Las hogueras

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Authors: Concha Alós

BOOK: Las hogueras
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Las hogueras plantea, a través de una técnica de contrapunto y un estilo en el que se conjugan el más crudo realismo con la más honda poesía, el problema esencial del hombre: la búsqueda de la felicidad. El personaje central, Sibila, sensual ex modelo parisiense, hija de un mundo fastuoso y depravado, busca su felicidad por medio del amor. Su marido, Archibald, intelectual adinerado, lo hace intentando hallar a Dios desde un angustioso escepticismo. Daniel el Monegro, un ser puramente instintivo y con un pasado sangriento, se convierte en el amante de Sibila y encauza toda su ambición hacia la riqueza. Por último, Asunción Molino, la maestra de escuela, vive inmersa en la amargura de su vocación y de su vida fracasadas. Y, por extensión, estos personajes nos ofrecen una amplia visión de la sociedad de nuestros días, con su desesperada lucha por la existencia por debajo de la huera fraseología de hermandad. Una desolada playa de Mallorca, batida por las olas y los vientos, es el escenario donde estos seres debaten sus ansias de vida, que queman inútilmente como las estériles hogueras de verano.

Concha Alós

Las hogueras

ePUB v1.0

Polifemo7
26.12.11

A Josefina Ordiñaga

No somos ni demasiado fuertes ni bastante malos como para elegir. Todo esto forma parte de un experimento organizado por alguien.

Lawrence Durrell,

El cuarteto de Alejandría. Justine.

1

Aquella noche Sibila había soñado que volvía a ser modelo. En sueños cruzó de nuevo la pasarela elevada, en forma de puente, a ras de las caras que la contemplaban. Y la gente, sobre todo un señor desconocido que sostenía en la mano un monóculo y enseñaba un diente de oro, la aplaudía. Los salones habían encendido todas sus lámparas y las luces se reflejaban sobre las lentejuelas de su traje, en sus ojos, en los brillantes de unos pendientes largos que llevaba… Todo en conjunto le producía una sensación embriagadora.

Se despertó, y la alegría del sueño se fue desvaneciendo, dejándola sumergida en un disgusto pro fundo, como nos ocurre a todos cuando vivimos una infelicidad y la mañana nos enfrenta con su realidad olvidada.

Más allá del huerto, quizá en la playa o tal ver. en el bar de Mostaxet, cantaban unos borrachos. Las. olas, al perderse en la arena, la rozaban produciendo un sonido repetido y triste. Se tapó la cabeza con la sábana y trató de dormir de nuevo; pero, hiciera lo que hiciera para protegerse del ruido seco del mar —agigantado de una forma desusada en su cerebro— y también de aquellas canciones de borracho, farfulladas y repetidas una y otra vez más allá del huerto, no podía dormirse. Siempre ocurría lo mismo los sábados por la noche. Los forasteros acababan la semana bebiendo y no había manera de descansar.

Por fin las voces se alejaron. Un gallo cantó roncamente; desde muy lejos le contestaron dos gallos más. El ruido de las olas se fue haciendo rítmico como un balanceo acompasado. Sibila se quedó dormida.

Por la mañana, descalza, la corta cabellera revuelta, Sibila atravesó el salón y el pasillo para ir a la habitación de su marido. Deseaba cobijarse al lado de su cuerpo, tibio, adormecido. Esperar a que despertara para decirle: «Estoy cansada de esto. No puedo aguantarlo ni un día más. Vende la casa y vámonos de aquí». Pero Archibald no estaba. La sábana apartada marcaba un alargado triángulo blanco sobre la colcha. Encima de la cama había libros, mapas, un bloc, papeles. Todas aquellas cosas que podían haber estado amontonadas, dispersas, conservaban una armonía y un orden. La sábana permanecía blanca y planchada. Su marido, cuando dormía, no se movía apenas. Despierto disfrutaba arreglando, componiendo los objetos de su uso, sus libros, sus papeles. Sibila levantó la persiana. Un sol espeso y amarillento le hizo daño en los ojos.

Era domingo. El reloj de la mesita marcaba las once. El tictac, la luz, una nube alargada allá en el cielo, encima del montículo de la Punta de los Fenicios, el pueblo… Todo era triste, miserable y feo. Sibila se sentía como un perro al que un coche a toda velocidad ha abandonado en una carretera desconocida. Un perro que hubiera seguido locamente el olor de sus dueños —sentados, tranquilos y sonrientes, uno al lado del otro, junto al volante— y que ahora, agotado, con las almohadillas de las patas sangrantes, hubiera perdido el rastro y vagara vencido, lentamente, no sabía por dónde. Su mundo, el mundo que él amaba, estaba muy lejos y no podía alcanzarlo. Lo demás no tenía interés.

Se estaba quedando fría. El helor del suelo parecía haber calado dentro de su cuerpo y ahora tenía la piel erizada, las manos y los pies helados. Sobre la cama, al lado de los libros abiertos, informe, cálida, estaba la bata de su marido. Se la puso sobre el camisón. También se metió en los pies las grandes zapatillas de él. Archibald se habría ido a pescar. Le gustaba salir cuando la luna —blanca y grande aquellos días— estaba aún en el cielo. Se pasaba en el mar horas y horas. Los peces que traía, pequeños, brillantes, acababan casi siempre en la basura. Al llegar daban saltos en el cesto húmedo, saltos agónicos, cada vez más distanciados, que dejaban al descubierto sus rojas agallas y curvaban sus cuerpos, revestidos como por un tejado de mica de transparentes escamas. Al llegar daban saltos y Raimunda los metía en la nevera. Después, por pereza de limpiarlos, los tiraba o se los daba a los gatos.

Archibald se había ido a pescar. «Bueno, ¿qué tiene eso de extraordinario?», querría decirse Sibila para acabar de una vez con el descontento que, filtrándosele hasta adentro, le daba aquel sentimiento de frustración. El hecho no tenía la menor importancia. Hacía dos años que vivían en Son Bauló. Desde el principio su marido solía ausentarse durante días enteros con la motora, solo, porque a ella no le gustaba embarcarse. Sibila acogía sus salidas con una plácida y alegre indiferencia. No había, por tanto, ninguna razón para sentirse hoy así. Se encogió de hombros y creyó sentir dentro de ella un tirón doloroso, cerca de la espalda. Se escuchó atentamente. No era nada. Suspiró. Aspiró aire. Sobre la cama, junto a los libros y los mapas, un bloc abierto mostraba una hoja cuadriculada a medio escribir. Alargó la mano para cogerlo. La letra de Archibald, redonda, cuidadosa, decía: En abstracto, en la impersonal e infinita teosofía, puede intentar sostenerse por medio de la dialéctica una idea o concepto de Dios, sea como ente espiritual operante en el fwmbre por medio de la creación, destino y ley natural, sea como remoto e impasible principio de todo. La aceptación de tal supuesto y el que pase a fundirse con el complejo de creencias que anidan en el hombre y guían de un modo implícito o explícito su vida, requiere una serie de etapas de estudio —la causalidad—, de renuncia —negación de la mayor parte de la ideología contemporánea— y de creación personal —levantar una correspondencia entre el hombre y Dios, no comprendida en la dogmática de las religiones más habituales— en el individuo, que ahoga casi la posibilidad de que cobre, cuerpo y se extienda en la sociedad este Dios que es Motor Abstracto. El esfuerzo para llegar a Él cuesta demasiado, y, además, no posee la fuerza dramática, afectiva, de un Dios encarnado, que llega al hombre a través del ritual, imaginería, teología y apologética de cualquier rama de las religiones de la Tierra.

Por otra parte, los grandes principios de estas religiones no resisten un análisis histórico-crítico, y su sostenimiento se puede basar únicamente, a la postre, en lo abstracto, en una mística de Dios independiente de cualquier religión y teología oficial. La misma antropología ha estudiado…

—¡Bah! —dijo Sibila. No entendía nada. Lo leyó otra vez con atención, despacio, casi deletreando. Nada. Como casi siempre que pretendía apoderarse de una idea de los otros, en su cabeza se producía un cosquilleo incómodo. Lo mismo que cuando en el colegio intentaba solucionar los problemas de matemáticas. La cabeza parecía crecerle. Le crecía. Ella creía notarlo. Era una sensación desoladora.

Hojeó el bloc. Casi todas las hojas estaban escritas. Algunas sólo hasta la mitad. Lo dejó después, desalentada, sobre la colcha, donde lo encontró, cuidadosamente, como si hubiera podido romperse. Una ira sorda, interna, impotente, se iba extendiendo dentro de ella como una mancha grasa que avanza hasta impregnar un trozo de tela: aquello era lo que escribía su marido. Aquellas cosas eran las que pensaba. Pensamientos como el que la noche antes había escrito en el bloc. Pensamientos incomprensibles para ella.

Vivían en la misma casa y sin embargo habitaban dos mundos ignorados el uno del otro, a una distancia incomensurable. Invisibles, inaudibles, intocables… Como si hablaran otro idioma y sus cuerpos fueran de distinta materia.

Dormían en habitación aparte desde hacía un año. Su marido lo decidió así. Dijo que no quería molestarla si se le ocurría escribir hasta la madrugada, o leer, o pensar fumando, paseando de un lado para otro, en medio de las paredes. Alegó que no quería molestarla cuando madrugaba, cuando se levantaba al amanecer y con la motora se iba a pescar aquella porquería de peces.

Archibald regresaría dentro de una hora, de dos… Cuando volviera tomaría el desayuno y, si tenía sueño, dormiría toda la mañana. Y ella estaría sola, sin poder hablar con nadie, a no ser que bajara a la cocina para ver cómo preparaba la comida Raimunda, a escuchar lo que pudiera decir ésta de las brujas o de los gatos. Con los dientes apretados murmuró, pensando en su marido:

—¡ Imbécil!

La rabia, como una bola gorda e irresistible que se le hubiera encallado en la garganta, se adueñó de ella. Le pegó un puntapié a la alfombra pequeña que había al lado de la cama, que fue a parar, encogida, polvorienta, carmesí, al otro lado de la pared. La miró con la cara crispada, con ira. Hubiera pateado todos los muebles de la habitación. La zapatilla de paño, grande, deformada, se le había salido del pie y tuvo que ir a recogerla.

Se sentó en el borde de la cama con el pecho palpitante. Algo hervía allí dentro, algo que ella quería enfriar porque le resultaba incómodo, molesto. Sentóse con los brazos cruzados, apretados, hasta que le dolieron. Sin saber qué hacer. Con la vaga impresión de que alguien le había encerrado y de que tenía que buscar un resquicio, una abertura cualquiera para escapar. Pensó de nuevo en el sueño que había tenido. Volvía a ser modelo. Los ojos de la gente se fijaban de nuevo en ella con admiración y codicia. La aplaudían. La cara de Sibila se suavizó unos instantes. Sonrió.

Cuando a la casa de modas llegaban buenos clientes, Xam, el modisto, le decía señalando algún vestido difícil de vender:

—Anda, Sibila, póntelo. Si tú lo luces se venderá.

Ella, ligera, sonriente, como una graciosa maquinilla de lujo que se ponía en marcha a voluntad, se exhibía ante los ojos ávidos, interesados, y se adivinaba reflejada en ellos. A ninguno de los clientes lo hubiera reconocido por la calle. Miraba con indiferencia sus caras, que no eran para ella más que una mancha rosada sobre el traje, una mancha rosada con dos ojos que, en el salón de la casa de modas de Xam, no tenían otra finalidad que mirarla. Dos ojos que existían en función de ella.

Y las demás, las otras modelos: Chola, Arlette, Milión… todas las demás repetían:

—¡ Qué suerte tener esa cintura!

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