Las puertas de Thorbardin (35 page)

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Authors: Dan Parkinson

Tags: #Fantástico

BOOK: Las puertas de Thorbardin
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—¡Extraordinario! —gritó Bobbin, que contemplaba el espectáculo desde el límite del efecto de tierra.

Cuando finalmente la vara y los paquetes estuvieron a buen recaudo, Chane soltó el tobillo del humano y la mano de Chess. Luego se puso de pie, se quitó el polvo de encima y le arrebató la vara al kender.

—¡Fuera de aquí! —gruñó.

Enojado, el enano dio la vuelta al palo y, rápidamente, empujó su otro extremo hacia el gancho colgado del artefacto para suspender el lazo de cuero.

Chestal Arbusto Inquieto, que lo miraba, meneó la cabeza.

—Eso no servirá —refunfuñó.

—¿Por qué no?

—Porque, entonces, yo perdería mi vara de recambio.

—¿Y para qué la quieres?

—¡Para proporcionarle pasas y sidra al gnomo!

—Pero si él tiene la vara, también tendrá las provisiones. ¿Entendido? —replicó Chane.

—¡Ah...! —dijo el kender, considerando la lógica del enano—. ¡Claro!

Utilizando el paquete como contrapeso, Chane alargó la vara y, con gran exactitud, colocó el lazo en el gancho de Bobbin. El gnomo empezó a cobrar la soga, y el paquete resbaló del saliente y cayó. El pesado envoltorio se balanceaba en el aire, con lo que el artefacto bailó también. Momentos después, sus palas reaccionaron ante las variables corrientes y el ingenio se alejó por encima del abismo, sin cesar de dar vueltas cada vez a mayor altura mientras la excitada voz del gnomo se perdía en la distancia.

—¡Siempre serás bien recibido! —chilló Chess, presenciando cómo el extraño armatoste con el palo, la vara de repuesto y el paquete de las pasas y la sidra eran ya sólo un pequeño punto en el cielo.

—Por lo menos, ahora tiene provisiones —dijo Jilian—. Debía de estar muy hambriento.

28

En lo alto de una helada cuesta, donde los ululantes vientos barrían las nubes y arrastraban consigo la nieve de las cumbres, Sombra de la Cañada se arrodilló junto a un charco de hielo. La encapuchada cara que lo miraba tenía una expresión torva.

—Hace sólo pocos días, estuviste a un tiro de flecha del Ser Negro, Caminante. ¿No te fijaste en él?

—Vi algo —contestó Sombra de la Cañada—. La mujer guerrera sacó una cosa de debajo de su peto. Era algo pequeño y oscuro, creo. Como un amuleto.

—Era el Ser Negro —dijo el rostro—. Podrías haberlo matado entonces, o él a ti...

El mago movió la cabeza.

—Su magia no actuaría más para él que la mía para mí. No en presencia del Sometedor de Hechizos.

—Así que el enano todavía lleva la piedra —musitó la voz—. ¿Y ha visto adonde lo encamina?

—Ve el sendero de Rastreador y, en consecuencia, el que conduce al yelmo de Grallen. Y puede que pronto sepa dónde se halla, porque ahora ha llegado ya a la cara este del Fin del Cielo. Al otro lado del abismo se ve todo Dergoth.

—Todo Dergoth... y la mujer, Pantano Oscuro. El Ser Negro está con ella. Los tienes delante, mago. Te esperan.

—Así deberá ser, pues —graznó Sombra de la Cañada con aquella voz tan gélida como los ululantes vientos de la montaña—. Dime: ¿ya ha sido estudiado el enigma? ¿El augurio de las lunas?

—Suponemos que significa que habrá guerra —respondió la cara de hielo—. Una guerra como nunca antes la vivió Krynn.

—¿Cuándo?

—Pronto. Los preparativos preliminares ya están en marcha, como habrás observado.

—Pero... ¿será una guerra de las lunas? ¿De qué clase de conflicto se tratará?

—¿De las lunas, mago? ¿O de los dioses? Creemos que los presagios anuncian una guerra por el dominio. Hay quien habla de una contienda entre dioses, para determinar de una vez cuál de las tres alineaciones debe gobernar Krynn... Pero, desde luego, siempre hay también quien ve en todo eso un final definitivo... Aun así, los Túnicas Negras están muy contentos estos días, mientras que los Túnicas Blancas permanecen callados y ansiosos. Veremos qué sale de todo esto —agregó la figura aparecida en la superficie de hielo, y Sombra de la Cañada tuvo la sensación de que se encogía—. A la mayoría de nosotros no nos preocupa demasiado.

Pocos después, la superficie ya no reflejaba más que el frío cielo y el también frío y pensativo rostro del mago arrodillado junto a ella.

—No les preocupa demasiado —murmuró, y sus gélidas palabras se las llevó el viento—. ¿Cómo no les preocupa? ¡No sólo quedó eclipsada la luna blanca, sino también la roja!

Sombra de la Cañada pasó la reluciente punta de su bastón por el helado charco, y de nuevo cambió. Otras pruebas lo habían convencido de que no le mostraría nada referente a Chane Canto Rodado y sus compañeros. Al fin y al cabo sólo era magia. No podía penetrar en los dominios del Sometedor de Hechizos, pero en cambio le permitiría ver otras cosas en otros lugares.

Ante él emergió una escena: una llanura por la que marchaban goblins, y en el fondo destacaba el ciego cráneo del Monte de la Calavera, horrible monumento al poder inspirado en la luna negra, Nuitari.

—¡Chislev! —exclamó el brujo.

La escena aparecida en el cielo se corrió, extendiéndose a través de kilómetros, y enfocó de nuevo una estéril ladera. Allí había una figura inmóvil: una cosa de extrañas articulaciones que podía ser un caballo... o la interpretación que de un caballo hubiese hecho un tallista. Sí; evidentemente era una figura tallada, de madera, con articulaciones enganchadas como las de un juguete. Cuando el ojo de hielo se centró en la figura, ésta volvió su tallada cabeza y unos ojos pintados miraron al mago.

—¿Quién eres tú? —preguntó Sombra de la Cañada.

—Soy Hobby —contestó el caballo de madera—. ¿Qué quieres?

—El yelmo de Grallen, el príncipe enano. ¿Sabes dónde se encuentra?

—Yo sólo sé lo que dispone Chislev —dijo Hobby.

—Pero yo pregunté por Chislev y saliste tú. Por consiguiente, tal es la voluntad de Chislev. ¿Dónde está el yelmo de Grallen, Hobby?

El caballo tallado se volvió, como si mirase con incertidumbre a su alrededor. De repente, sus articulaciones de madera adquirieron vida y el corcel se apartó de un salto para emprender un torpe y desmadejado galope que habría parecido lento de no ser por el borroso paisaje que quedaba atrás. Hobby corría, y la imagen del hielo lo seguía. Pasaban volando las colinas, y las salvajes estepas no eran más que maleza arrasada por el fuerte viento. El mago sólo pudo vislumbrar brevemente las devastadas tierras.

El caballo de madera corrió hasta detenerse en la cumbre de otra colina.

—Allí —dijo—. Hobby lo ha hallado.

El caballo de madera desvió la mirada, que la imagen del hielo siguió. Al pie de la colina había un montón de pedruscos. En un campo de rocalla que se extendía a lo largo de un yermo terreno de unos centenares de metros, asomaban aquí y allá grandes peñas. Sólo de cuando en cuando se veía que aquellos restos habían formado parte, antaño, de una estructura importante: un ángulo de edificio, una superficie triangular de piedra lisa...

Hobby entrecerró los ojos, y también la escena del charco de hielo se hizo más precisa. Entre la rocalla sobresalía algo puntiagudo e inclinado, cuya parte inferior quedaba enterrada entre la arena y los escombros.

Una ancha grieta corría desde la base cubierta hasta el punto destacado, y los pintados ojos de Hobby se fijaron en ella. En las sombras que había dentro de la fisura, algo resplandeció por espacio de un momento.

—Allí está el yelmo —señaló Hobby—. Chislev sabe dónde se halla todo. Chislev está en todas partes donde hay ojos para ver.

Muy despacio, la tallada cabeza caballar se volvió hacia la derecha y, en la superficie helada, el paisaje se deslizó hacia un lado para dar paso a otro: unas tierras quebradas; una amplia y fría zona pantanosa con montañas al fondo. Sólo a unos cuantos kilómetros de distancia, una cadena de gigantescos picos se alzaba sobre la escarpada pared de unos enormes farallones de varios centenares de metros de altura, que surgían de un nebuloso desfiladero. Y justamente encima de esos farallones, de cara a un estrecho saliente, había una maciza puerta cerrada.

La gran puerta septentrional del reino subterráneo de Thorbardin seguía intacta; los accesos habían permanecido cerrados durante siglos.

La imagen se desvaneció de súbito, y la cabeza de Hobby apareció nuevamente en el hielo.

—Hobby te ha mostrado lo que deseabas ver —dijo el caballo.

Sombra de la Cañada pasó su bastón por la fría superficie, que volvía a ser sólo hielo. Cuando el mago se puso de pie, el viento azotó los bordes de su capa de bisonte, sacudiendo además los dobladillos de la descolorida túnica roja que el mago llevaba debajo.

Muy lejos, al otro lado de la llanura, se elevaron pequeños penachos de humo allí donde se movían unos ejércitos. Sombra de la Cañada contempló la escena muy preocupado. Allá, unido de algún modo a la mujer que conducía a los invasores, estaba Caliban.

Caliban, el renegado hechicero de túnica negra al que, años atrás, habían acorralado Sombra de la Cañada y otros dos. Caliban, que prefirió luchar contra ellos en vez de aceptar las reglas de las Ordenes. Caliban, cuya magia destruyó a dos de los tres magos antes de morir él.

Los fríos ojos de Sombra de la Cañada se pusieron tan desapacibles como una tormenta de invierno al recordar lo sucedido. Caliban había muerto, pero no a manos de él. Antes que admitir la derrota, se había matado. Y del modo más horrible, en presencia de Sombra de la Cañada: arrancándose el corazón con sus propias manos.

No obstante los kilómetros que ahora los separaban, el mago sintió una mirada sobre él y supo que unos ojos lo veían. La magia de Caliban continuaba en vigor, y actuaba...

Sombra de la Cañada levantó la vista al cielo.

—Escúchame, Gilean, puerta de las almas! —suplicó con una voz semejante al vendaval de las montañas—. ¡Escúchame, Sirrion, Señor del Fuego! ¡Escúchame, Chislev, cuyas criaturas talladas en madera ven lo que hay que ver! Zivilyn, Árbol del Mundo, y Shinare, gracias a cuyo color relució el hombre salvaje, ¡escuchadme! ¡Oídme todos los que buscáis el equilibrio en un mundo en lucha y ansiáis el orden en un planeta cuyo nombre es Caos! Hay dos cosas más que pido en esta vida: ver la muerte de quien murió antes y, primero, presenciar lo que vea Chane Canto Rodado cuando sostenga en sus manos al Sometedor de Hechizos y a Rastreador, y mire hacia Thorbardin...

Con un suspiro, el mago miró hacia el remoto lugar donde se levantaban los penachos de humo. Le constaba que el objeto extraído por Kolanda Pantano Oscuro de su peto era un amuleto. ¡Lo que quedaba de Caliban! El corazón del hechicero.

Sombra de la Cañada notó que lo miraban y experimentó una acumulación de magia. Volvió los ojos hacia el punto indicado por el caballo de madera y murmuró un encantamiento capaz de transportarlo.

Los vientos lo envolvieron en la ladera de la montaña y, de pronto, no hubo más que el viento.

* * *

En los últimos seis o siete kilómetros, con el horrible Monte de la Calavera delante, Kolanda Pantano Oscuro había abierto en abanico a sus tropas goblins, formando tres largas líneas. El objeto de ello era que barriesen toda la llanura en busca de alguna señal de que alguien hubiese pasado por allá. Mientras tanto, Kolanda esperaba la información. Los goblins registraron a fondo un frente de varios kilómetros. Era evidente que nadie había estado recientemente en la zona.

Pensativa, la mujer contempló el camino recorrido. Al oeste, la enorme masa del Fin del Cielo se alzaba sombría contra el cielo. Y al sur, apenas visible en la lejanía, surgía la maciza cordillera de Thorbardin, cuya gran Puerta Norte resultaba diminuta en comparación con los escarpados farallones que la sostenían. La Puerta Norte casi nunca era utilizada a causa de su casi total inaccesibilidad, incluso para los enanos que vivían más allá.

Los ojos de Kolanda, protegidos por la grotesca máscara cornuda que constituía la parte delantera de su yelmo, se posaron en la Puerta Norte durante un rato. Luego descendieron en busca de algo que ella sabía que estaba allí, pero que nunca había visto: aquello en que se basaba su carrera en los ejércitos de los Grandes Señores, aquello que le aseguraría el poder que tanto ansiaba cuando esos Grandes Señores iniciaran sus campañas. Era el camino secreto a Thorbardin.

El mando sobre Thorbardin sería la recompensa de Kolanda Pantano Oscuro..., siempre que siguiera gozando del favor del Gran Señor de Neraka. Sí; sería ella quien gobernara el derrotado y ocupado país de Thorbardin, y además recibiría la mayor parte de sus tesoros.

Kolanda no podía ver la escondida entrada. Nadie era capaz de verla, ahora. Pero estaba allí, y ella conocía el camino.

Era esa información la que le había proporcionado el grado provisional de comandante.

Deseaba poder divisar la disimulada puerta. Sería maravilloso ver la senda por la que conduciría sus fuerzas a la conquista del reino de los enanos del Ansalon occidental.

«Ahí está —pensó, esforzando la vista—. ¡Ahí mismo, y desconocida para los que están dentro!»

Pero existía alguien que representaba una amenaza: un enano capaz de trastornar sus planes. Había que destruirlo. Mas... ¿dónde se encontraba? Todavía no allí, desde luego. Más atrás, sin duda, pero acercándose. La pregunta era: ¿dónde? Las llanuras eran vastas, sin ningún detalle significativo, excepto la fortaleza de Zhamen, ahora en ruinas, y cuyo nombre actual era el Monte de la Calavera. El enano tendría que dirigirse al Monte de la Calavera, porque... ¿dónde, si no, podría hallar lo que tanto buscaba?

Los ojos escondidos detrás de la fea máscara recorrieron las pendientes del Fin del Cielo. ¿Estaría allí el enano? Pero... ¿dónde?

Había llegado el momento de preguntárselo a Caliban. Kolanda dio media vuelta para llamar a uno de sus jefes goblins. Ninguno se hallaba cerca, y los únicos goblins a su alcance eran estúpidos y brutos: una docena de sucios goblins de las ciénagas, que únicamente servían para cargar con bultos y lanzas, así como para registrar el campo después de una batalla, para liquidar a los heridos. A poca distancia había dos ogros acurrucados; sólo dos de los cuatro que habían emprendido el camino hacia el sur con las fuerzas. Los otros dos habían desaparecido hacía una semana, si no más.

Kolanda se aproximó a la pareja y señaló con el dedo al primero.

—Tú, ve en busca de los jefes y diles que vengan —le ordenó.

La voluminosa criatura la miró con sus crueles y juntos ojos, unos ojos que quedaban por encima de los suyos pese a que el ogro permanecía en cuclillas. El ser bostezó, con lo que dejó ver unos monumentales dientes amarillos, y desvió la vista.

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