Authors: Concha Alós
La calle de la Platería. Decían que antes, siglos atrás, estuvo amurallada, separada del resto de la población mallorquina. Que los palmesanos la llamaban aún «La Calle», sin nombrarla, como quien mienta un mal incurable o una serpiente. Como quien emplea un eufemismo por temor, un temor primitivo y supersticioso a lo diabólico, a las brujas y al mal de ojo.
Desde el primer día que las vio le habían atraído estas tiendecitas húmedas y oscuras. Archibald decía que eran las que tenían más carácter de toda la ciudad.
En la isla perduraba un notable desprecio hacia los descendientes de aquellos judíos que se quedaron allí abjurando de su religión y convirtiéndose al Cristianismo. Era un odio de religión y seguramente de raza. Decía Archibald que todavía no habían pasado dos siglos desde que los palmesanos quemaron en hogueras a un buen número de semitas. La otra noche le leyó un párrafo de un libro en el que un sacerdote enardecido de fanatismo explicaba detalladamente cómo reventaba un judío gordo que murió entre brasas, frente a la multitud, como un cerdo.
Entró en una de las tiendecitas baja de techo y con una bombilla mortecina sobre el mostrador.
—Desearía un reloj de pulsera.
—¿Cuánto querría gastar la señora?
Era un individuo pequeñito de aspecto fatigado. Se frotaba una mano con la otra como si estuviera pasando un momento de frío durante una mañana lluviosa e invernal. Sin embargo, el sol lucía fuera espléndidamente y pronto comenzaría el mes de junio. Las cejas se le alzaban muy altas sobre su cara, cetrina, como preguntando algo, pero sus párpados caían lánguidos e indiferentes a los dos lados de la nariz, imponente y ganchuda.
—No hay necesidad de que sea muy lujoso, pero tampoco me gustaría que fuera malo. Es decir, lo que necesito es un reloj que marche bien. Que sea bueno. Que no se pare.
—Ya.
En las vitrinas, amontonados, polvorientos, había rosarios de nácar, pendientes largos, medallitas y unas cucharas de madera pintadas: un pozo y una pareja de payeses bailando.
El hombrecillo, encorvado, había extendido ante los ojos de Sibila un paño de tela azul y le iba enseñando relojes. Todos llevaban una pequeña etiqueta con el precio. El hilo de la etiqueta a veces se enredaba, acaracolándose, y él deshacía los nudos con paciencia y miraba después, con los ojos encogidos, los números, el precio.
—Éste es un reloj cromado muy bueno, inoxidable. Y baratísimo. Mil quinientas.
—Bueno, pero yo…
—Es el único que nos queda de esta clase. Los que vengan ahora seguramente no serán tan buenos y, sin embargo, les aumentarán el precio.
—¿Por qué?
—Pues yo se lo diré, señora. El individuo que los fabricaba se murió, y ha heredado el negocio un sobrino suyo. Y usted ya sabe lo que es la gente joven. Sólo quieren hacer las cosas de prisa. Fabricar, fabricar, fabricar… Pero ¿calidad? ¿Calidad?
Había cruzado las dos manos sobre el pecho como si recitara una oración, un responso para el fabricante de relojes concienzudo y muerto. La voz nasal y monocorde recitaba las frases por medio de pequeñas notas casi iguales que se iban extendiendo por la tienda, obsequiosas y remachonas.
—Calidad, hoy en día, no pida, señora. Prisa, sí. ¿Ha visto usted la Catedral? ¿La ha visto?
—Sí, señor.
—Pues dígame usted, señora. ¿Cuántas catedrales se hacen ahora? Dígamelo. Casas de muchos pisos. Eso sí. Y la mitad se hunden.
—Sí, probablemente.
—¿Ha leído usted el diario?
—No, no, señor.
—Pues ayer, ayer mismo, se hundió una casa. ¿Sabe cuántas víctimas ha habido?
—No, no, señor.
Esperó una semana para volver a la cabaña de Daniel. Hubiera deseado que fuera él quien la buscara. Pero no ocurrió así. Sin embargo, cuando empujó la puerta y la noche de fuera se iluminó con la luz de carburo, Sibila supo que el Monegro la había estado esperando cada una de las siete noches que ella había tardado en ir. La miró con una mirada intensa, una especie de curiosidad bestial hacia algo que no podemos entender y que querríamos descifrar. Se levantó de la silla y la cogió del brazo, apretándoselo hasta hacerle daño. Ella disimuló el dolor y creyó que debía disculparse por no haber acudido antes.
—Pensaba que no querías que viniera.
Ni siquiera asombro expresó, sólo alegría, una alegría primaría, sin límites.
—¿Sí?
La agarró del brazo y la sacó fuera de la casa. Sin soltarla dio un portazo dejando a la perra dentro. La puerta quedó cerrada y el cono de luz que se había extendido por delante de la casa desapareció. No quedaron más que las estrellas allá arriba, rompiendo apenas las sombras.
—¿Adonde vamos? —preguntó ella.
Daniel continuaba tirando de ella sin contestar. Sibila oyó, un poco alejados, el vaivén de los campanillos del collar de Canela, unos gemidos cortos, y hasta le pareció oír el ventear del animal oliendo por el resquicio que quedaba entre el umbral y la endeble hoja de la puerta.
—¿Adonde vamos?
Daniel se paró en seco un momento y, apretándole todavía más la muñeca, se encaró con ella:
—¿No decías que te gustaba el bosque?
Ella se acordó de que había dicho que le gustaría echarse sobre la pinaza del bosque con él, sin miedo. Y sonrió, contenta de que no lo hubiera olvidado.
El ruido de las ramas que el Monegro doblaba con su cabeza, el chasquido de la hierba pisada. Sibila tenía que trotar para seguirlo. Corría torpemente, como un animal pequeño y vestido, a quien alguien ha puesto también zapatos para reírse de su torpeza. Más tarde, Daniel la apartó del camino y la llevó hacia unos pinos; allí la soltó un momento. Tenían que saltar una cerca de espino: «Espera —jadeó ella—, no puedo». Y al agacharse se enganchó el vestido. Daniel quiso soltárselo y se oyó el ruido del desgarrón.
—Te daré mi bufanda, aquélla que te gusta —dijo él con la voz contrita.
Ella sonreía ahora por dentro, sonreía de nuevo. Recordaba la bufanda a la que él se refería: larga, de frío astracán medio pelado por el uso, pero tenía un tacto suave que a ella le gustaba. La había acariciado la primera noche que estuvo en la cabaña, como si se tratara de un gatito.
Se dejó llevar a rastras por las matas dé lentiscos, hacia un lugar del bosque. No sabía cuál.
Al despertar ya amanecía y Daniel la tenía abrazada. Estaba dormido. Distinguió en su muñeca, junto a su mano, la pequeña goma que llevaba siempre. El detalle le despertó una ternura honda y desconocida: «Cuando vaya a Pahua le compraré un reloj», se dijo.
El reloj. Los relojes. Pequeños, grandes, redondos, ovalados. Despertadores, relojes de pared, de pulsera, para llevar colgados en el chaleco…
Al final se decidió por uno redondo que tenía la esfera pintada con unos números romanos negros. Las manecillas se distinguían muy bien en el círculo blanco. Sonrió involuntariamente cuando el relojero comenzó a ponerlo en marcha, imaginando la cara que pondría el Monegro verificando esta misma operación.
En la puerta de la tienda, un canario pequeño saltaba como un amarillo y mecánico objeto nervioso, como una máquina acompasada. Desde el palo hasta el bebedero. Bebía un poco de agua y levantaba el pico hacia el cielo. Subía al palo, donde chirriaba una nota larga y triste a la que seguían dos un poco más cortas. Y saltaba de nuevo al suelo de la jaula moviendo la cabeza a los lados.
El sol llenaba toda la acera. Un soplo corto de viento trajo unos pétalos pasados y los arrastró hasta el hueco del bordillo.
Es necesario también que os convoque a vosotros a rendir cuentas, tai como Dios manda, en esta amarga calda de la noche. Tomasteis parte en la infección de las mentes y es preciso que toméis parte en el remedio. No os podéis salvar diciendo: nosotros llevamos los registros y el protocolo de la vida de los hombres, y si éstos se descarrian no podemos hacer sino el inventario de sus errores y señalar las causas y las consecuencias con la probidad de los que son neutrales…
La motora Noemí estaba parada, se balanceaba en el agua. Un vientecillo NE. refrescaba el aire y se iba llevando hacia la tierra unas nubes redondeadas y blancas. Eran unas nubes escultóricas, espesas, como las que suelen colocar bajo los pies de las candorosas imágenes de la Purísima en los altares de los pueblos, unas nubes que el viento se llevaba hacia las montañas sin deformarlas casi.
Hacia el oeste, el sol, deslumbrante, una gran cabezota roja, colgada sobre el mar y marcaba en él un camino sangriento y disparatado. S'Escull d'En Barret parecía envuelto en llamas como si hubiera estallado en su superficie una revuelta imprevisible y fatal.
Quedaba enfrente la tierra, el pueblo, empequeñecidos por la distancia. Una comarca llana apenas salpicada de diminutos y suaves relieves, azotada a menudo por la tramontana, que torturaba los pinos y los convertía casi siempre en unos árboles reptantes y quebradizos. Enfrente, el suelo inmóvil manchado por algún punto movible: una persona, una mula enganchada en un carro o en un arado. Un perro caminando de prisa. La tierra separada de la motora por el agua metálica, de un fuerte y oscuro azul.
Archibald siguió leyendo:
La defensa es tan mezquina que confirma vuestra culpa. Tal como lo pensáis y lo escribís, la historia justifica todo lo que sucede por la sola razón de suceder. Justifica a los vencedores y a los vencidos, a los asesinos y a las victimas, a los verdugos y a los mártires. Realmente, no justifica nada ni a nadie, porque en el mundo hay una ley que negáis o de la que os habéis olvidado: vuestra imparcialidad es una parcialidad en favor de Ahrimán…
Había salido con la motora para pescar. Era el primer día que lo hacía después de la enfermedad. La sensación que tuvo al coger el timón de nuevo le recordó intensamente su infancia. Cuando vivía con sus padres en aquel piso de la ciudad y su madre, al fin, le dejaba bajar después de haber revisado concienzuda y meticulosamente sus cuadernos, para comprobar si dejaba sin resolver algún problema o equivocaba un adverbio o un adjetivo en los análisis morfológicos. Él bajaba a saltos la larga escalera con el corazón alborotado al oír a los niños que en la calle jugaban al marro o al escondite bajo la bombilla oscilante, en medio de las cuatro esquinas que formaban la confluencia de dos calles.
El timón hería el agua levantándola, reventándola en blanca espuma. La convalecencia había terminado y él era un hombre libre y se sentía casi fuerte. Se quedó contemplando la costa, la Colonia de Son Bauló, la isla deis Porros, el Clot de S'Alga, la Punta Llarga de Son Real y detrás el pequeño montículo donde hace años se precipitó un aerolito provocando un gran hoyo en la tierra y sembrando de piedra negra, quemada, todos los alrededores. Él mismo había recogido pedazos de aquella roca que un día flotó por los espacios. Los había recogido preguntándose todos los misterios que encierran las estrellas.
Medio emborronadas por la luz, las montañas de enfrente apenas se distinguen. En las cumbres, perfectamente alineados, hay unos pinos derechos uno junto al otro que parecen tener montada una guardia. Su casa, la Torre, los árboles, el huerto y la palmera a la que la semana pasada cortaron las palmas secas, dejándola casi mocha, con un desamparado tronco que parece un barril al que se le han reventado las duelas.
Respiró hondo: sal y yodo. Aire de mar. Entró en la zona oscura de las grandes profundidades. El agua daba en los costados de la barca con unos golpes firmes y sordos. Preparó el volantín. Lo sacó de la cesta de esparto donde lo guardaba arrollado, ovillado en el corcho largo. Preparó también el bote lleno con las pequeñas caracolas que había buscado al amanecer. Dos puñados de bichos medrosos metidos dentro de su nacarada valva.
Había madrugado y la excitación de su primera salida al mar, después de tantos meses, apenas le había dejado dormir. Días atrás Manolo, uno de los marineros que formaban parte de la embarcación del patró Garrit, le había engrasado la motora. Él y otro, un muchacho gordo de grandes orejas qué por la noche marchaba a Muro en bicicleta, le dieron una mano de pintura al maderamen.
Apenas amanecido, por la arena de la playa flotaba una neblina gris que convertía el paisaje en algo borroso e irreal. Buscó los miserables caracoles enganchados en las partes escondidas de las rocas, que emergían musgosas y resbaladizas. Podía haberse acercado la noche antes a casa del patró Garrit a comprar un calamar o un puñado de caballa para el cebo, pero prefirió en el primer día de pesca procurarse él todos los medios. Llevaba el viejo pantalón de sarga que solía ponerse para ir a pescar y que se arremangaba hasta media pantorrilla. Caminaba así por el agua fría que irritaba la piel de su tobillo y de su pie descalzo, produciéndole un vigoroso calor como reacción. Empezaron a teñirse de rosa las nubes del cielo, unos cirros extendidos que parecían de lana cardada y, como si estuvieran aguardando su aparición como señal, los pájaros comenzaron su griterío matinal y las gaviotas su vuelo hacia el mar desde las oquedades donde habían pasado la noche. Algún cangrejo pardo y torpe salía de su escondite para volverse a ocultar en seguida. El sol apenas entibiaba la playa.
Había pensado que saldría por la mañana, pero la búsqueda de los moluscos lo había fatigado. Tuvo que volver a casa a desayunarse y contener su impaciencia con un libro, el que ahora leía: Cartas del Papa Celestino VI a los hombres. Reposó media hora después de comer y a las dos salió con la motora.
La mar ancha, la paz, el pueblo lejano y próximo con la gran perspectiva de cabos e islotes, de montañas. Las casas de la colonia alineadas unas junto a otras como casitas de corcho de algún belén infantil que han construido unos niños para un pueblo de cartón y serrín, de nieve que es harina y arroyos que son pedazos de algún espejo roto durante el año.
Y una vez en la mar ancha no pudo sustraerse a la paz del momento y, en lugar de ponerse a pescar, sacó el libro que llevaba y leyó durante un buen rato, después de soltar el ancla.
Éste es el primer pecado, pero no es de ninguna manera el más grave. Vosotros pretendéis comprender con desapasionada claridad el camino de los pueblos, pero en realidad no llegáis ni siquiera a conseguir, ni tan sólo a entender y hacer entender este camino, porque habéis roto y negado las ataduras del hombre, porque la historia del hombre no es más que un capitulo de la historia de Dios…
Al llegar aquí Archibald suspiró profundamente. Despacio, con sumo cuidado, dejó el libro, que tenía las cubiertas blancas y amarillas, junto al timón. Contempló el cielo, el mar, el pequeño pueblo, su casa.