Authors: Anne Rice
Probablemente, tardé un par de horas. Como antes, no sé cuánto tiempo transcurrió. Pero lo que había aprendido o sentido mientras combatía a aquellos lobos, fuera lo que fuese, continuó calando en mi mente incluso mientras caminaba. Cada vez que tropezaba o caía, algo en mi interior se endurecía, se volvía peor.
Cuando llegué a las puertas del castillo, creo que ya no era Lestat. Era alguien completamente distinto cuando entré tambaleándome en el gran salón portando sobre los hombros aquel lobo. El calor del cadáver ya había disminuido mucho, y el repentino fulgor de las llamas me irritó los ojos. Me sentía completamente extenuado.
Y aunque empecé a hablar cuando vi a mis hermanos levantarse de la mesa y a mi madre dándole unas palmaditas en las manos a mi padre, que ya estaba ciego y quería saber qué sucedía, no recuerdo qué dije. Sé que tenía una voz muy apagada y la sensación de estar describiendo en términos muy simple lo sucedido. «Y entonces esto... y entonces lo otro...» En este mísero estilo.
Pero, de pronto, mi hermano Augustin me devolvió a la realidad. Se acercó a mí, con la luz del fuego a su espalda, e interrumpió claramente el murmullo monótono de mis palabras con su voz:
—¡Cerdo embustero! —masculló fríamente—. ¡Tú no has matado ocho lobos!
En su rostro se reflejaba una torva expresión de desprecio, pero lo más notable fue otra cosa: casi en el mismo instante de pronunciar esas palabras, mi hermano se dio cuenta, por alguna razón, de que con sus palabras acababa de cometer un error.
Tal vez fue mi expresión. Tal vez fue el murmullo indignado de mi madre o el silencio elocuente de mi otro hermano. Probablemente fue mi mirada. Fuera lo que fuese, la reacción fue casi instantánea y en el rostro de Augustin se reflejó la más curiosa mueca de turbación.
Empezó a balbucir lo increíble que resultaba, y que debía haber estado al borde de la muerte y que haría preparar de inmediato un buen caldo para mí y todas esas cosas, pero no sirvió de nada. Lo que había sucedido en aquel breve instante era irreparable.
Debí perder el conocimiento. Y, cuando lo recuperé, estaba tendido sobre la cama, a solas. Los perros no estaban en la cama conmigo, como siempre en invierno, porque los dos estaban muertos; aunque el fuego del hogar no estaba encendido, me metí bajo las mantas, sucio y ensangrentado, y caí en un profundo sueño.
Permanecí en la habitación durante días.
Supe que los aldeanos habían subido a la montaña, encontrado los lobos y traído sus restos al castillo; Augustin vino a verme para contármelo, pero no le contesté.
Pasó tal vez una semana. Cuando pude tolerar de nuevo la cercanía de otros canes, bajé a la perrera y escogí dos cachorros ya un poco crecidos que me hicieran compañía. Por la noche dormía entre ellos.
Los criados entraban y salían, pero nadie me molestó. Y por fin, en silencio y casi sigilosamente, entró en la alcoba mi madre.
Ya había anochecido. Yo estaba sentado en la cama con uno de los perros tendido a mi lado y el otro tumbado bajo mis rodillas. El fuego crepitaba.
Y entonces hizo aparición por fin mi madre, como debería haber esperado que sucediera.
La reconocí por su especial modo de moverse en las sombras; y, mientras que de haber sido otra persona quien se acercaba la habría echado a gritos, a ella no le dije nada. Yo sentía por mi madre un amor profundo e inconmovible. No creo que nadie más lo sintiera. Y una cosa que siempre me hacía quererla era que jamás decía nada vulgar. Expresiones como «cierra la puerta», «toma la sopa», «quédate quieto en la silla» no salían jamás de sus labios. Se pasaba el día leyendo y, de hecho, era el único miembro de la familia que tenía cierta educación. Así, pues, cuando mi madre hablaba era realmente para decir algo. Por eso no me molestó su presencia en aquellos momentos.
Al contrario, despertó mi curiosidad. ¿Qué me diría? ¿Y serviría de algo que lo hiciera? Yo no había querido que acudiera, ni siquiera había pensado en ella, y no aparté los ojos del fuego para así poder mirarla.
Con todo, había entre nosotros un profundo entendimiento. Cuando me había traído de vuelta al castillo tras mi intento de huida, había sido ella quien me mostró el camino para recuperarme del dolor que el asunto me causó. Había obrado milagros conmigo, aunque nadie a nuestro alrededor llegó a darse cuenta nunca.
Su primera intervención se había producido cuando yo tenía doce años, y el viejo párroco, que me había enseñado unos poemas de memoria y a leer un par de himnos en latín, quiso enviarme a la escuela en un monasterio cercano.
Mi padre se negó y dijo que podía aprender en mi propia casa todo lo que debía saber. Fue mi madre la que levantó la vista de sus libros para iniciar una batalla dialéctica con él, a base de gritar y vociferar. Yo iría a esa escuela, afirmó, si lo deseaba. Tras esto, vendió una de sus joyas para pagarme libros y ropa. Todas las joyas las había heredado de una abuela italiana, y cada una tenía su historia; seguro que fue una decisión dura para ella, pero la tomó al instante.
Mi padre se enfadó y le recordó que, de haber sucedido aquello antes de perder la vista, su voluntad se habría impuesto sin la menor discusión. Mis hermanos le aseguraron que su hijo menor no iba a estar mucho tiempo fuera. Volvería corriendo, decían, tan pronto como me obligaran a hacer algo que no quisiera.
Pues bien, no volví corriendo a casa. La escuela del monasterio me encantó.
Me encantaron la capilla y los himnos, la biblioteca con sus miles de viejos volúmenes, las campanadas que dividían la jornada y los ritos siempre repetidos. Me gustaba la limpieza del lugar, el hecho aleccionador de que todas las cosas allí se cuidaban y reparaban, que el trabajo nunca cesaba a lo largo y ancho del gran edificio y de los jardines.
Cuando alguien me corregía, lo cual no sucedía a menudo, me producía una profunda felicidad saber que, por primera vez en mi vida, alguien trataba de convertirme en una buena persona, alguien era consciente de que yo podía aprender cosas.
Al cabo de un mes, declaré mi vocación. Aspiraba a entrar en la orden. Deseaba pasar la vida en aquellos claustros inmaculados, en la biblioteca, escribiendo sobre pergamino y aprendiendo a leer los libros antiguos. Quería enclaustrarme para siempre con una gente que creía que yo podía ser bueno si quería.
Allí me apreciaban, y tal cosa me resultaba de lo más inusual. En aquel lugar, nadie se molestaba ni se irritaba conmigo.
El padre superior escribió de inmediato a mi casa pidiendo permiso para mi ingreso y, francamente, pensé que a mi padre le alegraría librarse de mí.
Pero, tres días después, llegaron mis hermanos para llevarme a casa con ellos. Lloré y supliqué que no me llevaran, pero el padre superior no podía hacer nada en mi favor.
No bien estuvimos de vuelta en el castillo, mis hermanos me quitaron los libros y me encerraron. Yo no lograba entender por qué estaban tan enfadados, aunque capté la insinuación de que, de algún modo, me había portado como un estúpido. Yo no podía dejar de llorar y no hacía más que dar vueltas y vueltas en la estancia, descargaba mis puños sobre los objetos que contenía y lanzaba puntapiés sobre la puerta.
Después, mi hermano Augustin empezó a entrar de vez en cuando para hablar conmigo. Al principio, Augustin dio muchos rodeos, pero, finalmente, quedó de manifiesto que un miembro de una gran familia francesa no iba a terminar como un pobre hermano lego. ¿Cómo podía haber malinterpretado yo la situación hasta aquel punto? Si me habían enviado al monasterio, era sólo para que aprendiese a leer y a escribir. ¿Por qué siempre tenía que tomarme yo las cosas tan a la tremenda? ¿Por qué me comportaba habitualmente como un animal salvaje?
En cuanto a profesar las órdenes con auténticas perspectivas de futuro dentro de la Iglesia..., bien, yo era el hijo menor de la familia, ¿verdad? Pues entonces debía pensar en mis obligaciones para con mis sobrinos.
Traducido en pocas palabras, todo esto venía a decir: No tenemos dinero para proporcionarte una auténtica carrera eclesiástica, para hacerte obispo o cardenal como corresponde a nuestro rango, de modo que tendrás que desarrollar tu vida aquí, pobre y analfabeto. Ahora, baja al salón a jugar una partida de ajedrez con tu padre.
Cuando entendí la situación, sentado a la mesa para cenar con el resto de la familia, me eché a llorar y murmuré unas palabras que nadie comprendió, diciendo que aquella casa nuestra era «un caos». Como castigo por hacerlo, me mandaron de nuevo a mi habitación.
Entonces subió a verme mi madre.
—Si no sabes qué es el caos, ¿por qué utilizas esa palabra? —me preguntó.
—Sí que lo sé —repliqué, y empecé a hablarle de la suciedad y el deterioro que reinaban en el castillo y a describirle la limpieza y el orden que había encontrado en el monasterio, un lugar donde uno podía perfeccionarse, si se lo proponía.
Ella no discutió mis palabras y, pese a mi juventud, advertí que apreciaba con agrado la inusual profundidad de lo que yo estaba diciendo.
A la mañana siguiente, mi madre me llevó de viaje.
Cabalgamos juntos durante media jornada hasta alcanzar el impresionante castillo de un noble vecino y, una vez allí, el caballero y mi madre me condujeron a la perrera, donde ella me indicó que escogiera una pareja entre una carnada de cachorros de mastín.
Jamás había visto nada tan tierno y cautivador como aquellos cachorros. Y los perros adultos nos miraban como leones soñolientos. Sencillamente, magníficos.
Estaba tan emocionado que casi no pude decidirme por ninguno, y volví con el macho y la hembra que el noble caballero me recomendó escoger. Hice todo el camino de vuelta llevando a los perrillos en el regazo, dentro de una cesta.
Y, al cabo de un mes, mi madre me compró también mi primer fusil de chispa y mi primer caballo de montar. No me explicó por qué hacía todo aquello, pero yo, a mi manera, comprendí qué era lo que ponía en mis manos. Me ocupé de los perros, los entrené y establecí un gran criadero a partir de ellos.
Con aquellos mastines, me convertí en un verdadero cazador, y, a los dieciséis años, mi vida se desarrollaba en el campo abierto.
En cambio, en el castillo, resultaba más latoso que nunca. En realidad, nadie quería oírme hablar de recuperar los viñedos, de volver a plantar los campos abandonados o de impedir que los arrendatarios de las tierras siguieran robándonos.
Era impotente para cambiar nada. El silencioso flujo y reflujo de la vida sin cambios me resultaba devastador.
Todos los días de fiesta acudía a la iglesia sólo para romper la monotonía de mi vida y, cuando se presentaban en el pueblo los feriantes, siempre iba a verles, ávido de aquellos pequeños espectáculos que no podía contemplar en ninguna otra ocasión, de cualquier cosa que me sacara de la rutina.
No importaba que fueran los mismos prestidigitadores, mimos y acróbatas de años anteriores. Siempre eran algo más que el lento transcurso de las estaciones y que los ociosos e inútiles comentarios sobre glorias pasadas.
Pero ese año, el año que cumplí dieciséis, llegó una trouppe de cómicos italianos con un carromato pintado en cuya parte posterior montaron el escenario más elaborado que yo había visto nunca. Representaron la vieja comedia italiana de Pantaleón y Polichinela y los jóvenes amantes, Lelio e Isabella, y el viejo doctor y todas las escenas habituales.
Me sentí extasiado con su actuación. Nunca había visto nada semejante, tan lleno de ingenio, de vitalidad, de agilidad. Me entusiasmó la representación, aunque a veces los actores hablaban tan deprisa que no podía seguirles.
Cuando la compañía terminó la obra y hubo pasado el platillo entre los espectadores, me mezclé entre los actores en la taberna y les invité a unos vinos, que en realidad no podía pagar, sin más propósito que poder hablar con ellos.
Sentía un amor imposible de expresar por aquellos hombres y mujeres. Ellos me explicaron que cada actor tenía un papel para toda la vida y que no utilizaban textos aprendidos de memoria, sino que lo improvisaban todo en el escenario. Cada actor conocía su nombre, su personaje, y entendía a éste y le hacía hablar y actuar como consideraba adecuado. En eso consistía la grandeza del género.
Un género que era denominado Commedia dell'arte.
Me sentía hechizado. Y me enamoré de la muchacha que hacía el papel de Isabella. Subí al carromato con los actores y examiné todo su vestuario y los decorados pintados y, cuando volvimos a estar ante unas jarras de vino en la taberna, me dejaron representar a Lelio, el joven amante de Isabella, y aplaudieron asegurando que tenía don escénico. Era capaz de interpretar un papel como ellos lo hacían.
Al principio, creí que los elogios no eran más que lisonjas, pero, en realidad, de algún modo no me importó si lo eran o no.
A la mañana siguiente, cuando el carromato abandonó el pueblo, yo iba en su interior, oculto en la parte de atrás con unas cuantas monedas que había conseguido ahorrar y todas mis ropas en un hatillo. Me disponía a ser actor.
En cuanto a profesar las órdenes con auténticas perspectivas de futuro dentro de la Iglesia..., bien, yo era el hijo menor de la familia, ¿verdad? Pues entonces debía pensar en mis obligaciones para con mis sobrinos.
Traducido en pocas palabras, todo esto venía a decir: No tenemos dinero para proporcionarte una auténtica carrera eclesiástica, para hacerte obispo o cardenal como corresponde a nuestro rango, de modo que tendrás que desarrollar tu vida aquí, pobre y analfabeto. Ahora, baja al salón a jugar una partida de ajedrez con tu padre.
Cuando entendí la situación, sentado a la mesa para cenar con el resto de la familia, me eché a llorar y murmuré unas palabras que nadie comprendió, diciendo que aquella casa nuestra era «un caos». Como castigo por hacerlo, me mandaron de nuevo a mi habitación.
Entonces subió a verme mi madre.
—Si no sabes qué es el caos, ¿por qué utilizas esa palabra? —me preguntó.
—Sí que lo sé —repliqué, y empecé a hablarle de la suciedad y el deterioro que reinaban en el castillo y a describirle la limpieza y el orden que había encontrado en el monasterio, un lugar donde uno podía perfeccionarse, si se lo proponía.
Ella no discutió mis palabras y, pese a mi juventud, advertí que apreciaba con agrado la inusual profundidad de lo que yo estaba diciendo.
A la mañana siguiente, mi madre me llevó de viaje.