere reproducirse, desde ahora ya no me merece respeto.
Walter se obligó a no mirar a los demás comensales.
—¿Y a qué viene esto ahora? Apenas ves a Jairam.
—Lo digo porque Jairam quiere hijos, por eso. No se cree hasta qué punto hablo en serio cuando digo que yo no quiero. Necesito demostrárselo, para que no me dé más la lata. Ya no quiero ser su novia.
—La verdad es que no sé si tú y yo deberíamos hablar de estas cosas.
—Vale, pero entonces, ¿con quién puedo hablar? Eres el único que me comprende.
—Vamos, Lalitha, por favor. —A Walter el cerebro le nadaba en cerveza—. Lo siento. Lo siento mucho. Tengo la sensación de que te he empujado a algo a lo que no quería empujarte. Aún tienes toda la vida por delante, y yo… tengo la sensación de que te he empujado a algo.
Todo aquello parecía una gran equivocación. Al intentar decir algo concreto, algo ceñido al problema de la demografía mundial, sin querer había dado la impresión de que hablaba en sentido amplio sobre ellos dos. Parecía haber descartado una posibilidad mayor que aún no estaba preparado para descartar, pese a ser consciente de que en realidad no era una posibilidad.