Authors: Anne Rice
Lo que sucedió fue que los dos chicos —Alex, el delgado y nervudo batería de aspecto delicado, y su rubio hermano, Larry, el más alto— reconocieron mi nombre cuando les revelé que era Lestat.
No sólo lo reconocieron, sino que lo relacionaron con toda una serie de informaciones acerca de mí que habían leído en un libro.
De hecho, les pareció magnífico que no pretendiera ser un vampiro cualquiera. Ni, por supuesto, el conde Drácula. Todo el mundo estaba harto del conde Drácula. Los jóvenes consideraron maravilloso que me hiciera pasar por el vampiro Lestat.
—¿Cómo que «hacerme pasar»? —protesté, pero ellos se burlaron de mi exagerada teatralidad, de mi acento francés.
Les contemplé durante unos instantes y probé a sondear sus pensamientos. Por supuesto, no había esperado que me creyeran un vampiro de verdad; pero que hubieran leído algo sobre un vampiro de ficción con un nombre tan insólito como el mío..., ¿qué explicación tenía?
Noté que empezaba a perder la confianza en mí mismo. Y cuando pierdo la confianza, mis poderes se resienten. El pequeño estudio de ensayo pareció empequeñecer, y los instrumentos, los cables y las antenas tenían algo de insectos amenazadores.
—Enseñadme ese libro —dije entonces. Los chicos trajeron de la otra habitación una pequeña novela en edición barata que se caía en pedazos. La encuadernación había desaparecido, la cubierta estaba rota y el libro se mantenía junto gracias a una goma elástica.
Tuve una especie de escalofrío sobrenatural al contemplar la cubierta. Confesiones de un vampiro. Trataba de un muchacho mortal que conseguía de uno de los no muertos que le contara su historia.
Con permiso de los jóvenes, pasé a la otra habitación, me eché en la cama y empecé a leer. Cuando llevaba leída más de la mitad, cerré el libro y dejé la casa de los músicos. Me detuve de pie con el libro bajo una farola de la calle, y allí permanecí hasta que lo hube terminado. Luego lo guardé con cuidado en el bolsillo interior de la chaqueta.
No volví a presentarme ante el grupo hasta siete noches después.
Durante gran parte de ese tiempo continué deambulando, surcando la noche en mi moto Harley-Davidson con las Variaciones Goldberg, de Bach, sonando a todo volumen. Y continué preguntándome: «¿Qué quieres hacer ahora, Lestat?».
El resto del tiempo lo dediqué a estudiar con renovado interés. Leía los gruesos volúmenes de historias y enciclopedias de la música rock, las crónicas de sus principales artistas. Escuchaba discos y estudiaba en silencio cintas de vídeo de conciertos. Y, cuando la noche quedaba vacía y en calma, oía las voces de Confesiones de un vampiro cantándome como si lo hicieran desde la tumba. Leí el libro una y otra vez; y por fin, en un momento de furia y desdén, lo rompí en pedazos.
Finalmente, tomé una decisión.
Me reuní con mi joven abogada, Christine, en el despacho a oscuras del rascacielos de oficinas, sin más luces que las del centro urbano para vernos. La muchacha tenía un aspecto encantador, recortada contra la pared acristalada; tras ésta, los edificios en penumbra formaban un paisaje áspero en el que ardía un millar de antorchas.
—Ya no basta con que mi pequeño grupo de rock tenga éxito —le dije—. Debemos crearnos una fama que lleve mi voz y mi nombre a los más remotos rincones del mundo.
Con palabras inteligentes y pausadas, como suelen hacer los abogados, Christine me aconsejó que no arriesgara mi fortuna. Sin embargo, cuando insistí con obsesiva confianza, aprecié cómo la iba seduciendo, cómo se disolvía lentamente su sentido común.
—Para las filmaciones y vídeos, quiero los mejores directores franceses —le indiqué—. Debes traerlos aquí de Nueva York y de Los Ángeles. Hay dinero de sobra para eso. Y, sin duda, aquí podrás encontrar los estudios donde preparar nuestra obra. Sobre esos jóvenes productores de grabación que hacen las mezclas de sonido, también debes traer los mejores. No importa cuánto invirtamos en esta empresa. Lo importante es que esté bien organizada y que hagamos el trabajo en secreto hasta el momento de la presentación, cuando nuestros álbumes y filmaciones aparezcan al mismo tiempo que el libro que me propongo escribir.
Finalmente, la cabeza de la abogada se llenó de sueños de riqueza y poder. Su estilográfica se deslizaba rauda mientras tomaba notas.
¿Y cuáles eran mis sueños mientras seguía hablándole? Soñaba con una rebelión sin precedentes, con un magno y aterrador desafío a los de mi especie en todo el mundo.
—Respecto a los vídeos —dije—, debes encontrar directores que lleven a cabo mis visiones. Los films serán consecutivos y contarán la misma historia que el libro que quiero escribir. En cuanto a las canciones, muchas de las cuales he compuesto ya, debes ocuparte de encontrar los mejores instrumentos; sintetizadores, guitarras eléctricas, violines, sistemas de sonido de primera categoría. Más tarde nos ocuparemos de otros detalles: el diseño de las indumentarias de vampiros, el modo de presentación ante las emisoras de televisión de música rock, la organización de nuestro primer concierto con público en San Francisco... Todo eso lo estudiaremos a su debido tiempo. Lo importante ahora es que hagas las llamadas telefónicas precisas, que consigas la información que necesitas para empezar.
No volví a ver a los chicos de La Noche Libre de Satán hasta haber cerrado los acuerdos previos y haber estampado las primeras firmas. Una vez fijadas las fechas y alquilados los estudios, formalizamos los contratos definitivos.
A continuación, Christine me acompañó a adquirir una enorme limusina para mis queridos jóvenes músicos, Larry y Alex y la Dama Dura. Teníamos una enorme cantidad de dinero y una serie de papelotes que firmar.
Bajo los robles amodorrados de una tranquila calle de Garden District, llené de champán sus brillantes copas de cristal.
—¡Por El Vampiro Lestat! —brindamos todos a la luz de la luna. Aquél iba a ser el nuevo nombre del grupo; y también iba a ser el título del libro que me proponía escribir. La Dama Dura me echó al cuello sus bracitos apetitosos y nos besamos con ternura entre las risas generales y los vapores del vino. ¡Ah, el olor a sangre inocente!
Y cuando los músicos se hubieron marchado en el imponente vehículo tapizado en terciopelo, di un paseo en solitario hacia St. Charles Avenue bajo la noche refrescante, pensando en el peligro que iban a correr mis pequeños amigos mortales.
El peligro no provendría de mí, por supuesto. Pero cuando el largo período de secreto terminara, los tres muchachos se encontrarían, sin comerlo ni beberlo, en el centro de la atención internacional, tras la siniestra y osada figura de su líder y cantante. Muy bien, pensé: yo les rodearía de guardaespaldas y moscones en todo momento y lugar. Les protegería de otros inmortales como mejor pudiera. Y si los inmortales seguían comportándose como en los viejos tiempos, nunca se arriesgarían a un vulgar enfrentamiento con un grupo de humanos mortales como aquél.
Mientras recorría la bulliciosa avenida, oculté mis ojos tras unas gafas de sol reflectantes. Monté en el desvencijado tranvía de St. Charles para llegar hasta el centro de la ciudad. Luego, abriéndome paso entre los transeúntes de aquellas primeras horas de la noche, entré casualmente en una elegante librería de dos plantas llamada De Ville Books y me detuve ante el pequeño ejemplar de bolsillo de Confesiones de un vampiro que descubrí en una estantería.
Me pregunté cuántos de mi especie se habrían fijado en el libro. De momento, no importaban los mortales, que lo consideraban una obra de ficción. ¿Cómo reaccionarían los otros vampiros? Porque, si existe una ley que todos los vampiros consideran sagrada es no hablar nunca de nosotros a los mortales. Uno no revela nunca sus «secretos» a un humano, a menos que pretenda trasmitir a éste el Don Oscuro de nuestros poderes. Un inmortal no revela el nombre de sus congéneres, ni dónde puedan tener su guarida.
Mi amado Louis, el narrador de Confesiones de un vampiro, se había saltado todas estas normas. Había ido mucho más allá que yo con mi reducida revelación a los muchachos del conjunto: Él se lo había contado a miles de lectores. Sólo le había faltado trazar un plano y marcar con un aspa el lugar exacto de Nueva Orleans donde yo reposaba, aunque no quedaba claro hasta qué punto lo conocía de verdad, ni cuáles eran sus intenciones.
Fuera como fuese, lo cierto era que otros vampiros lo perseguirían hasta atraparle por lo que había hecho. Y había formas muy sencillas de destruir a un vampiro, sobre todo en estos tiempos. Si aún seguía existiendo, Louis era ahora un proscrito y viviría bajo la permanente amenaza de nuestra propia especie, más terrible de la que podría suponer jamás ningún mortal.
Aquél era un motivo más para mis deseos de que el libro y el grupo El Vampiro Lestat alcanzaran la fama lo antes posible. Tenía que encontrar a Louis. Era preciso que hablara con él. En realidad, des pues de leer su relato de cómo habían sucedido las cosas, ansiaba verle, anhelaba sus ilusiones románticas e incluso su falta de honradez. Anhelaba incluso su caballerosa malicia y su presencia física, el sonido engañosamente suave de su voz.
Por supuesto, algo tiraba de mí pidiéndome odiarle por las mentiras que decía de mí, pero el amor que sentía por él era mucho más fuerte que la inclinación hacia ese odio. Louis había compartido conmigo los años oscuros y románticos del siglo XIX, era mi compañero como no lo había sido ningún otro inmortal.
Y ansiaba escribir mi libro por él, no como respuesta a sus maliciosas
Confesiones de un vampiro,
sino para narrar todo lo que yo había visto y aprendido antes de entrar en contacto con él, la historia que no había tenido ocasión de contarle en el pasado.
Ahora, a mí tampoco me importaban las viejas normas.
Quería saltármelas todas. Y quería usar el conjunto musical y el libro para hacer aparecer no sólo a Louis, sino también a todos los otros demonios que había conocido y amado a lo largo del tiempo. Quería encontrar a los perdidos, despertar a quienes dormían como yo lo había hecho.
Antiguos y recién llegados, hermosos y perversos y locos y despiadados...: todos vendrían a por mí cuando contemplaran los vídeos y escucharan los discos, cuando toparan con el libro en los escaparates de las tiendas y supieran exactamente dónde encontrarme. Yo sería Lestat, la superestrella del rock. Sí, que vinieran a San Francisco para mi primera actuación en público. Allí estaría.
Pero había otra razón para mi aventura..., una razón todavía más peligrosa, más desquiciada y placentera. Quería que los mortales supieran de nuestra existencia. Quería proclamarla al mundo igual que la había revelado a Alex, Larry y la Dama Dura, y a mi dulce abogada, Christine.
Y no importaba que ellos no me creyeran. No importaba que pensaran que todo era un montaje. La realidad era que, después de dos siglos de clandestinidad, yo aparecía abiertamente entre los mortales. Pronunciaba mi nombre en voz alta, declaraba sin temor mi condición... ¡Existía!
También en esto, sin embargo, iba mucho más allá que Louis. Su historia, pese a sus peculiaridades, había pasado por mera ficción. En el mundo mortal, su libro era tan inocuo como los decorados del viejo Teatro de los Vampiros en el París donde los locos habían simulado ser actores interpretando papeles de locos en un escenario remoto e iluminado a gas.
Yo saldría ante las cámaras bajo los focos como soles. Extendería las manos y tocaría con mis dedos helados un millar de manos cálidas y deseosas de asirlos. Primero les aterrorizaría, si era posible, y luego, si podía, les hechizaría y les convencería de la verdad.
Y suponed —suponedlo sólo— que cuando los cadáveres empezaran a aparecer en cantidades cada vez mayores, que cuando los más próximos a mí empezaran a prestar atención a sus inevitables sospechas... ¡imaginad que el montaje dejara de serlo y se hiciera real!
¿Qué sucedería si mi público se convencía, si comprendía realmente que este mundo todavía albergaba al vampiro, aquel ser demoníaco surgido del pasado...? ¡Ah, qué grande y gloriosa guerra libraríamos entonces!
Los vampiros seríamos conocidos; ¡y perseguidos y combatidos por el hombre en aquella brillante selva urbana como ningún otro monstruo mítico lo había sido jamás!
¿Cómo podía no encantarme esa idea? ¿Cómo no iba a merecer la pena correr el mayor peligro, sufrir la más total y atroz derrota? Incluso en el momento de la destrucción, me sentiría más vivo que nunca.
Pero, a decir verdad, no creía que llegáramos nunca a eso, a que los mortales creyeran en nosotros. Los mortales nunca me han dado miedo.
La guerra que iba a desencadenarse era la otra, ésa en la que todos mis compañeros se me unirían... o vendrían juntos a combatirme.
Ésa era la auténtica razón de que existiera el conjunto El Vampiro Lestat. Ése era el juego por el que había apostado.
Pero esa otra posibilidad deliciosa de que se produjeran realmente la revelación y el desastre... ¡En fin, eso le añadiría mucho interés al asunto!
Dejé atrás el deprimente erial de Canal Street y subí de nuevo la escalera hasta mis aposentos en el anticuado hotel del barrio francés. Era un lugar tranquilo y adecuado para mí, con las estrechas callejas de casitas de estilo español del
Vieux Caire,
que tan bien conocía, extendiéndose bajo las ventanas.
Puse en el aparato gigante de televisión la cinta de
Muerte en Venecia,
la hermosa película de Visconti. En cierta escena, un actor decía que el mal era una necesidad. Que era alimento para el espíritu.
No lo creí, pero deseé que fuera cierto. Así podría ser simplemente Lestat, el monstruo, ¿no es cierto? ¡Y yo tenía siempre un gran talento para monstruo! ¡Ah, en fin...!
Puse un nuevo disquete en el ordenador portátil y empecé a escribir la historia de mi vida.
La educación juvenil y las aventuras del Vampiro Lestat
El invierno en que cumplí veintiún años, salí a caballo en solitario para acabar con una manada de lobos.
Esto sucedía en las tierras de mi padre, en la región francesa de Auvernia, durante las últimas décadas que precedieron a la Revolución Francesa.
Era el peor invierno que yo recordaba, y los lobos se dedicaban a robar las ovejas de nuestros campesinos e incluso merodeaban de noche por las calles del pueblo.
Aquéllos eran años amargos para mí. Mi padre era el marqués; y yo, su séptimo hijo y el menor de los tres que habían sobrevivido hasta la edad adulta, no tenía derechos al título ni a las tierras y carecía de perspectivas. Así habrían sido las cosas para un hijo menor aunque la mía hubiera sido una familia acaudalada, pero todas nuestras riquezas se habían consumido mucho tiempo atrás. Augustin, mi hermano mayor y heredero legítimo de cuanto poseíamos, había gastado la pequeña dote de su esposa no bien se había casado.