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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (50 page)

BOOK: La reina sin nombre
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»—Os conducirá a vuestro aposento, situado encima de los de mi hija. Juan de Besson, tenéis permiso para entrar en la cámara de ella siempre que queráis. Administradle lo que consideréis oportuno. Curadla, por Dios, os lo pido.

»Después ella se volvió.

»—Cuidaos del rey, ahora no está aquí pero pronto volverá, no confiéis en nadie.

»Se alejó cruzando rápidamente aquel patio del castillo, mojándose porque seguía lloviendo. Su fina figura, encorvada y marcada por algún dolor profundo, se alejó entre la lluvia mientras se resguardaba bajo un largo manto de color oscuro.

»El hombre de la guardia me condujo a una celda situada encima de las habitaciones de la princesa Clotilde. Al pasar por delante de aquella puerta un sentimiento cálido se despertó en mi corazón.

»Día tras día, acudí a velar a la princesa. Practiqué con ella los conocimientos que Brendan me había enseñado en mis años en las islas del norte. En el castillo de Clodoveo me dejaron una relativa libertad, con frecuencia acudía a los bosques y paseaba por ellos buscando plantas. Diariamente celebraba el oficio para la reina Clotilde, quien se confió a mí, una mujer sola, llena de dudas, que se torturaba con temores y escrúpulos. Una mujer a la que Clodoveo había herido, una y otra vez; pero que en el fondo se había ligado a él por unos lazos que la sometían y la destrozaban. Nunca estaba en paz.

»La reina ordenó que enseñara conocimientos latinos a sus hijos. Los príncipes díscolos e indisciplinados se reunían conmigo después de amanecer en una cámara del castillo. Las clases constituían una verdadera tortura. Los jóvenes merovingios no gustaban sino de la guerra y la lucha. La pelea que observé el primer día era lo habitual en ellos. Childerico y Clotario se unían a menudo para zaherir a los otros dos, más jóvenes y más débiles. Los cuatro hijos de Clodoveo se odiaban entre sí. Además eran crueles e impacientes. Descubrieron que yo era capaz de perder el control y me provocaban: robaban mis hierbas, o atrancaban la puerta de acceso a la cámara de su hermana. Me sentía humillado y despreciado; mi fe se enfrió.

»Durante mi primera temporada en la antigua Lutecia, el rey Clodoveo se ausentó de la corte; sabíamos que hostigaba a los ostrogodos al sur, que había escarceos entre el ejército godo y el franco pero no era la guerra. En muchos lugares, los campesinos habían huido por los combates continuos, y las feraces y abiertas tierras de la Galia no se cultivaban; había hambruna en el campo. Clodoveo acusaba a los godos de las calamidades, les inculpaba de herejía por ser arríanos, y hacía volver hacia sí, el único rey católico entre los bárbaros, la esperanza de una regeneración.

»Recuerdo bien el día del regreso del rey Clodoveo a su corte en la isla del Sena. Se había hecho anunciar días antes por diversos emisarios. No me explicaba la inquietud y desasosiego de la reina, ni tampoco el nerviosismo de los príncipes, que no cesaban de pelearse continuamente.

XXXI.
Clodoveo

—Y al fin… llegó el rey.

Enol se detuvo, cansado por la larga narración, cerró los ojos un tiempo y después los fijó en mí, como si lo siguiente que iba a contar le doliese y al mismo tiempo el hecho de recordar le produjese un cierto consuelo. A su mente volvió como en una visión el día en que conoció al jefe de la casa merovingia, a Clodoveo o Clovis, el rey de los francos.

—Delante de él, una comitiva de lanceros a caballo desplegaba los estandartes en el aire de la mañana. El rey Clodoveo cabalgaba en medio de ellos erguido; un hombre alto y barbado que, un tanto indolentemente, montaba un caballo oscuro. Después del rey y los estandartes, seguían los caballeros; por último, las mesnadas de hombres a pie. Los pendones del rey y de sus nobles tremolaban al viento suave de un invierno temprano. Pude oír el sonido de trompas y cuernos. En el ambiente se podía oler el sudor de los hombres tras leguas de galopada.

»Finalmente la comitiva llegó al castillo y se congregó en el patio interior de armas. El rey desmontó del caballo. Entonces pude estudiar más de cerca su figura: era el rey Clodoveo de figura enjuta, con barba rala y poco recio de apariencia, de mirada inteligente y astuta, un capitán de hombres, llamado a cambiar los destinos de la historia, vencedor de Alarico y de Siagrio, alabado como el gran rey católico o denostado como un oportunista, un hombre complejo que atraía y repelía a la vez, un rostro aquilino, tenso, con una mirada penetrante y agresiva.

»Junto a la escalera de acceso a la fortaleza, le aguardaban la reina Clotilde y sus hijos varones, rodeados del resto de funcionarios de la corte; yo me encontraba entre ellos preso de una cierta inquietud. El rey saludó a su esposa protocolariamente con una leve reverencia de cabeza. Ella dobló la rodilla, sin bajarla demasiado, e inclinó la cabeza ante su esposo en señal de sumisión. Detrás de la reina, inquietos y nerviosos, aguardaban los jóvenes príncipes, que se postraron ante su presencia. Sin demorarse más tiempo, Clovis saludó con un ademán al resto de los cortesanos y se introdujo con sus hombres en el interior del castillo, sin fijarse en nada más.

»Pasaron los días sin que me mandase llamar a su presencia, pero en aquel tiempo la rutina en palacio cambió. Mis alumnos no volvieron a clase, se entrenaban en los patios del castillo queriendo demostrar a su padre su valía como guerreros. Casi no veía a la reina, ocupada en los quehaceres derivados de la estancia de su esposo. Mi existencia se centró en la princesa Clotilde, solamente ella y yo éramos ajenos al bullicio que la llegada del rey había despertado en el castillo. Gracias a mi tratamiento su salud mejoró, y los ataques se hicieron muy esporádicos, le enseñé a controlarlos con la mente.

»En la estancia de la torre, la luz fría del invierno penetraba por el ventanuco e iluminaba los antiguos códices y pergaminos. La hija del rey estaba deseosa de aprender; encerrada en la torre para evitar la vergüenza de que se supiese su mal, era como una tierra virgen sedienta de conocimiento. En un principio era tan tímida que costaba hacer que hablase. Gradualmente fue abriendo su espíritu curtido en la soledad.

»Desde la torre se divisaba el Sena en su eterno fluir hacia el mar.

»—El río está atrapado en su cauce —me dijo un día—, pero sin él no llegaría al mar. Decidme, Juan, ¿cómo es el mar?

»—Imaginaos muchos ríos uno al lado de otro sin límites entre ellos; o una pradera de agua inmensa, con un principio en la costa pero sin final.

»Clotilde cerró los ojos e intentó imaginarse el océano. Después me dijo:

»—Me gustaría ver el mar, y las lejanas tierras, conocer las altas montañas, ver más allá. Estoy atrapada, soy como agua embalsada, que se pudre. No pido ser como el mar, quisiera ser únicamente un arroyo caudaloso y pequeño pero que fluye hacia otro lugar.

»Desde su ventana en la torre seguía las luchas y juegos de sus hermanos. Recuerdo un día en que ellos cabalgaban alejándose del castillo, llenos de vida. Clotilde los observaba y vi sus ojos llenos de lágrimas.

»—¿Te apena no ser como ellos?

»Clotilde calló un tiempo. Después se volvió hacia mí.

»—No es eso. A veces en mis sueños veo mucho odio entre mis hermanos. Me dan miedo.

»Me sorprendió su respuesta, yo sabía que ella discernía ya el futuro, poseía, como tú, niña, el don de la adivinación, pero aquellos muchachos agresivos siempre compitiendo entre ellos se llevaban mal y no era difícil prejuzgar —como así ocurrió después— que lucharían entre ellos por el reino de su padre. Para darle algún consuelo le dije:

»—A ti te aman, Clotilde.

»—Sí. Les doy pena, como un animal herido. Además, no soy un competidor por la herencia de mi padre.

»Durante aquel tiempo, no tuve en mí otro pensamiento que no fuera la princesa. Yo aún era joven entonces y nunca había amado a una mujer. Clotilde era alguien diferente a cualquiera que yo hubiese conocido antes. Todos mis pensamientos, deseos y cuidados se dirigieron hacia ella. El amor a Clotilde, alegría y amargura, era el motivo de mi tormento. Dependía de ella. Desde el momento en que me levantaba hasta el fin del día, mi único cuidado consistía en estar a su lado. Era la luz en mis ojos que, sin ella, estaban ciegos. Me volví negligente en mis deberes y la oración murió en mí, me hice tibio y apegado a las cosas mundanas. En el fondo de mi ser, sentía remordimiento. Sin embargo, mi inquietud se fue suavizando lentamente, y a la vez que moría mi conciencia de mal y de pecado, me alejé del Dios al que había ofrecido mi vida.

»Dios me abandonaba mientras que el frío y el vacío interior iban ocupando su lugar, pero yo no me daba cuenta enteramente de la causa.

Habían pasado las horas, en los aposentos de mi antiguo tutor la luz del sol se difuminaba en el ambiente. Mássona y yo no respirábamos escuchando la antigua historia que Enol relataba con dolor.

—Aparentemente, tras la llegada del rey, poco había cambiado en mi vida, repartía mi tiempo entre la atención a la joven princesa, el estudio y la celebración de la misa. Era allí donde podía ver al rey Clodoveo por la mañana. El rey comenzaba su jornada muy temprano. Antes del amanecer asistía, acompañado de un reducido séquito, a un servicio, que yo celebraba como capellán de la corte. El rey se mostraba impaciente en estos oficios, como si acudiese a ellos por la fuerza de la costumbre más que por devoción personal. Era el rey católico, y su fidelidad a esta confesión le había ganado el apoyo de las multitudes galo romanas; por ello procuraba mostrarse ejemplar en lo que hacía.

Enol se detuvo, se fatigaba grandemente al hablar, le acerqué un vaso de agua. Bebió y después miró a Mássona, como implorando comprensión.

—Se sucedieron varias semanas antes de que el rey me llamase a su presencia. En aquellos días, la joven Clotilde mejoró de sus males. Ya no le acometían aquellas crisis convulsas en las que un espíritu se introducía en ella. Quizá la reina viendo estos progresos decidió mostrársela al rey. Aquélla fue la primera vez que hablé con el rey Clodoveo.

»La habitación de Clotilde estaba en la penumbra. Entreabierta, la ventana dejaba pasar algo de claridad, y un frescor suave del campo, la princesa se inclinaba sobre un pergamino que yo le leía. Al fondo de la estancia un ama cuidaba el fuego. Se escucharon pasos fuera, el roce de unas espuelas contra el pavimento empedrado. Los soldados de la guardia se cuadraron y el ruido de un saludo marcial se escuchó dentro de la estancia. Unos pasos recios y apresurados sonaron sobre la piedra de la escalera. Yo levanté la cabeza de la lectura y la puerta se abrió, penetró una luz tibia y diáfana. Clotilde se incorporó; sus ojos limpios, transparentes y azules se dirigieron con temor hacia su padre. Entró Clodoveo en la estancia, la tensión se palpaba en el aire al paso del rey; pude apreciar cómo se contraían los músculos de la cara de Clotilde. Estaba asustada.

»El rey se acercó a ella y le levantó la barbilla, en su gesto no había afecto sino únicamente una curiosidad un tanto maliciosa.

»—Me dicen, hija mía, que te has curado.

»—Sí, mi señor padre, estoy mejor. Ya… ya no caigo al suelo. Raramente tengo visiones.

»—¿Esto es así?

»La voz de Clodoveo sonó imperativa en la estancia y su mirada se fijó en mí al pronunciar estas palabras.

»—Sí —contesté apresuradamente—. Así es. Vuestra hija ha mejorado mucho. Podría decirse que es una joven normal, incluso superior a muchas de su edad.

»—Eso me complace. Me complace mucho. ¿Cómo lo habéis conseguido?

»—Con algunos remedios de hierbas, pero para que su curación sea completa sería muy aconsejable que saliese y que el aire libre de los bosques alivie su mal. Su piel se ha vuelto translúcida de no ver la luz del sol. Debierais incluso permitirle que monte a caballo.

»La mirada de la princesa se volvió brillante al oírme implorar aquellas mercedes a su padre. La reina escuchaba todo aquello esperanzada.

»—Bien, te daré una oportunidad, hija mía —dijo el rey enfáticamente—, acudirás a mis almuerzos privados, con tu madre y este buen monje que tanto te ha mejorado. Si demuestras que estás sana te dejaré ir al campo. No puedo consentir que una hija del rey Clodoveo sea vista como una lunática.

»El rostro de ella, al oírse llamada lunática, se contrajo con una expresión de dolor pero agachó la cabeza y no dijo nada. Entonces el rey me miró con una expresión taimada, como recordando algo.

»—¿Cómo os llamáis?

»—En la religión me llaman Juan.

»—¿Y provenís?

»—Del monasterio de Besson junto a los Vosgos.

»—Bien, maese Juan, algún día hablaremos más despacio. Ahora he de irme.

»El rey salió de la estancia bruscamente como había llegado. La reina permaneció dentro de la cámara; después de que Clodoveo saliese se abrazó a su hija y sonriendo entre lágrimas, me dijo:

»—El Dios que a través de ti ha curado a mi hija, te bendiga siempre.

»Me estremecí al oír nombrar a Dios.

»A partir de aquel día, comimos con el rey. La joven princesa no volvió a tener caídas aparatosas, pero persistían momentos en los que se quedaba ausente fuera del mundo. Después, si yo le preguntaba lo que ocurría, me contaba sus visiones. Me decía que veía tierras doradas bañadas por la luz de un sol perenne, veía también a un hombre, un hombre que la maltrataba. En aquel tiempo no sabía a qué se refería ella con estas visiones, pero ahora que todo ha pasado, me doy cuenta de que Clotilde veía el futuro. Su padre no permitió que saliese al exterior porque aún notaba esos momentos de extravío, pero consintió que su cautividad se suavizase un poco. En los almuerzos, el rey Clovis me preguntaba sobre mi pasado y mis viajes. Yo le contestaba escuetamente. No quería recordar el pasado, donde dormían demasiadas historias inconclusas.

»Un día, Clovis me ordenó que aguardase en la sala. Esperó a que todos salieran y comenzó a interrogarme.

»—Vuestra forma de hablar —dijo— no es la de los hombres de las montañas francas, habláis en un dialecto ajeno a ellas. ¿De dónde procedéis?

»—De las islas bretonas, en el norte.

»—Sé que venís de allí, pues yo tengo informadores. Antes de ese lugar, ¿cuál era vuestra procedencia?

»—Procedo del norte de Hispania, cerca del mar cántabro.

»—¿Teníais un hermano?

»Observé al rey, y un escalofrío me recorrió. ¿Qué sabía el rey de mi hermano?

»—Sí, lo tuve pero hace mucho tiempo que no sé nada de él.

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