—Tiene un novio muy serio.
—No lo dudo.
—Ah, no, perdona, me he expresado mal. Debería haber dicho que ella va muy en serio con un novio que, de hecho, es un tipo ridículo y un idiota de primera. No insultaré mi propia inteligencia preguntándote por qué me preguntas por ella.
—Era sólo por cortesía —respondió Joey.
—Ja, ja. Cuando Jenna se marchó por fin a la universidad, fue muy interesante averiguar quiénes eran mis amigos de verdad y a cuáles les interesaba venir a casa sólo si ella estaba. Resultó que estos eran más o menos el cincuenta por ciento.
—Yo tuve el mismo problema, pero no con mi hermana —dijo Joey, sonriendo al acordarse de Jessica—. En mi caso, eran un futbolín, un hockey de mesa y un barril de cerveza a presión.
Y con la libertad que da estar en la carretera, procedió a contarle a Jonathan las circunstancias de sus dos últimos años de instituto. Su compañero escuchó con relativa atención, pero sólo mostró interés en una parte de la historia, la relativa al tiempo que vivió con su novia.
—¿Y dónde está esa persona ahora?
—En Saint Paul. Sigue en su casa.
—No jodas —dijo Jonathan, muy impresionado—. Pero un momento. Esa chica que Casey vio entrar en nuestra habitación en el Yom Kippur… no sería ésa, ¿verdad?
—Pues sí —respondió Joey—. Rompimos, pero tuvimos una especie de recaída.
—¡Eres un embustero de mierda! Me dijiste que era sólo un ligue.
—No. Sólo dije que no quería hablar del tema.
—Me hiciste creer que era un ligue. Me parece increíble que la trajeras intencionadamente cuando yo no estaba.
—Como te he dicho, tuvimos una recaída. Ya hemos roto.
—¿En serio? ¿No hablas con ella por teléfono?
—Sólo un poco. Está muy deprimida.
—Me impresiona lo listillo y embustero que me has salido.
—No soy un embustero.
—Dijo el embustero. ¿Tienes una foto de ella en tu ordenador?
—No —mintió Joey.
—Joey el semental secreto —dijo Jonathan—. Joey el fugitivo. Dios mío. Ahora te entiendo mejor.
—Vale, pero aún soy judío, así que aún tengo que caerte bien.
—No he dicho que me caigas mal. He dicho que ahora te entiendo mejor. Me la trae floja que tengas novia, no se lo diré a Jenna. Pero te aviso ya mismo: tú no tienes la llave de su corazón.
—¿Y cuál es?
—Un empleo en Goldman Sachs. Eso es lo que tiene su novio. Según él mismo, su ambición consiste en haber amasado cien millones a los treinta años.
—¿Estará en casa de tus padres?
—No; está en Singapur. Acabó la carrera el año pasado, y lo mandan ya al puto Singapur para no sé qué rollo, una operación de mil millones de dólares que lo tiene ocupado día y noche. Muchacho, mi hermana estará sola en casa suspirando por él.
El padre de Jonathan era el fundador e ínclito presidente de un laboratorio de ideas destinado a la promoción del ejercicio unilateral de la supremacía militar estadounidense con el objetivo de conseguir un mundo más libre y más seguro, sobre todo para Estados Unidos e Israel. A lo largo de octubre y noviembre, rara vez pasaba una semana sin que Jonathan le mostrase a Joey un artículo de opinión en el Times o el Journal en que su padre se explayaba sobre la amenaza del islamismo radical. También lo habían visto en NewsHour y en Fox News. Tenía la boca llena de dientes excepcionalmente blancos que resplandecían cada vez que hablaba, y aparentaba edad suficiente para ser el abuelo de Jonathan. Además de Jonathan y Jenna, tenía otros tres hijos mucho mayores de anteriores matrimonios, más dos ex esposas.
La casa de su tercer matrimonio estaba en McLean, Virginia, en una arbolada calle sin salida que semejaba una visión del lugar donde Joey quería vivir en cuanto se hiciese rico. Dentro de la casa, de suelos de roble de veta fina, parecía haber un sinfín de habitaciones que daban a un barranco boscoso donde los pájaros carpinteros volaban vertiginosamente entre árboles en su mayor parte deshojados. Pese a haberse criado en una casa que consideraba llena de libros y buen gusto, Joey se quedó atónito ante la cantidad de libros encuadernados en tapa dura y la evidente gran calidad del botín multicultural que el padre de Jonathan había acumulado durante sus distinguidas etapas de residencia en el extranjero. Si Jonathan se había sorprendido al enterarse de las aventuras de Joey en el instituto, éste no se sorprendía menos ahora al ver el lujoso entorno de clase alta del que procedía su compañero de habitación, un chico desordenado y de modales más bien toscos. Lo único que desentonaba realmente era la recargada y chabacana parafernalia judía, dispuesta en distintos huecos y rincones. Al ver a Joey hacer una mueca ante una
menorá
plateada especialmente monstruosa, Jonathan le aseguró que era en extremo antigua, rara y valiosa.
La madre de Jonathan, Tamara, que en su día había sido un auténtico bombón y que en cierto modo todavía lo era, le enseñó a Joey la lujosa habitación con cuarto de baño que sería para su uso exclusivo.
—Jonathan me ha dicho que eres judío —comentó.
—Sí, eso parece —contestó Joey.
—Pero ¿no practicante?
—De hecho, ni siquiera era consciente de serlo hasta hace un mes.
Támara negó con la cabeza.
—Eso no lo entiendo —dijo—. Sé que es muy habitual, pero nunca lo he entendido.
—Tampoco es que fuera cristiano ni nada por el estilo —aclaró Joey a modo de excusa—. No era un asunto importante.
—Bueno, bienvenido seas a esta casa. Quizá encuentres interesante conocer un poco mejor tu legado. Como verás, Howard y yo no somos especialmente conservadores. Sólo pensamos que es importante ser consciente y preservar la memoria.
—Aquí te meterán en vereda a latigazos —dijo Jonathan.
—No te preocupes, serán latigazos muy delicados —le aseguró Tamara con una sonrisa a lo MQMF.
—Me parece muy bien —dijo Joey—. Estoy dispuesto a lo que haga falta.
En cuanto pudieron, los dos se escaparon a la sala de juegos del sótano, cuyo equipamiento habría eclipsado incluso el del gran salón de Blake y Carol. Prácticamente se habría podido jugar al tenis en la superficie de fieltro azul de la mesa de billar de caoba. Jonathan introdujo a Joey en un juego complicado, interminable y frustrante que se llamaba
Billar Vaquero
y requería una mesa sin mecanismo central de recolección de bolas. Cuando Joey se disponía a sugerir que lo dejaran para pasar al hockey de mesa, juego en el que poseía una pericia aniquiladora, bajó la hermana, Jenna. Desde la cima de sus dos años de ventaja, reconoció apenas la presencia de Joey y empezó a hablar de apremiantes asuntos familiares con su hermano.
Joey comprendió de pronto, como nunca antes, a qué se refería la gente al decir «quedarse sin aliento». Jenna poseía esa inquietante belleza ante la que todo alrededor, incluso las funciones orgánicas básicas del observador, se veía relegado al rango de consideración secundaria. Al lado de su silueta y su tez y su estructura ósea, las facciones que él tanto había admirado en otras chicas «guapas» ahora le parecían burdas aproximaciones a la belleza; ni siquiera sus fotos le hacían justicia. Tenía el pelo espeso y reluciente, de un rubio rojizo, y llevaba un chándal de Duke un par de tallas grandes y un pantalón de pijama de franela, que, lejos de ocultar la perfección de su cuerpo, ponían de manifiesto el poder de éste para imponerse incluso a las prendas más holgadas. Todos los demás objetos en los que Joey posaba la vista en la sala de juegos le distinguían sólo por el hecho de no ser ella: todo era la misma bazofia. Y sin embargo, cuando Joey conseguía por fin lanzarle una mirada furtiva, tenía el cerebro tan alterado que no veía gran cosa. En conjunto, aquello le resultó extrañamente agotador. No sabía qué cara poner que no resultase falsa y afectada. Tenía viva conciencia de estar allí plantado, con la mirada fija en el suelo y una mueca estúpida, mientras ella y su hermano, asombrosamente impertérrito, discutían sobre la expedición a Nueva York que ella se proponía hacer el viernes para ir de tiendas.
—No puedes endosarnos el Cabriolet —protestó Jonathan—. Montados en ese trasto, Joey y yo pareceríamos una pareja de hecho.
El único defecto evidente de Jenna era su voz, que era aflautada e infantil.
—Sí, claro —dijo—. Una pareja de hecho con vaqueros caídos hasta medio culo.
—Es sólo que no entiendo por qué no puedes ir tú a Nueva York en el Cabriolet —replicó Jonathan—. No sería la primera vez.
—Porque mamá no me deja. No en un puente de fin de semana. El Land Cruiser es más seguro. Te lo devolveré el domingo.
—¿Lo dices en serio? El Land Cruiser es una máquina de volcar. Es un peligro mortal.
—Eso díselo a mamá. Dile que tu coche de estudiante de primero es una máquina de volcar peligrosa y que por eso no puedo llevármelo a Nueva York.
—¡Eh! —Jonathan se volvió hacia Joey—. ¿A ti te apetecería pasar el fin de semana en Nueva York?
—¡Claro!
—Tú coge el Cabriolet —dijo Jenna—. Por tres días no te pasará nada.
—No, si me parece una idea genial —dijo Jonathan—. Podemos viajar todos a Nueva York en el Land Cruiser e ir de compras. Puedes ayudarme a buscar un pantalón que esté a la altura de tus exigencias.
—¿Quieres saber las razones por las que ese plan no es ni mínimamente viable? Para empezar, no tenéis dónde alojaros.
—¿Por qué no podemos instalarnos contigo en casa de Nick? ¿Él no está en… Singapur o algo así?
—Nick no querrá que una panda de pipiolos de primero de universidad invadan su apartamento. Además, quizá vuelva el sábado por la noche.
—Dos no son una panda. Sólo seríamos yo y mi compañero de habitación de Minnesota, un chico increíblemente ordenado.
—Soy muy ordenado —aseguró Joey.
—No lo dudo —dijo ella desde su pedestal, con nulo interés. Aun así, la presencia de Joey parecía dificultar su resistencia: no podía mostrarse tan displicente con un desconocido como con su propio hermano—. En el fondo me da igual. Se lo preguntaré a Nick. Pero si él dice que no, no podréis venir.
En cuanto ella se marchó, Jonathan chocó los cinco con Joey.
—New York, New York —canturreó—. Seguro que podremos instalarnos en casa de la familia de Casey si Nick se pone tan gilipollas como de costumbre. Viven por el Upper East Side.
Joey estaba sencillamente anonadado por la belleza de Jenna. Penetró en el espacio que ella había ocupado, que olía ligeramente a pachuli. El hecho de que pudiera pasar todo un fin de semana cerca de ella, por la pura casualidad de ser compañero de habitación de Jonathan, se le antojaba una especie de milagro.
—Tú también, veo —dijo Jonathan, negando con la cabeza con gesto pesaroso—. He aquí la historia de mi joven vida.
Joey se sintió enrojecer.
—Lo que no me explico es cómo has salido tú tan feo.
—Ja, ya sabes lo que dicen de los padres mayores. Mi padre tenía cincuenta y un años cuando nací, hubo dos años cruciales de deterioro genético. No todos los chicos son niños bonitos como tú.
—No me había dado cuenta de que sintieras eso por mí —respondió Jonathan.
—Pero ¿qué dices? Yo sólo busco la belleza en las chicas, donde tiene que estar.
—Anda y que te den por culo, niño rico.
—Niño bonito, niño bonito.
—Que te den por culo. Venga, vamos a jugar a hockey, y ya verás la paliza que te meto.
—Bueno, mientras lo que quieras meterme sea sólo una paliza…
Pese a las amenazas de Tamara, durante la estancia de Joey en McLean afortunadamente no hubo mucho adoctrinamiento religioso, ni de hecho interacción paterna invasiva de ningún tipo. Jonathan y él se apalancaron ante el home cinema del sótano, provisto de asientos abatibles y una pantalla de cien pulgadas, y allí se quedaron hasta las cuatro de la madrugada viendo programas malos de televisión y calumniando el uno al otro su heterosexualidad. El día de Acción de Gracias, cuando por fin se despertaron, llegaba ya a la casa una multitud de parientes. Como Jonathan estaba obligado a hablar con ellos, Joey, sin darse cuenta, acabó flotando por las preciosas habitaciones como una molécula de helio, dedicándose a dibujar líneas visuales por las que podría pasar Jenna o, mejor aún, en las que podría posarse. La inminente excursión a Nueva York, para la que asombrosamente su novio había dado el visto bueno, era una apuesta segura: dispondría, como mínimo, de dos largos viajes en coche para impresionarla. De momento, sólo quería que su vista se acostumbrara a ella, que mirarla no le fuese tan imposible. Llevaba un recatado vestido de cuello alto, un vestido «amistoso», y sabía maquillarse muy bien o apenas se maquillaba. Joey reparó en sus buenos modales, puestos de manifiesto en su paciencia con los tíos calvos y las tías con liftings que al parecer tenían muchas cosas que contarle.
Antes de servirse la cena, Joey se escabulló a su habitación para telefonear a Saint Paul. En su presente estado, llamar a Connie quedaba descartado; la vergüenza por sus conversaciones obscenas, curiosamente adormecida durante todo el otoño, ahora empezaba a dejarse notar. Otra cosa eran sus padres, aunque sólo fuese por los cheques de su madre que venía haciendo efectivos.
En Saint Paul fue su padre quien cogió el teléfono, y habló con él durante no más de dos minutos antes de entregarle el auricular a su madre, cosa que Joey interpretó como una especie de traición. La verdad era que sentía bastante respeto por su padre —por la coherencia de sus críticas; por el rigor de sus principios—, y habría sentido aún más si su padre no hubiese sido tan deferente con su madre. A Joey le habría venido bien un poco de respaldo masculino, y sin embargo su padre siempre se lo quitaba de encima para endilgárselo a su madre y se desentendía de los dos.
—Eh, hola —dijo ella con una calidez que le erizó el vello.
De inmediato, tomó la determinación de tratarla con severidad, pero, como tantas veces, ella lo desarmó mediante su humor y su arrolladora risa. Casi sin saber cómo, ya le había descrito todo el panorama en McLean, excluyendo a Jenna.
—¡Una casa llena de judíos! —exclamó Patty—. Muy interesante para ti.
—Tú misma eres judía. Y eso me convierte a mí en judío. Y a Jessica, y a los hijos de Jessica si algún día los tiene.
—No, eso es sólo para quienes se han creído el cuento. —Después de tres meses en el este, Joey percibía en ella cierto acento de Minnesota—. Verás, por lo que se refiere a la religión, eres sólo lo que tú dices que eres. Nadie más puede decirlo por ti.