Authors: Concha Alós
Ahora —piensa el Monegro— la gente del pueblo camina hacia la iglesia con sus zapatos brillantes y su traje de domingo. También la maestra debe ir: «Booma, no, bota. Bota. Eso, muy bien». La maestra. Una desangrada parece. Más falsa que Judas: «Estos enterramientos pertenecen a la Edad del bronce, porque los primeros habitantes de Mallorca fueron el pueblo talaiótico, procedente del Mediterráneo oriental, cuya religión tenía analogías con la de Creta, con su culto al toro…» Ella sí que estaba hecha un buen toro. Un lorito parecía cuando decía todas esas cosas. Un lorito sabio.
Daniel se enderezó y abandonó el pico en el suelo. Oro. Onzas de oro redondas. Está cansado. Las campanas siguen tañendo. Ante él la bahía ancha, grande, como una herradura inmensa. El mar se está calmando y las gaviotas vuelan entre las rocas, gritando.
Una barca de motor entra en las olas y sale, rápida, ladeada, rompiendo el agua. Es la motora de Archibald, que viene de la mar abierta. La línea blanca que marca en la superficie del agua, la que debía marcar, es borrada inmediatamente por el bullir de la espuma. El Monegro se rasca la cabeza, pensando:«¡Ese tío! ¡Qué vida se mama! Buena casa, buena tierra, buena mujer… ¡Menuda está la tía!»
Si él encontrara oro… ¡Si consiguiera dar con él! Si encontrara oro sería rico y si fuera rico ni golpe iba a dar. Los ricos son los amos. Los ricos… El extranjero de la Torre, el tío Blas…
—Es manteca esta tierra.
—Con el agua en el hocico. ¡Vaya suerte!…
—¡Caray, ese mamón del tío Blas! Claro que le tocó la tierra. Haciendo trampas con la baraja. Engañando a sus cuatro hermanos.
—Y eso que es ciego.
—Ciego, pero no tonto. Métele el dedo en la boca.
—Pero al Filemón le tocó El Lugarejo.
—No tiene punto de comparación. Del Lugarejo al Alza de la Justa hay diferencia.
—Ya lo creo que la hay.
El tío Blas junto al reguerillo del agua, con moscas verdes en los ojos. El agua que corría por la acequia, al lado suyo, se metía en los reguerones con prisa.
Lo llevaron a su casa y hedía como un diablo. De poco les valió a las muchachas la caminata hasta el Cortijal para arrancar los lirios que crecen allí y ponérselos sobre el ataúd. Y eso que los lirios aquellos tienen el olor fuerte. A veces alguna moza se mareaba de olerlos cuando adornaban el altar mayor para el día de Resurrección. Se mareaba y había que sacarla a la calle para que volviera en sí. Pero al tío Blas poco le hicieron. No en balde estuvo dos días abandonado en el Alza de la Justa con la cabeza abierta y la mano apretada en la bolsa de su dinero.
El viento ha amainado y el sol comienza a dar de lleno. Una corriente tibia de sudor resbala por la espalda de Daniel.
Está cansado. Se echa en el suelo sobre el alga, con un desnivel de ella como respaldo. Y bajo el sol que le calienta, lentamente, se queda dormido sin darse cuenta.
El perro, dando un suspiro largo, se acomoda a su lado encogido, de espalda al mar, después de probar varias posturas.
La bola, un poco pardusca, daba contra el borde saliente de la mesa del billar y volvía luego con fuerza a la punta del taco que Telmo Mandilego sostenía. Éste la sujetaba unos momentos con el palo hasta que se quedaba completamente inmóvil y después tanteaba, calculaba, estudiaba el paño verde y deteriorado, el borde de madera, el taco, y la lanzaba de nuevo produciendo así un ruido que sonaba en el café casi vacío a hueco y a estropicio.
Telmo Mandilego, que regentaba desde que se murió su padre la Residencia, el único hotel decente de la playa, jugaba a billar desde hacía media hora. En el bar de Mostaxet sólo había cuatro hombres. Las luces de petróleo lucían mal, chisporroteaban, despidiendo un olor fétido. Una pequeña mariposa tardía daba vueltas en torno al cristal de la lámpara que Mostaxet había puesto sobre el mostrador, y de vez en cuando embestía contra él con fuerza.
—Esta mañana me he largado hasta l'Estany del Bisbe para pescar—dijo Mostaxet— y cuando ya estaba cerca, oigo en el mar una risotada. Miro y no veo nada. Sigo mirando y en seguida distingo, saliendo del agua, un vell marí que se ríe de mí; se zambulle, sale todo reluciente, vuelve a reírse y se zambulle de nuevo como una flecha.
A Mostaxet, negro y peludo, le gusta inventarse historias, historias cálidas y candorosas que algunas veces parecen sacadas de un libro de milagros escrito por Berceo —algunos días de Navidad, según él, han llamado a la puerta del café para pedir limosna la Virgen y el Niño y, cuando él les ha dado lo que buenamente ha podido, han desaparecido los dos sin dejar rastro—, y otras están llenas de una fantasía, loca y disparatada.
Mostaxet sigue hablando de su aventura con todo lujo de detalles. En el café no parece escucharle nadie. Algunas noches de invierno no decía más que mentiras y largas historias increíbles. Con sus palabras rompía el pesado silencio de la fría velada, durante la cual, si él no hubiera hablado, sólo se oiría el bramido del viento, los estampidos de alguna puerta que se olvidaron de cerrar los veraneantes y el embate tremendo de las olas que en noches así parece que van a tragarse el pequeño poblado de Son Bauló.
—¿Te has fijado si tenía manos?— dijo distraídamente el guardia Aznar, sin dejar de mirar sus cartas, desglosadas en forma de abanico muy cerca de su cara. Y se rió enseñando sus dientes, amarillos, enmarcados por un musgo oscuro, verdoso.
—¿Por qué lo dices?— preguntó Mostaxet con un gesto desconfiado e infantil en su negra cara de carbonero.
El tricornio del guardia Aznar descansaba sobre una silla, con el brillo empañado por el desgaste y el roce.
—Hombre… Por si era el Inglés de la Torre. Como dicen que se aparece…
Rió otra vez, pero su carcajada quedó extrañamente solitaria en medio del café. Telmo Mandilego levantó el taco de madera hacia el techo, y se quedó quieto mirando la lámpara y la mariposa, con los ojos encogidos detrás de las gafas, tan encogidos como si se las hubiera quitado y se las estuviera limpiando con un blanco y doblado pañuelo a la luz del sol.
El viento seguía batiendo afuera. Hacía frío y dentro del café el aire ni siquiera tenía la pureza fresca que podía respirarse en la calle o junto al mar. Era un aire vaciado, de un helor espeso.
Los cuatro hombres permanecieron callados hasta que el guardia Aznar echó una carta con fuerza sobre el mármol y dijo triunfante:
—¡Trágate ésta!
El invierno resultaba aburrido en Son Bauló. Algunas veces Telmo Mandilego, contemplando el cielo nublado o un pino torcido por el viento, mirando un árbol completamente echado sobre la tierra, horizontal y castigado, sentía una gran compasión de sí mismo y se le adueñaba la vaga sensación de que él, encerrado en esa especie de desierto, perdía días preciosos y posibilidades de triunfo ignoradas y misteriosas. En verano era diferente. Todas las casas se llenaban de veraneantes que pululaban de aquí para allá llenando el ambiente de conversaciones y gritos. En su Residencia no quedaba ni una habitación vacía. Y en la playa surgían bares, cada año más bares, que alguien, de Muro o de Santa Margarita, plantaba con cuatro tablas colocando al lado una heladera de corcho a la que daba vueltas alguna vieja refunfuñadora o un impaciente niño.
Era otra vida. La vista se alegraba viendo a los bañistas nadar o tomar el sol tumbados en la arena. Ahora, en el invierno, el único recurso que tenían los hombres al acabar el día, para no caer en la desesperación, era llegarse hasta el bar y charlar un rato con Mostaxet y los otros, mientras dentro de la casa, en el fondo del establecimiento, se oía el parloteo de Juana y las regañinas agudas que la suegra del dueño del café echaba a los niños que chillaban y jugaban metiendo ruido.
—¡Bah!… El Inglés ese sólo se aparece a las mujeres— dijo Mostaxet ahora, jactancioso, reanudando una conversación de la que todo el mundo parecía haberse olvidado—. El que he visto yo era un vell marí con toda la barba.
Una ráfaga de aire hizo volar un Diario de Mallorca que estaba sobre la primera mesa vacía cuando el patró Garrit entró con sus escasos cabellos tiesos y alborotados por el viento de la calle. Llevaba en la mano un viejo envase de coñac.
—Por aquí no hay vells marins. Tú te vas de la rosca.
—En este pueblo el único que se va de la rosca es usted— contestó risueño y pacífico Mostaxet, secando con un trapo blanco una copita pequeña —¿Qué quiere tomar?
—Ponme un ron y lléname de vino esta botella.
La voz de Mandilego se elevó ahora por encima de todas:
—El vell marí es lo que se suele llamar la morsa, y no existe en el Mediterráneo. Es un animal que vive allá por Siberia y por Groenlandia.
Mostaxet se quedó con la botella de ron, que acababa de destapar, en el aire:
—¿Que no existe? ¡Ja!
—No existe, hombre, no existe.
Mostaxet se dio una palmada en el pecho y gritó:
—¡Esta mañana yo he visto un vell marí!
El patró Garrit miraba la botella y la copa que Mostaxet, distraído con la discusión, no llegaba a llenar:
—¡Puñeta, pon el ron de una vez!
—Bueno, patró, a ver si no podremos ni hablar.
Manuel Pérez de la Hoz barajaba las cartas. De prisa. Las extendía, las ponía después amontonadas, unas sobre las otras. Rápidamente, como un prestidigitador:
—Nada, que está visto que no era un vell marí. El Inglés es el que se te ha aparecido, Juan. Ya puedes irte con cuidado.
Juan Mostaxet, que había colocado un embudo de latón sobre el cuello del envase de coñac y levantaba una garrafa de tinto para llenarlo, no contestó. Se encogió de hombros y sonrió seráficamente.
El guardia Aznar intervino con voz campanuda:
—El único que se ha aprovechado de la historia del Inglés, es el escritor ese de la Torre. No hubiera comprado la casa tan barata si cuatro locas no anduvieran chillando por ahí historias de aparecidos.
A Archibald Strokmeyer le llamaban en el pueblo el escritor. Cuando él llegó por primera vez a Son Bauló, la Torre no era más que unas ruinas. Las ruinas de una casa con una pequeña barca atada con una argolla a la roca. Una barca vieja, podrida y abandonada, llena de agujeros, con el agua que se colaba dentro de ella.
La Torre había pertenecido años atrás a un viejo millonario que vivía con una joven ex bailarina, cuatro criados y un marinero. La mujer se escapó un día con el marinero llevándose el yate y cuanto había de valor en los cajones de la Torre. El viejo intentó seguirlos en una barca. A los pocos días el mar trajo su desnudo cuerpo amoratado y con las manos cortadas.
La Torre fue desmantelada por los sirvientes, que alegaban sueldos impagados. Más tarde aparecieron tres hombres delgados, vestidos de negro, con los papeles en regla. Eran los parientes del Inglés. Malvendieron cuanto quedaba dentro de la casa y pusieron en venta la Torre.
Los niños que saltaban las tapias de la Torre, sólo encontraron escorpiones ateridos que metían en botes de hojalata y a las cinco, cuando salían las niñas de la Casa de las Monjas, se los echaban encima para asustarlas. Pero pronto dejaron de ir por allí. Tenían miedo. Se había corrido la voz de que el Inglés se aparecía. Le había salido a la criada de Can Muleta una tarde, ya oscurecido, cuando pasaba por delante de la Torre en bicicleta, con un saco de guisantes a la espalda. El Inglés salía algunas noches, fosforescente, enseñando los muñones de las manos cortadas.
Juan Mostaxet secaba el cuello de la garrafa con un trapo antes de colocarla en su sitio. Limpió también el envase lleno de tinto antes de entregarlo a su dueño.
—A lo mejor el vell morí y el Inglés, o los dos a la vez, no son más que martingalas de los contrabandistas.
—No tendría nada de raro.
El patró Garrit carraspeó y después dijo: —Antes de la guerra, una mañana, iba yo con el sen Galofre por Es Serralot cuando, encima de una de las cuevas que hay allí, veo un fantasma bajo y gordo cubierto por una sábana, que nos chista, llamándonos con la mano…
El viento seguía bramando fuera. Las olas estallaban unas contra otras. El patró Garrit continuó contando su historia de contrabandistas en un tono burlón y solemne. El reloj de las monjas dio diez campanadas. La noche era muy oscura.
En este tiempo, a las cinco es de noche.
La única calle del pueblo se ha iluminado ya. En la media docena de casas donde vive gente, incluyendo el bar de Mostaxet, se han encendido las luces de carburo o de petróleo. En el pueblo no hay electricidad. Sólo en la Torre existe una centralilla particular y única.
Sibila —que no escucha el parloteo de Raimunda y doña Pepa— está mirando encenderse las luces, las del pueblo, chisporroteantes, y azules, y quiere buscar dentro de su cabeza qué recuerdos guarda para ella el olor del carburo.
Ya lo ha descubierto. Le recuerda otro olor: el de los fósforos. Y otro, más lejano, más vago: aquella postal fosforescente de una Virgen con un manto morado que se iluminaba en la oscuridad. Se la robó a una niña en la escuela y la tuvo, después, sobre su mesita de noche mucho tiempo. Un día su madre la tiró a la basura. Las moscas la habían ensuciado y, además, estaba vieja y polvorienta.
Doña Pepa y Raimunda siguen hablando:
—Siempre critican. En los pueblos ya se sabe.
—En los pueblos y en las capitales.
—Sí, pero en las capitales, como la gente se conoce menos…
—Eso.
—Pero, aun así, los que viven en el mismo piso… No quiera usted saber cómo se ponen. Yo, que viví en un piso cuando era una señora, lo sé.
A doña Pepa, que ahora está sola y hace muchos años que no vive con su marido, le gusta jactarse de haber sido en otros tiempos una gran señora. Su marido era un empleado de Obras Públicas amable, cortés y buen esposo. Pero un día, cuando la guerra, se enamoró de una taquillera a la que regaló su cartilla de racionamiento. Doña Pepa, que aún estaba de buen ver, abandonó marido y hogar. Ahora se gana la vida cosiendo a domicilio. Heredó una casa de una tía suya, que era monja, y trabaja de costurera por las posesiones de los alrededores. También a la Torre viene dos veces por semana. Le pagan diez pesetas por hora y la comida. Es lo que ella dice cuando lo explica: «Tengo el orgullo de no pedir nada a nadie. Todo lo que poseo me lo gano con mi trabajo».
—La gente habla de todo.
—Ya lo puede usted decir, doña Pepa.