—La Puerta Norte? ¿Te refieres a...?
—Exactamente. A la Puerta Norte de Thorbardin.
—Sin embargo, la línea verde no va hacia allí —replicó Chane—. Se dirige hacia el este... Eso supongo, por lo menos. Al otro lado de esos llanos. En dirección a aquella montaña solitaria, sea cual sea.
—Es el Monte de la Calavera —susurró el hombre—. Las ruinas de lo que en su día fue Zhamen, la más temida torre de la hechicería, se hallan allí.
Chane suspiró.
—Allí fue Grallen, pues. Pero la línea... no parece seguir en ese sentido. Ya no entiendo nada. En cualquier caso, tenemos que continuar. Es preciso que nos acerquemos más.
—Antes hemos de descansar —dijo Ala Torcida, terminante.
Con la mano puesta como una visera, el humano miró hacia adelante. En alguna parte no lejana tenía que haber un lugar seguro donde reposar. Pero, después de parpadear un par de veces, sus ojos se abrieron con espanto, y a través de sus dientes partió un sonido sibilante. Porque en medio del camino, justamente allí donde se perdía de vista en una curva, había un enorme felino negro que los miraba por encima del hombro. Un instante después, la fiera se volvió con movimientos lánguidos y desapareció.
—¡Felinos!
Ala Torcida desenvainó la espada con un visible estremecimiento y pasó delante del debilitado enano. Sólo una vez había visto los negros felinos de Waykeep, pero con eso le bastaba. Tenía las piernas rígidas cuando echó a andar hacia el recodo, consciente de que, en cualquier momento, una manada de esas fieras podía atacarlo. Y a él le tocaría defender a los demás. La magia de Sombra de la Cañada no surtiría efecto en presencia del Sometedor de Hechizos, y Chane Canto Rodado no se hallaba en condiciones de ahuyentar a los felinos. Quizá Jilian pudiera ser útil con la espada que llevaba. Después de ver los restos del ogro, Ala Torcida la consideraba capaz de cualquier cosa.
Detrás mismo del humano sonaron unos pequeños pasos, y la voz de Chestal Arbusto Inquieto preguntó muy animada:
—¿Qué haces?
—¡Quédate donde estás! ¡Ahí delante hay felinos!
—¿Felinos? ¿De esos gatitos monos, o los felinos de Irda?
—¡Tú mantente apartado!
Ala Torcida miró rápidamente hacia atrás, notó que algo se escurría junto a sus piernas y se volvió para gritar:
—¡No sigas!
—Sólo voy a echar una ojeada —contestó el kender sin detenerse—. Si son como los felinos de Irda, ya he visto muchos.
—¡Ay, cielos! —exclamó el humano al mismo tiempo que aceleraba el paso, ordenando al resto del grupo que no se moviera.
El curioso kender ya había desaparecido en la curva.
Ala Torcida se paró después de haber corrido unos metros. Detrás de la vuelta, el camino se ensanchaba más y más hasta desembocar en una profunda y protegida cueva abierta en la ladera. De un pequeño manantial brotaba agua fría y cristalina, que se desbordaba de su depósito natural en la roca para desaparecer luego entre las grietas. Crecían allí en abundancia las coníferas, y por doquier había jugosa hierba cubierta de escarcha. Junto a la pila había varios bultos envueltos en tela de saco, y el kender ya estaba arrodillado junto al más próximo para desatarlo. Alzó la vista, sonriente, y señaló su contenido.
—¡Mira!
En lo alto de una roca, detrás de la cueva, Ala Torcida vio unos cuantos felinos negros que se alejaban hacia más arriba todavía. Un par de ellos se volvieron para mirarlos con aquellos fieros ojos que parecían luces rojas a la pálida luz. Pero los animales sólo vacilaron unos segundos antes de continuar su camino.
—¡Comida! —gorjeó el kender— ¡Mira! Galletas y miel y avena... y col... ¡Formidable!
Abierto un paquete, dedicó su atención al siguiente.
Ala Torcida oyó un golpe de bastón y se volvió. Sombra de la Cañada estaba unos pasos detrás de él, y desde las sombras de su capa de bisonte lo miraron unos fríos ojos.
—Irda —dijo el mago—. Nos ha provisto de víveres. Ya anunció que lo haría.
—Pero esos felinos...
—Son suyos. En cierto aspecto, supongo que son
ella
.
—¿Dónde está ahora esa Irda, pues?
El mago continuó con la vista fija en el hombre; luego se encogió de hombros y miró hacia otro lado.
—Es una Irda —agregó—. Me figuro que se encuentra donde haya elegido estar.
—Irda... —suspiró Ala Torcida—. Tengo entendido que es un ogro.
—No —contestó Sombra de la Cañada—. Irda es lo que quizá fueron algún día los ogros. No es lo mismo.
—Lo sabrías si la hubieses visto —intervino el kender—. ¡Fijaos en esto! Pasas... Y aquí hay sidra...
Los demás habían llegado también. Jilian ayudaba a Chane y sostenía las riendas del caballo. Al ver la cueva, hizo un gesto afirmativo.
—¡Esto ya está mejor! —exclamó la enana—. Encendamos un fuego y prepararé té. Y una sopa. ¿No crees que un poco de sopa nos vendría bien, Chane? Tú siéntate aquí y come una galleta mientras yo cocino.
—Tenemos muy cerca el peligro —señaló el hechicero, ominoso—. Irda lo sabe.
—¿Cómo es que lo sabe todo? —dijo Ala Torcida volviéndose hacia Sombra de la Cañada. Se sentía cansado y lleno de enojo, y con la sensación de que todos menos él intervenían en el asunto—. ¿Se sirve de la magia?
—Sólo un poco... de la que utilizo yo, cuando tengo ocasión de hacerlo —respondió Sombra de la Cañada—. El tipo de magia que tú tanto desprecias, aunque forma parte de tu mundo, y no siempre para desventaja vuestra. Irda cambia de forma. Eso es una magia natural en las de su índole. Además canta. Hay quien afirma que Irda posee magia en la voz, si bien yo opino que se trata simplemente de las voces que tiene. Tal vez disponga de otras artes mágicas distintas de las de Krynn —añadió después de una pausa—. Es muy posible, pero... ¿quién sabe? Si es así, las usa enteramente para sus propósitos, y no en beneficio de otro ser o en contra de ellos. Tal es la naturaleza de Irda.
—No has contestado a mi pregunta —gruñó Ala Torcida—. ¿Cómo puede saber semejante criatura que tenemos un peligro delante, como tú dices?
—Porque Irda escucha. El mundo tiene muchas voces, y ojos en todas partes. El mundo sabe lo que sucede en él. Se habla a sí mismo de ello, e Irda presta atención. ¿Cómo, si no, podría hacer lo que hace? Observar los propósitos de las cosas de los dioses, aquellos que ni siquiera los propios dioses observan ya... ¿Quién más podría informar a Irda, sino el mismísimo mundo?
El humano meneó la cabeza, preguntándose si el mago estaría trastornado. Lo que decía casi tenía sentido... a veces, pero no en el aspecto en que él lo veía.
Desconcertado, se puso a descargar el caballo.
—¡No hagas eso! —gritó Chane Canto Rodado, a la vez que se ponía de pie—. ¿No comprendes que tenemos que seguir?
—De momento no vamos a ninguna parte —declaró Ala Torcida—. Descansaremos hasta que estemos nuevamente en condiciones de avanzar.
—¡Pero si yo distingo el camino! —protestó el enano, que volvía a palidecer—. Veo adonde fue Grallen, y necesito ir allí. El Sometedor de Hechizos...
Jilian Atizafuegos se colocó al lado de Chane y lo rodeó con sus pequeñas pero fuertes manos.
—El humano tiene razón —dijo con dulzura—. Debes reposar. Luego reanudaremos la marcha. ¡Siéntate, por favor!
Gruesas gotas de sudor habían brotado de la frente del enano, y sus ojos parecían vidriosos. Aun así, trató de soltarse.
—¿Es que no ves el sendero? ¿No lo ve ninguno de vosotros? Desciende por esta montaña y se interna en la llanura para dar un rodeo. Vuelve atrás y se interrumpe. ¿Cómo es posible que no lo veáis?
Chane se desplomó de repente, y entonces permitió que lo sentaran.
—Jilian... —musitó—. Creo que tu padre tenía razón, Jilian: no te merezco. Pero al mismo tiempo pienso que estaba equivocado. Sí, en cuanto a su convencimiento de que él podía tomar decisiones. Eres tú quien tiene que decidir, Jilian...
La voz del enano se debilitó, y en un dos por tres quedó dormido. Ella lo tapó cariñosamente con una manta que llevaba en su propio fardo y, cuando levantó la vista, tenía los ojos húmedos.
—¡Está tan fatigado! —susurró.
Ala Torcida se arrodilló junto al enano y le tocó la sudorosa frente con la palma de la mano.
—Fue la flecha del goblin lo que lo hizo enfermar. Necesita descanso. —Y de cara a Jilian agregó:— Se recuperará. Si esta herida tuviera que matarlo, ya lo habría hecho.
El humano dejó a Jilian al cuidado del enano dormido y se acercó al mago, que miraba hacia el este. Sombra de la Cañada alzó la mano y señaló un lugar lejano.
Allí donde terminaban las pendientes y empezaba el terreno llano, había movimiento. Ala Torcida y el hechicero se hallaban demasiado distantes para tener la certeza, pero sospecharon qué era. La Comandante de los goblins iba a la cabeza de su ejército.
—Saben que estamos aquí —murmuró el hombre—. Pero... si no nos siguieron, ¿cómo nos han encontrado?
—Quizá no sepan exactamente dónde nos detuvimos —opinó el mago, que se abrigaba con la piel de bisonte—, pero sí saben adonde vamos, y por qué.
—¿El hechicero? —preguntó Ala Torcida—. ¿Aquel que murió, pero no?
Sombra de la Cañada se limitó a hacer un movimiento afirmativo.
Un resplandor blanco parpadeó encima de la garganta, allí donde el camino daba la vuelta a la ladera del monte. No era muy brillante, pero bastó para que Ala Torcida se fijara en él.
—¡Es el dichoso gnomo! —indicó. ¿Dónde diantre habrá estado?
El artefacto se aproximó a la pendiente, estuvo a punto de rozarla y describió un gran círculo. Cuando el aparato hizo otro intento de acercamiento, Jilian saludó a Bobbin con la mano y Chestal Arbusto Inquieto corrió al borde del saliente.
—Dile que se acerque y baje la cuerda —dijo el kender—. Explícale que tenemos pasas y sidra.
Esta vez, el ingenio se aproximó con cuidado hasta cernerse sobre unas corrientes, justamente encima de la cueva. El gnomo sacó la nariz y chilló:
—¡Hola! ¿Me recordáis? ¡Soy Bobbin!
—¡Claro que te recuerdo! —contestó Ala Torcida—. ¿Qué noticias traes?
—¿Sobre qué? ¡Ah, sí! Tú eres aquel que busca felinos. Vi algunos, en efecto, montaña arriba. Pero van en otra dirección.
—¡Ya estamos enterados de lo de los felinos! —refunfuñó el hombre—. ¿No hay nada más?
—Bueno, vi un dragón. Muy grande y rojo. Pesa casi tres toneladas y había volado unos ochocientos kilómetros. Y no era nada amable, por cierto.
—¿Un dragón? —exclamó el kender, danzando de excitación—. ¿Un dragón de verdad? ¿Dónde?
Ala Torcida agitó la cabeza, disgustado. ¡Quién sabía lo que habría visto en realidad el gnomo!
«EL YELMO DE GRALLEN»
Hacía horas que Solinari y Lunitari se habían puesto. Junto a un pequeño fuego encendido en el fondo de la cueva de la montaña, Chane Canto Rodado yacía en un tranquilo sueño por primera vez en varios días. De momento, la mancha colorada de su frente era tan débil que apenas se notaba. Más aún, la luz que se reflejaba en sus mejillas revelaba un color sano y rubicundo que Jilian atribuía a los dos días de reposo y buenos alimentos, si bien algunos sospechaban que la enana le había aplicado también otra clase de curas.
Sombra de la Cañada insistía en que, en su opinión, Chane no había corrido peligro pese a su enfermedad. Según él, la luna roja le había encargado una tarea que el enano debía cumplir.
Dicho esto, el mago había guardado silencio, sentado pensativo en un rincón, para echarse luego por encima la capa de bisonte y emprender el camino que le pareció.
Transcurrido un día, aún no había regresado.
Pero mientras Chane dormía cerca del fuego, con Jilian a su lado como siempre, el kender se fijó en algo que no necesitaba más reflexión. Llegaba cargado de ramitas para alimentar el fuego y se paró. Seguidamente llamó a Ala Torcida con un gesto y señaló el detalle descubierto.
Jilian se había dormido y daba suaves cabezadas hasta que quedó quieta, sin más movimiento que el de su respiración. Pero en las sombras formadas entre los dos enanos, sus manos permanecían estrechadas; la pequeña de Jilian en la más grande de Chane.
Ala Torcida sonrió.
—Sí —susurró—. Muy probablemente es eso lo que lo cura. Ciertos consuelos son más poderosos de lo que la gente cree.
«No para mí», pareció decir algo con tristeza, y Chess alzó la vista del nuevo trabajo comenzado, que consistía en cortar ramas de un largo y delgado árbol joven.
—Deja de lamentarte, Zas —le riñó el kender, malhumorado—. Nunca lo pasaste mejor que ahora. ¿Habías soñado alguna vez con viajar tanto?
«No —gimió la incorpórea voz—. Sólo con existir.»
—Pues tampoco existías donde estabas, de manera que no veo la diferencia.
Ala Torcida miró al kender, curioso por ver qué hacía la diminuta persona.
Era la primera vez que Chestal Arbusto Inquieto permanecía concentrado en algo durante más de una hora. En efecto, Chess llevaba trabajando en el joven árbol casi todo el día. Cortadas todas las ramas y pelada la mayor parte de la corteza, quedaba una fina vara de más de seis metros de largo.
Finalizada la labor, el kender dejó la vara cerca del borde del saliente y dijo:
—Me hace falta algo de cuerda.
El hombre arqueó las cejas.
—¿Acaso piensas ir a pescar?
—Pues no —respondió Chess con aire distraído—. Pero necesito... ¡Ah perdón! Y trotó hacia donde estaban los bultos apilados.
Regresó al cabo de un rato y anunció:
—Encontré unas correas. No son cuerdas, pero servirán.
Ala Torcida siguió con la vista al kender, que se había encaminado al borde del saliente, e inquirió con indulgencia:
—¿Puede saberse qué haces ahí?
—Un sistema de aprovisionamiento —replicó Chess—. Los gnomos no son los únicos capaces de inventar buenas cosas.
—Un sistema de aprovisionamiento —repitió Ala Torcida, preguntándose de qué se trataría.
Cuando lo entendió, no pudo contener una risita. ¡Pasas para Bobbin, claro! El gnomo había aparecido dos veces desde que estaban allí, en un desesperado intento de acercar lo suficiente su artefacto para que alguien pudiese agarrar la cuerda, siempre entre reniegos en su lengua. Asimismo murmuraba algo acerca de un «efecto de tierra», de «un giro de noventa grados» y de la «inconcebible inclinación de las montañas».