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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (54 page)

BOOK: La reina sin nombre
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»El camino al norte no fue fácil. Para evitar la persecución que el rey había decretado viajábamos por vericuetos poco frecuentados, entre montañas. Me guiaba por las estrellas, sin preguntar a nadie. Desde aquel tiempo amé a los astros de la noche, fueron una guía certera. Siempre hacia el norte, hacia la Estrella Polar, y hacia el este siguiendo el gran mar cántabro de donde procedíamos.

»Fue un milagro que no murieses, hacía mucho tiempo que Marforia había amamantado por última vez, perdías peso y llorabas constantemente. Al fin, con un brebaje conseguí que Marforia tuviera más leche y en los poblados alguna buena mujer, en la lactancia, se compadecía de ti y te nutría.

»Viene a mi memoria el regreso a la ciudad sobre el Eo: el mar abierto y blanquecino, cubierto por una neblina nívea; la luz que inundaba la costa y la ciudad, en su mayor esplendor. No existía el templo horrendo que después construyó mi hermano Lubbo. Nicer reinaba en paz entre los albiones.

»Al entrar en la ciudad, nadie me reconoció. Habían transcurrido muchos años desde que Lubbo y yo, adolescentes, habíamos embarcado para las costas del norte. Me dirigí a la fortaleza de Nicer, donde él me recibió.

»Como mi corazón estaba corrupto, desconfiaba de todos y sólo veía mal en lo que me rodeaba. Nunca pude entender la dignidad, prudencia y sabiduría de Nicer. En aquel tiempo, Nicer era un hombre maduro que había pasado ya la treintena; gobernaba Albión con rectitud y justicia. Recuerdo próximo a él a un niño alegre de unos ocho años, tu esposo Aster, y también a Baddo, su madre.

»Nicer me escuchó atentamente, sin interrumpirme, pero el príncipe de los albiones veía en los corazones de las gentes. Percibió que muchos datos eran contradictorios y algunos aspectos en mi historia, oscuros.

»Me interrogó por Lubbo, y yo contesté con evasivas.

»—Tu hermano Lubbo estuvo aquí. Hace tres inviernos. Con él llegó el mal a la tierra de los albiones. Algunos murieron y otros fueron sometidos a unos ritos inicuos. Hace un invierno fue expulsado de aquí, desde entonces estamos en paz.

»—Pero yo no soy Lubbo. Ni creo en lo que él cree.

»—No. No lo eres pero hay algo que ocultas, que no es claro. Traes la copa, pero… ¿con qué fin? ¿Quieres volver a los sacrificios?

»—No, mi señor, la copa es un cáliz de curación.

»—En cualquier caso, considero peligrosa tu estancia aquí. No te permito que vivas en Albión. El tiempo de los druidas ha pasado, pero puedes quedarte en el país de los albiones, en Arán, el lugar sagrado. Si eres digno de mi confianza posiblemente volverás a Albión. Te concedo un tiempo de prueba.

»En aquel momento me enfurecí, pero ahora entiendo que aquello era justo.

»—¡Traigo la copa sagrada! ¡Y tú la desprecias…! Es la que devolverá el poder y la sabiduría a nuestro pueblo.

»Entonces Nicer, que poseía un don profético, tomó la copa de mis manos y la elevó. La luz refulgía en ella y el jefe cántabro vio la cruz grabada en uno de sus lados. Nicer habló con una gran solemnidad, como si hubiese entrado en un trance.

»—La copa. El cáliz sagrado. —Se detuvo y con voz inspirada prosiguió—: Esa copa fue consagrada por los cristianos para un fin muy alto. No debiera ser utilizada para nada más que para ese fin.

»Nicer se detuvo aquí y, en aquellas palabras, entendí que Nicer se hallaba más cerca del cristianismo que de los antiguos ritos druídicos.

»—La copa es ahora tuya. Haz lo que quieras con ella, pero debes partir de Albión.

»Me retiré enfurecido de su presencia, pero hube de obedecer. Me sentí rechazado por el pueblo al que había pertenecido y odié al príncipe de los albiones y a mi propia gente.

»Entonces comenzaron aquellos años en la casa junto al castro de Arán, años en los que te vi crecer, y en los que los remordimientos me torturaron. No hice caso a Nicer y utilicé la copa para las sanaciones. Comprobé que la copa tenía un poder que hacía que todos los remedios fuesen eficaces. Al usarla comprendí gradualmente que su eficacia se relacionaba con la limpieza de corazón del hombre o mujer al que se aplicaba.

»Tú creciste. Esperaba, al verte crecer, volver a ver a tu madre, pero tu belleza no era la dulce y suave belleza de Clotilde. Tú eras visigoda, con la belleza fuerte y lozana de tu padre. Veía en ti constantemente los rasgos de Amalarico, por ello a menudo te trataba con dureza. A pesar de ello, siempre te quise como un padre, y mi única esperanza de redención se tornó en devolverte a la corte goda para que recuperases tu lugar.

»Ahora me doy cuenta de que, aun en eso, estaba equivocado.

»Unos años después de mi entrevista con Nicer, Lubbo dominó Albión. Sabes bien lo que ocurrió después, Lubbo ajustició a Nicer delante de su hijo Aster todavía adolescente.

Al oír el nombre de Aster fluyeron lágrimas a mis ojos y la herida en mi corazón se abrió de nuevo.

—Yo no ayudé a Nicer, ni intervine en su favor. Ahora me arrepiento. Por aquel tiempo, yo conseguí un prestigio entre los montañeses, que me asimilaron al antiguo Enol, por mis poderes de sanación. Hubiese podido apoyar a Nicer, y contrarrestar a Lubbo, pero no hice nada.

»Después de la caída de Albión en manos de Lubbo, debí ser cauto, más discreto y prudente. No podía enfrentarme a mi hermano, que estaba loco, y tampoco era momento de huir. Guardé la copa y la usé en contadas ocasiones.

»Durante años, mis remordimientos crecieron, en mis sueños se aparecía con frecuencia la figura de Amalarico amenazadora y la de tu madre, sufriente. De modo obsesivo relacionaba más y más mi propia redención con cumplir la promesa que me había hecho a mí mismo: devolverte al lugar que te correspondía, por eso me mantuve siempre informado de las noticias del sur.

»En un principio nada podía hacerse. Teudis, el ostrogodo, reinaba entre los visigodos, y nunca hubiera ayudado a una hija de Amalarico. Sin embargo, en el sur soplaron vientos de cambio. Los nobles visigodos añoraban la monarquía baltinga que procedía de su más noble caudillo, Alarico, saqueador de Roma, y odiaban al usurpador ostrogodo. Había en el sur, en Córduba, una facción de auténticos godos de noble estirpe que rechazaban al rey Teudis. Le imputaban haber propiciado el asesinato del último rey baltingo. Además le acusaban de violar la ley, porque contrariando los decretos que prohibían los matrimonios mixtos había contraído matrimonio con una dama hispano romana de alta alcurnia. Antes de que estos nobles pudiesen levantarse contra el rey, Teudis fue asesinado por su lugarteniente Teudisclo, que se proclamó a sí mismo rey. El cambio de poder no duró mucho. Teudisclo, bebedor y mujeriego, fue asesinado a su vez en una orgía en Sevilla.

Enol se detuvo fatigado, todo lo ocurrido se volvió vivido ante mí y pude ver con ese sentido extraño, que quizás heredé de mi madre, las muertes cruentas de los reyes godos. En el aposento sólo se escuchaba el silencio hasta que las palabras de Enol volvieron a sonar.

—En aquella época, tú ya tenías quince años y encontramos un herido en el bosque. Pero yo debía partir hacia el sur, todo estaba cambiando y parecía aproximarse la oportunidad que deseaba.

Por un momento apareció en mi mente una imagen: el druida y su hija que recogían hierbas en el bosque y un herido junto al torrente.

—Entonces, llegó al poder el peor de los reyes que nunca hubiese reinado al sur de los Pirineos: Agila. Su gobierno fue tan cruel que el grupo de nobles a favor de la dinastía baltinga se levantó. La revuelta comenzó cuando unos soldados del rey Agila profanaron en Córduba el sepulcro del mártir san Acisclo. Un noble godo de Híspalis, Atanagildo, se unió a la revuelta de Córduba y con él la ciudad se levantó en armas. Comenzó una sangrienta guerra civil entre los partidarios de Atanagildo y de Agila.

»Yo volví al sur, pensé que había llegado mi hora. Con el paso del tiempo y el odio que se había difundido contra Teudis, nadie recordaba ya que Juan de Besson había asesinado a Amalarico. Retomé mi viejo hábito de monje, y conseguí ponerme al servicio de Goswintha, la esposa de Atanagildo. Teme a Goswintha, hija, es ruin y ambiciosa, nada la detiene. Por mi estancia en la corte de Amalarico yo conocía muchos datos que a ella le interesaban. Sobre todo, Goswintha quería recuperar el tesoro de los godos que había desaparecido a la muerte de Amalarico y quiso conocer todo acerca de tu nacimiento.

»No todos se opusieron al rey Agila. Había miedo. Dos nobles de menor linaje: Liuva y su hermano Leovigildo, junto con otros, permanecieron fieles al tirano esperando prebendas. La guerra civil en el sur se enconó y murió mucha gente. Atanagildo habría perdido la guerra si no hubiese estado casado con Goswintha, la mujer fuerte. Ella envió a pedir ayuda a los bizantinos y, en el verano del 552, Liberio, general del ejército de Justiniano, al frente de gran cantidad de tropas imperiales, desembarcó en el sur, en la Cartaginense. El sudeste de Hispania se convirtió en una provincia bizantina.

»La guerra se prolongó varios años, los mismos que tú fuiste prisionera en Albión, y en los que Aster consiguió el dominio sobre las tierras del norte.

»Yo debía permanecer en el sur, así que a través de Cassia y su gente vigilaba el tesoro escondido en la roca, y estaba pendiente de ti. Nunca pensé que te atreverías a usar la copa, pero tu amor hacia Aster lo hizo. Entonces los bagaudas te cogieron prisionera y bajo mis órdenes te trasladaron a la corte de Emérita.

»Por aquel tiempo, Córduba cayó en manos de las tropas imperiales. Goswintha entendió que si la guerra civil continuaba, los bizantinos acabarían apropiándose de gran parte de las provincias hispanas. El apoyo de los bizantinos al rey Atanagildo se volvió más que dudoso. Atanagildo me envió a Emérita, donde había establecido su corte Agila, para conseguir por algún medio que la guerra cesase. Allí, me puse en contacto con Liuva y Leovigildo ofreciéndoles una serie de promesas si apoyaban a Atanagildo y traicionaban al rey Agila. En una noche de invierno, Leovigildo y Liuva se reunieron con Goswintha y Atanagildo. A Liuva se le ofreció el ducado de una de las provincias más ricas del reino: la Septimania. Para Leovigildo, sediento de oro y el más ambicioso de los dos, hubo una doble oferta. Por un lado, el acceso al oro de los suevos y el gobierno de las tierras cántabras, para ello era imprescindible la destrucción del reducto del libre comercio en el norte, la fortaleza de Albión. Por otro, el matrimonio con una mujer de la dinastía baltinga y el tesoro de los baltos.

»Goswintha conocía gracias a mí que en aquellas tierras moraba una descendiente de Amalarico. Entonces, Goswintha te ofreció como pago para que Leovigildo y Liuva traicionasen a su rey Agila. Prometió como dote el tesoro visigodo, perdido desde la muerte del último rey de los baltos y oculto por mí bajo la fuente. Leovigildo y Liuva consiguieron la muerte de Agila, y Atanagildo, gracias a los manejos de Goswintha, llegó a ser rey. Poco tiempo después, Leovigildo fue nombrado duque de Cantabria, y con el grueso del ejército godo partió a la campaña del norte, y yo con él. El duque debía destruir la ciudad de los albiones, yo le proporcionaría el tesoro y la mujer.

»Mis propósitos se iban consiguiendo, Leovigildo, el más dotado de los nobles godos, sería tu esposo, y con él las posibilidades de recuperar el reino de tu padre, en un futuro, serían muy probables. Leovigildo deseaba ascender en el escalafón de la corte, y sabía bien que quien contrajese matrimonio con alguien de la estirpe baltinga, sería un claro candidato al trono. Un candidato a suceder al rey Atanagildo dado que éste no ha tenido hijos varones.

»Meses antes de la partida del ejército godo de Emérita yo regresé a Albión y me introduje como amigo en la ciudad. Creí que me obedecerías y me seguirías a la corte goda, pero no contaba con que en aquellas fechas eras ya la esposa, la verdadera esposa de Aster. Resolví que tu matrimonio era un concubinato, indigno de una hija de Clotilde y nieta de Clodoveo, y entonces nada me detuvo. Planeé la destrucción de Albión con Leovigildo, a quien la ambición domina. Te separé de lo que más querías y destruí la ciudad que me había dado a luz.

»Querida hija, perdóname, yo sabía cuan profundo era tu amor hacia Aster y que tu unión con él era válida delante de Dios y de los hombres. Te he condenado a vivir con alguien a quien no amas y que te tolera porque eres su paso a la corona.

Un silencio tenso atravesó la cámara donde el llamado Iinol por unos, Alvio por otros y Juan de Besson por los godos, agonizaba. Entonces, hablé, y mi voz no era mía. Hablé como en un trance y por mis labios hablaron mi madre muerta y mi padre asesinado, Nicer ejecutado y Aster traicionado.

—Te juzgas demasiado duramente, mi viejo y amado Enol. El Único Posible, ese dios al que me enseñaste a amar, veló sobre mí. Fui feliz en mi infancia contigo en Arán. Me cuidaste como el padre que según tú me habías arrebatado. Por eso te amo y te agradezco tus cuidados. En cuanto a Aster, él y yo sabíamos que, de alguna manera, éramos extraños el uno al otro. Aster me dijo una vez que yo era el brillo de la luna sobre el agua, que se desvanece. Él heredó unas obligaciones hacia su pueblo en las que yo no podía interferir, y lo hice. Yo no quería que Aster acabase como su padre, me fui porque era un estorbo para él. Mi hijo crecerá libre y no verá a su padre muerto.

Tomé aliento, decir aquello, perdonar de corazón a Enol en su traición a Aster era lo que más me costaba. Era verdad que Enol, según sus palabras, había matado a mi padre; pero eso, que él consideraba un grave pecado, me era bastante más fácil de perdonar que su actuación con Aster y su traición frente a Albión.

—En cuanto al que tú dices que es mi padre, jamás me quiso como tú lo hiciste. Siempre he sabido que un hombre cruel golpeaba a mi madre. He visto con los ojos de mi mente, más allá del tiempo y del espacio, cómo aquel hombre que tú llamas Amalarico golpeaba salvajemente a una mujer. A ese hombre cruel no puedo amarle y puedo entender que la ira te dominase y lo hayas asesinado. Dios te perdonará, yo no necesito perdonarte porque no me siento perjudicada. Quiero olvidar el pasado, el odio es un mal consejero. Aster decía que era el mal en el corazón de los hombres el que causaba su ruina. Tú, Enol, ayudaste y serviste a mi madre, la quisiste. En cuanto a mi padre, quizá si tú no le hubieses asesinado otro lo habría hecho. Tú sólo fuiste el instrumento de un odio que late en este pueblo godo, al que no reconozco como mío. No, Enol, no tengo nada que perdonarte, pronto verás al Único Posible en el que crees, Él te juzgará en lo bueno y en lo malo que hayas hecho.

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