Authors: Anne Rice
Mi madre asintió con la misma mirada comprensiva, como si tras sus ojos destellara una luz.
—Y en la montaña, madre, cuando luchaba con los lobos... Fue un poco lo mismo.
—¿Sólo un poco? —preguntó ella. Asentí con la cabeza.
—Mientras mataba a los lobos, me sentía alguien distinto de mí. Ahora no sé quién está aquí contigo, si tu hijo Lestat o ese otro hombre, el que disfruta matando.
Ella permaneció en silencio un largo rato.
—No —dijo por último—. Fuiste tú quien mató a los lobos. Tú eres el cazador, el guerrero. Tú eres el más fuerte de todos aquí, y ésa es tu tragedia.
Sacudí la cabeza. Mi madre tenía razón, pero no importaba. Aquello no compensaba la infelicidad que sentía. Sin embargo, ¿de qué servía pregonarlo?
Ella apartó un momento la mirada; luego la concentró de nuevo en mí y añadió:
—Pero tú eres muchas cosas, no sólo una. Eres el matador y el hombre. No cedas ante el matador que llevas dentro, sólo porque los odies. No tienes que cargar sobre ti el peso del asesinato o de la locura para liberarte de este lugar. Sin duda habrá otros modos.
Las dos últimas frases fueron dos mazazos. El comentario había ido directo al meollo del asunto. Y me desconcertó lo que eso significaba.
Siempre había considerado que no podía ser una buena persona y enfrentarme a ellos. Ser bueno significaba someterme a ellos. Salvo, naturalmente, que encontrara una idea más interesante de la bondad.
Permanecimos sentados en silencio unos instantes. Y pareció surgir una atmósfera de intimidad inhabitual incluso para nosotros. Ella tenía la vista fija en el fuego y se rascaba su espesa cabellera, que llevaba recogida en un moño en la parte posterior de la cabeza.
—¿Sabes qué imagino? —me preguntó, mirándome otra vez—. No tanto en su muerte como en un abandono que prescinda completamente de ellos. Me imagino bebiendo vino hasta estar tan ebria que me quito la ropa y me baño desnuda en los arroyos de la montaña.
Casi me eché a reír, pero era una sublime diversión. La contemplé, dudando por un instante de si la había entendido bien. Pero aquéllas eran las palabras que había pronunciado y no había terminado.
—Y luego imagino que voy al pueblo —dijo— y entro en la posada y me llevo a la cama a todos los hombres que acuden allí: hombres bastos, hombres grandes, ancianos y muchachos. Me imagino allí tendida, tomándoles uno tras otro y dejándome llevar por una sensación de triunfo, por un total abandono sin la menor preocupación por lo que pueda sucederles a tu padre o a tus hermanos, si están vivos o muertos. En ese momento, me siento puramente yo misma. Yo no pertenezco a nadie.
Me sentí demasiado escandalizado y asombrado para responder, pero, de nuevo, aquello me resultó terriblemente divertido. Pensé en mi padre y en mis hermanos y en los pomposos tenderos del pueblo e imaginé cómo reaccionarían ante tal conducta, y me pareció una situación casi hilarante.
Si no me reí a carcajadas fue, probablemente, por una especie de respeto hacia la imagen de mi madre desnuda. Sin embargo, no pude quedarme callado del todo. Solté una ligera risilla y ella asintió con una sonrisa mientras enarcaba las cejas, como si dijera: «Nosotros nos entendemos».
Finalmente, estallé en carcajadas, descargué el puño sobre mi rodilla y golpeé con la coronilla la cabecera de la cama. Entonces, mi madre casi se echó a reír. Tal vez lo estaba haciendo para sus adentros, con su estilo discreto y callado.
Curioso instante. Tuve una visión casi brutal de mi madre como un ser humano completamente aparte de todo lo que la rodeaba. Nosotros dos nos entendíamos, en efecto, y el resentimiento que sentía hacia ella no tenía importancia ahora.
Mi madre se quitó el alfiler del cabello y dejó que éste le cayera libremente sobre los hombros.
Tras esto, permanecimos sentados en silencio durante tal vez una hora. No hubo más risas ni más palabras, sólo el resplandor del fuego y la presencia de ella junto a mí.
Ella había vuelto el rostro para contemplar el fuego. Su perfil, con la delicadeza de la nariz y los labios, era una visión muy hermosa. Entonces, movió la cabeza para mirarme de nuevo, y, con la misma voz uniforme y sobria, desprovista de toda emoción desmedida, me reveló:
—Ya nunca me iré de aquí. Me estoy muriendo.
Me quedé anonadado. El asombro y el desconcierto que había sentido antes no fueron nada comparados con lo que sentí en aquel instante.
—Todavía viviré esta primavera —continuó— y es posible que el verano también, pero no resistiré otro invierno, lo sé. El dolor de los pulmones es demasiado insoportable.
Lancé un pequeño gemido de angustia. Creo que me incliné hacia adelante y exclamé: «¡Madre!».
—No digas nada más —replicó ella.
Creo que le desagradaba oírse llamar madre, pero yo no había podido evitar la palabra.
—Sólo deseaba decírselo a otra alma —continuó—. Oírlo en voz alta. Estoy absolutamente horrorizada con esa idea. Me da miedo.
Quise cogerle las manos entre las mías, pero sabía que ella no lo permitiría. No le gustaba que la tocaran. Nunca pasaba sus brazos en torno a nadie. Así, pues, fueron nuestras miradas las que se abrazaron. Y los ojos se me llenaron de lágrimas al mirarla.
Ella me dio unas palmaditas en la mano.
—No le des muchas vueltas a eso —me dijo—. Yo no lo hago. Sólo de vez en cuando. Pero debes prepararte para seguir viviendo sin mí cuando llegue la hora. Tal vez te resulte más difícil de lo que piensas.
Quise decir algo, pero no me salieron las palabras.
Mi madre salió de la alcoba como había entrado, en completo silencio.
Y, aunque en ningún momento había dicho nada de mis ropas ni de mi barba, ni del aspecto horrible que yo presentaba, mi madre me envió a los criados con ropas limpias, la navaja de afeitar y agua caliente. Sin decir palabra, dejé que se ocuparan de mí.
Empecé a sentirme un poco más fuerte. Dejé de pensar en lo sucedido con los lobos y concentré los pensamientos en mi madre.
Recordé sus palabras, «absolutamente horrorizada», y no supe qué pensar de ellas, salvo que parecían reflejar la verdad exacta. Así me sentiría yo si estuviera muriéndome lentamente. Antes preferiría haber acabado mi vida en la montaña, con los lobos.
Pero en su confidencia había mucho más. Tras su permanente silencio, mi madre siempre se había sentido desgraciada. Le disgustaban tanto como a mí la inercia y la falta de perspectivas de nuestras vidas. Y ahora, después de tener ocho hijos, tres vivos y cinco fallecidos, estaba cerca de la muerte. Aquél era su final.
Decidí abandonar la cama y la habitación si eso la hacía sentirse mejor, pero, cuando lo intenté, no pude. La idea de que estuviera muñéndose me resultaba insoportable. Recorrí paso a paso la estancia una y otra vez, comí todo lo que me trajeron, pero seguí sin acudir a su encuentro.
Sin embargo, cuando casi se cumplía un mes de los hechos, acudieron al castillo unos visitantes que reclamaban mi presencia.
Mi madre acudió a verme y dijo que debía recibir a los comerciantes del pueblo, que querían honrarme por haber matado los lobos.
—¡Bah, al diablo con eso! —respondí.
—No —insistió ella—. Tienes que bajar. Te traen regalos. Ve a cumplir con tu deber.
Todo aquello me fastidiaba.
Cuando entré en el salón, encontré esperándome a los ricos tenderos, todos ellos hombres a quienes conocía bien.
Todos venían engalanados para la ocasión, pero entre ellos destacaba un joven a quien no reconocí en un primer momento.
Tenía aproximadamente mi edad, y era muy alto. Cuando nuestras miradas se cruzaron, recordé quién era. Nicolás de Lenfent, el hijo mayor del pañero, a quien su padre había enviado a estudiar a París.
Ahora, el muchacho era como una aparición.
Vestido con una espléndida casaca de brocado en colores rosa y oro, calzaba chinelas de tacones dorados y llevaba una llamativa pechera de encaje italiano. Únicamente su cabello seguía siendo el de antes, oscuro y muy rizado, y le daba un aspecto un tanto infantil pese a llevarlo atado a la nuca con una delicada cinta de seda.
Todo aquello era moda parisina, de la que yo veía pasar por la casa de postas.
Y ahora tenía que ir a su encuentro con mis raídas ropas de lana y mis gastadas botas de cuero y unos encajes amarillentos, mil veces zurcidos.
Nos saludamos con sendas reverencias, pues él era, al parecer, el portavoz de los reunidos. A continuación, el joven Nicolás extrajo de su humilde envoltorio de estameña negra una magnífica capa de terciopelo rojo forrada de piel. Un objeto magnífico, hermosísimo. A mi interlocutor le brillaban intensamente los ojos cuando me miró. Se hubiera dicho que estaba admirando a un soberano.
—Os ruego que aceptéis esta capa, monseñor —dijo con voz sincera—. Hemos utilizado la piel más fina de los lobos para forrarla y hemos pensado que os será de utilidad en invierno, cuando salgáis de cacería a caballo.
—Y esto también, monseñor —añadió su padre, presentándome un par de botas de gamuza negras, forradas de piel y finamente cosidas—. Para la cacería, monseñor.
Me sentí un poco abrumado. Aquellos hombres, que tenían la clase de riqueza con la que yo podía sólo soñar, expresaban en sus gestos la mayor deferencia hacia mí y me rendían respeto como aristócrata.
Acepté la capa y las botas y les di las gracias con la misma efusividad con que siempre agradecía las cosas a cualquiera.
Y, a mi espalda, escuché a mi hermano Augustin comentar:
—¡Ahora sí que se pondrá realmente imposible!
Noté que me ruborizaba. Era ultrajante que hubiera hecho tal comentario en presencia de aquellos hombres, pero cuando miré a Nicolás de Lenfent vi en su rostro la expresión más afectuosa.
—Yo también soy imposible, monseñor —me susurró mientras le daba el beso de despedida—. ¿Me permitiréis algún día venir a hablar con vos para que me contéis cómo acabasteis con todos? Sólo el imposible puede hacer lo imposible.
Ninguno de los tres comerciantes me había hablado jamás de aquel modo. Por un instante, Nicolás y yo volvimos a ser dos chiquillos. Y solté una carcajada. Su padre pareció desconcertado. Mis hermanos dejaron de cuchichear. Pero Nicolás de Lenfent continuó sonriendo con parisina serenidad.
Cuando la delegación se hubo marchado, llevé la capa de terciopelo rojo y las botas de gamuza a la habitación de mi madre.
Estaba leyendo, como siempre, mientras se cepillaba el cabello con gesto indolente. Bajo la débil luz que entraba por la ventana, le vi por primera vez canas en el pelo. Le comenté lo que había dicho Nicolás de Lenfent.
—¿Por qué dice que es imposible? —quise saber—. Dijo esa frase con intención, como si se refiriera a algo concreto.
Ella se echó a reír.
—Se refiere a algo, desde luego —respondió después—. Está castigado. —Apartó por un instante los ojos del libro y me miró—. Ya sabes que toda la vida le han educado para ser una pequeña imitación de aristócrata. Pues bien, durante su primer año como estudiante de Leyes en París, fue a enamorarse locamente del violín. Al parecer, escuchó a un virtuoso italiano, uno de esos genios de Padua, tan excepcional que la gente murmura sobre si habría vendido su alma al diablo. Tras oírle, Nicolás lo abandonó todo inmediatamente para acudir a tomar lecciones de Wolfgang Mozart. Incluso vendió sus libros. No hizo otra cosa que tocar y tocar el instrumento, hasta suspender los exámenes en Leyes. Insiste en que quiere ser músico, ¿te imaginas?
—Y su padre está fuera de sí, ¿no es eso?
—Exacto. Incluso le rompió el violín, y ya sabes lo que representa una mercadería cara para un buen pañero.
Sonreí.
—¿Y, así, Nicolás se ha quedado sin violín?
—No, ya tiene otro instrumento. No tardó en escapar a Clermont y allí vendió su reloj para comprar el nuevo violín. Tiene razón cuando dice que es imposible, y lo peor es que toca bastante bien.
—¿Le has oído?
Mi madre apreciaba la buena música, pues había crecido escuchándola en Nápoles. Yo, en cambio, sólo conocía el coro de la iglesia y la música popular de las ferias.
—Sí, el domingo pasado, cuando iba a misa —respondió—. Nicolás estaba tocando en el dormitorio del piso superior, encima de la tienda. Todo el mundo podía oírle y su padre le estaba amenazando con romperle las manos.
Solté un leve jadeo ante tal crueldad. Me sentía profundamente fascinado. Creo que empecé a quererle en ese mismo instante, por lanzarse de aquel modo a hacer lo que deseaba.
—Naturalmente, el muchacho nunca llegará a nada —siguió comentando mi madre.
—¿Por qué no?
—Es demasiado mayor. No se puede empezar a aprender violín a los veinte años. De todos modos, ¿qué sé yo? A su modo, tiene una forma mágica de tocar. Y tal vez le venda su alma al diablo.
Me eché a reír, un poco inquieto. Aquello sonaba a magia.
—¿Por qué no bajas al pueblo y te haces amigo suyo? —me sugirió.
—¿Por qué diablos tendría que hacerlo? —repliqué.
—Vamos, Lestat. A tus hermanos no les hará mucha gracia. Y el viejo comerciante no cabrá en sí de gozo. Su hijo y el hijo del marqués...
—No son razones suficientes.
—Nicolás ha estado en París —añadió ella. Me miró durante un instante. Luego se concentró de nuevo en su libro y volvió a pasarse de vez en cuando el cepillo por el cabello con el mismo gesto indolente.
La contemplé mientras leía, furioso. Quería preguntarle cómo se encontraba, si tenía mucha tos aquel día, pero no fui capaz de hacerle el menor comentario.
—Baja al pueblo y habla con él, Lestat —insistió ella, sin volver a mirarme.
Tardé una semana en decidirme a ir en busca de Nicolás de Lenfent.
Me puse la capa de terciopelo rojo forrada de piel y las botas de gamuza forradas, y descendí por la serpenteante calle principal del pueblo, en dirección a la posada.
La tienda del padre de Nicolás estaba frente por frente con la posada, pero no vi a Nicolás ni escuché su violín.
Yo no tenía dinero más que para un vaso de vino, y no supe muy bien qué decir cuando el posadero se me acercó y, con una reverencia, dejó delante de mí una botella de su mejor vino.
Naturalmente, aquella gente me había tratado siempre como el hijo del amo, pero aprecié que las cosas habían cambiado mucho tras la cacería de los lobos y, cosa extraña, ello me hizo sentir aún más solo de lo habitual.