—Por eso he dicho que estudiaré por ti —aclaró Connie—. ¿Es que no me escuchabas?
Joey empezaba a comprender, como no lo había comprendido en Saint Paul, que el precio de las cosas no siempre era evidente a primera vista: que podía tener aún por delante el grueso de los intereses por sus placeres durante los años de instituto.
—Mejor será que nos pongamos en la cola —sugirió—. Si quieres encontrar un buen asiento.
—Vale.
—Además —dijo Joey—, creo que deberíamos dejar pasar al menos una semana sin llamarnos. Es necesario que volvamos a ser más disciplinados.
—Vale —dijo ella, y se encaminó obedientemente hacia el autobús.
Joey la siguió con la bolsa de viaje. Al menos no tenía por qué preocuparse por la posibilidad de que ella le montara un número. Nunca lo había puesto en situaciones comprometidas, nunca había insistido en pasear por la calle cogidos de la mano, nunca había sido de las que se pegaban como una lapa, hacían mohines o lanzaban reproches. Se guardaba todo el ardor para cuando estaban solos, en eso era una especialista. Cuando las puertas del autobús se abrieron, clavó en él una mirada abrasadora y luego le entregó su bolsa de viaje al conductor y subió. No se anduvo con las típicas tonterías propias de las despedidas: todos esos aspavientos desde el otro lado de la ventanilla o el lanzamiento de besos. Se puso los auriculares y, repantigándose, se perdió de vista.
Tampoco se anduvo con tonterías en las semanas posteriores. Obediente, se abstuvo de llamarlo, y mientras se desencadenaba la fiebre nacional y el otoño avanzaba en los montes Blue Ridge, acompañado de una luz trigueña y de penetrantes aromas de césped tibio y de hojas que cambiaban de color, Joey asistió a derrotas aplastantes de los Cavaliers, el equipo de fútbol de la universidad, y frecuentó el gimnasio y ganó bastantes kilos a base de cerveza. En su vida social, tendió a acercarse a los compañeros de residencia de familias prósperas que creían que la solución al mundo islámico era el bombardeo por saturación hasta que esa gente aprendiera a comportarse. Él personalmente no era de extrema derecha, pero se sentía a gusto con quienes sí lo eran. Arrasar Afganistán no era exactamente lo que le pedía su sensación de dislocación, pero sí se aproximaba lo suficiente para proporcionarle cierta satisfacción.
Sólo se sentía aislado cuando, en las reuniones, se había consumido suficiente cerveza como para que la conversación empezara a girar en torno al sexo. Lo suyo con Connie era demasiado intenso y extraño —demasiado sincero, demasiado enturbiado por el amor— para emplear como moneda de cambio en los alardeos. Despreciaba a la vez que envidiaba a sus compañeros de residencia por su fanfarronería colectiva, sus confesiones porno de lo que deseaban hacer con las chicas más selectas del anuario o supuestamente habían hecho, en casos aislados, estando como cubas, y al parecer sin arrepentimiento ni consecuencia alguna, a diversas chicas, también como cubas, de sus antiguas academias e institutos. Los anhelos de sus compañeros de residencia aún se centraban en gran medida en la mamada, cosa que sólo Joey, por lo visto, consideraba poco más que una paja, un pasatiempo para el aparcamiento a la hora del almuerzo.
La masturbación en sí era una disipación degradante cuya utilidad no obstante aprendía a valorar a medida que intentaba desprenderse de las faldas de Connie. Su lugar preferido para buscar alivio era el lavabo de minusválidos de la biblioteca de Ciencias, en cuyo mostrador de reservas ganaba 7,65 dólares a la hora por leer libros de texto y el Wall Street Journal y, de vez en cuando, ir a buscar libros para los empollones de Ciencias. Conseguir un empleo en el mostrador de reservas que podía combinar con los estudios le había parecido una confirmación más de que estaba destinado a tener suerte en la vida. Lo asombraba que la biblioteca conservara aún material impreso de tal rareza y generalizado interés que tuviese que guardarse en pilas aparte y no pudiese sacarse del edificio. Era inevitable que en cuestión de años se digitalizase todo. Muchos de los textos de uso restringido estaban escritos en lenguas extranjeras antes populares e ilustrados con suntuosas láminas en color; los alemanes del siglo XIX habían sido catalogadores del conocimiento humano especialmente aplicados. Incluso se podía dignificar la masturbación, un poco, empleando un atlas de anatomía sexual alemán con un siglo de antigüedad a modo de material auxiliar. Sabía que tarde o temprano tendría que romper su silencio con Connie, pero al final de la jornada, después de utilizar los grifos con mango alargado del lavabo de minusválidos para enjuagarse los gametos y fluidos prostáticos de las manos, decidía arriesgarse a esperar un día más, hasta que por fin, una tarde, a última hora, en el mostrador de reservas, justo el mismo día en en que comprendió que probablemente había esperado un día más de la cuenta, recibió una llamada de la madre de Connie.
—Carol —saludó afablemente—. Hola.
—Hola, Joey. Supongo que sabrás por qué te llamo.
—No, la verdad.
—Pues porque casi le has roto el corazón a nuestra amiguita, por eso.
Con un súbito nudo en el estómago, Joey retrocedió a la intimidad de las pilas de libros.
—Pensaba llamarla esta noche —le dijo a Carol.
—Esta noche. Ya. Pensabas llamarla esta noche.
—Sí.
—¿Por qué será que no te creo?
—No lo sé.
—Pues se ha ido a la cama, así que mejor que no la hayas llamado. Se ha ido a la cama sin cenar. Se ha ido a la cama a las siete.
—Menos mal que no he llamado.
—Esto no tiene gracia, Joey. Está muy deprimida. Le has provocado una depresión y debes dejarte de tonterías. ¿Lo entiendes? Mi hija no es un perro que puedes atar a un parquímetro y olvidarte de él.
—Quizá deberías conseguirle un antidepresivo.
—No es tu animal de compañía que puedes dejar en el asiento trasero y encima con las ventanas subidas —dijo Carol, recreándose en su metáfora—. Formamos parte de tu vida, Joey. Creo que merecemos algo más que lo que estás dándonos, que es nada. Éste ha sido un otoño aterrador para todos los afectados, y tú has estado ausente.
—Oye, tengo clases a las que asistir y otros temas.
—Ya, demasiado ocupado para una llamada de cinco minutos. Después de tres semanas y media de silencio.
—De verdad que pensaba llamarla esta noche.
—No hablemos más de Connie —dijo Carol—. Dejemos a Connie a un lado por un momento. Tú y yo hemos vivido juntos como una familia durante casi dos años. Nunca pensé que me oiría decir esto, pero empiezo a hacerme una idea de lo que le hiciste pasar a tu madre. En serio. Hasta este otoño no me había dado cuenta de lo frío que eres.
Joey dirigió al techo una sonrisa de pura opresión. Siempre había percibido algo un tanto anormal en su relación con Carol. Ella era lo que los chicos preuniversitarios de su residencia y los hermanos de la fraternidad que lo evaluaban como aspirante a miembro tendían a llamar MQMF (Madre Que Me Follaría). Aunque en general dormía bien, alguna noche, durante su estancia en casa de la familia Monaghan, se había despertado con premoniciones extrañas acerca de sí mismo: como el intruso inconsciente y horrorizado en la cama de su hermana, por ejemplo, o como la persona que por accidente disparaba un clavo a la frente de Blake con la pistola de clavos de Blake, o, lo más extraño, como la enorme grúa en un importante astillero de los Grandes Lagos, levantando mediante su miembro horizontal pesados contenedores de la cubierta de un buque nodriza y, con un balanceo, depositándolos suavemente en una gabarra más plana y pequeña. Estas visiones tendían a producirse momentos después de una conexión poco apropiada con Carol: la imagen de su culo desnudo por el resquicio de la puerta casi cerrada del dormitorio de ella y Blake; el guiño de complicidad que le dirigía a Joey después de un eructo de Blake en la mesa; el prolongado y explícito razonamiento que le ofreció (ilustrado con gráficas anécdotas de su descuidada juventud) cuando decidió que Connie tomara anticonceptivos. Como Connie, por naturaleza, era incapaz de disgustarse con Joey, había recaído en su madre la labor de dejar constancia de su descontento. Carol era el órgano locuaz de Connie, su defensora sin pelos en la lengua, y Joey, a veces, las noches de los fines de semana en que Blake salía con sus amigotes, se sentía el elemento central de lo que era casi un trío, recitando Carol sin parar todo aquello que Connie se callaba, haciendo Connie después en silencio con Joey todo aquello que Carol no podía hacer, y despertándose Joey sobresaltado a altas horas de la madrugada con la sensación de hallarse atrapado en algo no del todo correcto. MQMF.
—¿Y qué se supone que debo hacer? —preguntó.
—Bueno, para empezar, quiero que seas un novio más responsable.
—No soy su novio. Estamos en un paréntesis.
—¿Qué paréntesis? ¿Qué significa eso?
—Significa que estamos experimentando cómo nos sentimos al pasar un tiempo separados.
—Eso no es lo que dice Connie. Connie dice que quieres que estudie para que pueda aprender tareas de administración y ser ayudante tuya en tus proyectos.
—Oye. Carol. Cuando dije eso estaba colocado. Dije por error lo que no debía mientras estaba colocado con la potentísima hierba que compra Connie.
—¿Crees que no sé que fuma? ¿Crees que Blake y yo no tenemos olfato? No estás diciéndome nada que no sepa. Chivándote, lo único que consigues es quedar como un mal novio.
—La cuestión es que dije lo que no debía. Y no he tenido ocasión de rectificar, porque acordamos no hablar durante un tiempo.
—¿Y quién es el responsable de eso? Sabes que para ella eres como un dios. Como un dios textualmente, Joey. Le dices que contenga la respiración, y la contendrá hasta desmayarse. Le dices que se siente en un rincón, y se quedará sentada en un rincón hasta caerse redonda de hambre.
—Ya, ¿y quién tiene la culpa de eso? —preguntó Joey.
—Tú.
—No, Carol. La tienes tú. Tú eres su madre. Es en tu casa donde vive. —Yo soló estuve de paso.
—Sí, y ahora sigues tu camino, sin asumir la responsabilidad. Después de haber estado prácticamente casado con ella. Después de formar parte de nuestra familia.
—Alto ahí. Alto ahí. Carol, estoy en primer año de carrera. ¿Lo entiendes? Lo raro es el hecho mismo de que tengamos esta conversación.
—Lo que entiendo es que cuando yo era un año mayor que tú ahora, tuve una hija y no me quedó más remedio que abrirme paso sola en la vida.
—¿Y cómo te ha ido?
—No muy mal, la verdad. No pensaba decírtelo, porque aún es pronto, pero ya que me lo preguntas, Blake y yo vamos a tener otro hijo. Nuestra pequeña familia está a punto de crecer un poco.
Joey tardó un momento en asimilar que estaba anunciándole su embarazo.
—Oye —dijo—. Aún estoy en el trabajo. O sea, enhorabuena y todo eso. Pero en este preciso momento estoy ocupado.
—Ocupado. Ya.
—Te prometo que la llamaré mañana por la tarde.
—No, perdona pero eso no bastará —respondió Carol— Tienes que venir cuanto antes y pasar un tiempo con ella.
—No es posible.
—Entonces ven una semana en Acción de Gracias. Celebraremos un agradable día de Acción de Gracias en familia, los cuatro. Así ella tendrá algo con que ilusionarse y tú podrás ver con tus propios ojos lo deprimida que está.
Joey había planeado pasar esas fiestas en Washington con su compañero de habitación, Jonathan, cuya hermana mayor, estudiante de tercero en Duke, o era engañosamente fotogénica o era alguien a quien valía la pena conocer en persona. La hermana se llamaba Jenna, y a Joey su nombre lo llevaba a evocar a las gemelas Bush y todas las juergas y la moral relajada que acompañaban al apellido Bush.
—No tengo dinero para el vuelo —pretextó.
—Puedes venir en autobús, igual que Connie. ¿O el autobús no está a la altura de Joey Berglund?
—Además, tengo otros planes.
—Pues más vale que los cambies —zanjó Carol—. Tu novia de los últimos cuatro años está gravemente deprimida. Se pasa horas llorando, no come. He tenido que hablar con su jefe del Frost's para que no la echen, porque se le olvidan los pedidos, se lía, no sonríe nunca. Es posible que se coloque en el trabajo, no me extrañaría. Después viene a casa y se va directo a la cama y ahí se queda. Cuando le toca el turno de tarde, tengo que venir a casa al mediodía para asegurarme de que se ha levantado y vestido para ir a trabajar, porque se niega a coger el teléfono. Luego tengo que llevarla al Frost's y asegurarme de que entra. Mandé a Blake para que lo hiciera por mí, pero ahora ella se niega a obedecerle y no le dirige siquiera la palabra. A veces pienso que pretende destruir mi relación con él, sólo por despecho, porque tú te has ido. Cuando le digo que vaya al médico, contesta que no necesita un médico. Cuando le pregunto qué quiere demostrar, y qué se propone hacer en la vida, dice que se propone estar contigo. Sólo eso. Así que, sean cuales sean tus planes para Acción de Gracias, más vale que los cambies.
—He dicho que la llamaré mañana.
—¿De verdad crees que puedes usar a mi hija como amiguita sexual durante cuatro años y dejarla plantada cuando te conviene? ¿Eso es lo que crees? Sólo era una niña cuando empezaste a tener relaciones con ella.
Joey se acordó del trascendental día en su viejo fortín del árbol, cuando Connie se frotó la entrepierna de sus pantalones de perneras recortadas y luego, cogiéndole a él la mano un poco más pequeña, le enseñó dónde tocarla: qué poca persuasión había necesitado Joey.
—Yo también era un niño, no lo olvidemos —dijo.
—Tú nunca has sido un niño, guapo —respondió Carol—. Siempre has sido muy frío y dueño de ti mismo. No creas que no te conocía ya cuando eras pequeño. ¡Ni siquiera llorabas! Jamás he visto algo parecido. Ni siquiera llorabas al darte un golpe en un dedo del pie. Contraías la cara pero no decías ni pío.
—No es verdad. Sí lloraba. Lo recuerdo claramente.
—La utilizaste, me utilizaste a mí, utilizaste a Blake. ¿Y ahora crees que puedes darnos la espalda y marcharte sin más? ¿Crees que es así como funciona el mundo? ¿Crees que estamos todos aquí sólo para tu disfrute personal?
—Intentaré convencerla para que vaya al médico, y a ver si le recetan algo. Pero oye, Carol, esta conversación que estamos manteniendo es francamente rara. No es una conversación muy adecuada.
—Pues más vale que vayas acostumbrándote, porque volveremos a tenerla mañana, y pasado, y al otro, hasta que te oiga decir que vienes en Acción de Gracias.