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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (25 page)

BOOK: La reina sin nombre
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Las noticias corrieron pronto por la ciudad, se hablaba de que la herida de Aster no era banal, que había introducido en su sangre un veneno que lo consumía, que moriría antes del próximo plenilunio si no se encontraba un remedio. Todos recordaban las artes malignas de Lubbo. Se llamó a físicos de otros lugares y ninguno supo qué hacer, el príncipe de Albión empeoraba de día en día. Por la ciudad corrió un aliento de desesperanza y de tristeza. Todos conocían que los pueblos de las montañas sólo guardaban fidelidad a la casa de Nicer, si su último descendiente moría, toda la lucha quizás hubiera sido en vano.

Una noche, Lesso se acercó a la casa de las mujeres, me buscaba alarmado.

—Debes ir a verle —me dijo Lesso—. Tú eres la sanadora.

—Sí, de los siervos y de los esclavos. Romila sabe más que yo.

—Pero yo y también Aster confiamos en ti. Tiempo atrás Enol y tú le curasteis del veneno de Lubbo, ahora podrías hacer lo mismo. Me da el corazón que tú sabrás curarle. Los físicos pretenden quitarle el veneno con sanguijuelas, pero yo sé bien que solamente tú o Enol le curaréis.

—Para curarle necesitaré verle y sabes que no me dejarán pasar hasta él.

—Yo te facilitaré la entrada —dijo—; esta noche estoy de guardia junto a la cámara de Aster, ven un poco después de la puesta de sol y te dejaré pasar.

Al anochecer atravesé las estancias del palacio; evitando ser vista llegué hasta la cámara de Aster. Siempre he sabido moverme sin hacer ruido. Durante el camino al palacio, cuando cruzaba los aposentos de la fortaleza, mi corazón latía apresuradamente, recordaba los días en el bosque en los que, niña aún, curaba al guerrero herido.

Lesso montaba guardia. Mis pasos eran tan tenues que sorprendí a mi amigo, el otro guardia velaba la cámara de Aster dormitando. Lesso le hizo una señal al otro y sin mediar palabra se separaron de la puerta. Pude ver a Aster con una palidez extraña tendido sobre un lecho, medio tapado con cobertores de lana que por el calor de la fiebre él mismo había apartado. Me situé junto a él sin atreverme a hablar; Aster entraba en un estado delirante y gemía, pero en algún momento volvió en sí y percibió que alguien estaba cerca. No pareció sorprenderse al verme, porque creyó que una visión se presentaba a su vista.

—Jana. Igual que en el bosque.

Sonreí, en medio de la tristeza que me producía verle herido.

—Señor.

—¿A qué has venido?

—A curaros.

Pero él, que conocía la gravedad de la herida más que ningún otro, notaba cómo su espíritu fuerte se iba consumiendo por la ponzoña.

—Eso es imposible, los venenos de Lubbo no tienen curación —dijo.

—Una vez te curaste de algo parecido —le hablé como cuando yo era una niña—. Cuando te encontramos en el bosque, lo que preocupó a Enol fue el veneno y él consiguió anular su poder.

Aster fijó en mí sus ojos oscuros, una duda asomó en ellos.

—Y tú… ¿podrías encontrar el antídoto?

—Creo que sí. Conozco las hierbas y plantas.

—No lo dudo, pero Enol utilizó una copa, sólo la copa puede curarme. Me queda poco tiempo, unos días, si no se encuentra remedio en el plenilunio moriré.

Impulsada por algo que manaba de mi interior, y sin reparar que había jurado no revelar nunca el paradero de la copa, exclamé:

—Yo sé dónde se encuentra la copa de Enol. La escondí en la aldea antes de que los cuados me atrapasen.

—Ahora ya no puedes llegar allí.

—Llegaré, señor —de nuevo le hablé como al señor de Albión—, sólo necesito que me permitas salir de la ciudad. Y que venga conmigo Tassio. En él probaré si el remedio es eficaz.

—Eres libre. Sabes bien que no eres una sierva… pero el viaje es peligroso y fuera de la ciudad todavía hay guerra.

—No importa. ¿Quién se fijará en una sierva de Albión?

—Tassio está enfermo.

—Por eso debe venir, probaré en él el antídoto. Tassio tiene el mismo mal que vos tenéis. Un mal que sólo curará con la copa de Enol.

—La copa de Enol. El secreto de la antigua copa de los druidas… lo posee una niña… que se ha vuelto mujer.

Él me miró de frente con los ojos brillantes por la fiebre llenos de un afecto que no pudo disimular y vi la tristeza en ellos. Después cerró los párpados con un gesto de dolor. Supe que debía irme. Entre nosotros existía una barrera innombrada que nunca se abriría, una barrera de raza, cuna y nación. Mi corazón estaba lleno de un sentimiento casi maternal. Deseaba cuidarle como se cuida a un pequeño y pensé que, para mí, el señor de Albión, vencedor de cien batallas, era un niño.

—El viaje es largo, necesitarás más compañía.

—Nadie debe conocer los secretos del druida. Más gente sería peligroso. Tassio conoce el camino y con él será suficiente. Nadie debe saber adonde voy.

—Se hará como quieras, di a Tassio que hable con Tibón y él os ayudará.

Noté que Aster confiaba en mí, el veneno le hacía sufrir mucho, le dañaba el cuerpo y le producía angustia; pero también me di cuenta de que al verme sintió paz. Alargó su mano y tocó mi pelo.

—Tu cabello dorado… He soñado tantas veces con él.

No habló más. Le pudo el dolor y entró en la inconsciencia. Me retiré como había venido, recorriendo el palacio como una sombra.

Tassio se mostró enseguida dispuesto a acompañarme; para él nada era más importante que Aster. Lesso y Fusco querían venir también con nosotros pero pude convencerles de que no era necesario, un hombre y una mujer solos no despertaríamos sospechas. Estaba aterrorizada ante el hecho de traicionar la promesa que le había hecho a Enol. Una promesa que me había sostenido ante la tortura de Lubbo: no revelar a nadie el secreto de la copa. Temí que alguien nos siguiese y encontrasen la copa de los druidas cuyo paradero con tanto esfuerzo había ocultado. Tassio habló con Tibón capitán de su compañía y le explicó que la salvación de Aster venía a través de la cautiva en la casa de las mujeres. Le costó convencerle, no entendía que una sierva pudiese curar a Aster, a través de un remedio oculto en Arán. Al fin Tibón aceptó, quizás Aster había hablado con él, o quizá conocía que la alianza de pueblos que había creado Aster se desharía si él moría y ahora quedaban pocas esperanzas de salvación. No perdía nada arriesgando un soldado y una sierva de Albión. Sabía que Lubbo aún estaba en pie y que podía volver en cualquier momento. Finalmente, Tibón lo arregló todo, proporcionándonos una tésera que nos identificaba y dos buenas monturas.

Salimos al clarear el día. En las caballerizas de la fortaleza nos proporcionaron una mula para mí y un caballo tordo para Tassio. Romila se despidió de nosotros a la salida del puente; lo cruzamos despacio, me costaba alejarme de Albión; el lugar que, para mí, ya no era una prisión. Al pasar a través de las calles —llenas de pescadores que se dirigían al mar, de labriegos con hoces y azadas, atestadas por comerciantes con productos del sur y mujeres cargadas con agua— aprecié el cambio de la ciudad desde la derrota de Lubbo. Ya no había guardia rondando las calles, ni aquella sensación opresiva característica; las gentes reían o lloraban, pero no se respiraba el ambiente angustioso de los días en que Lubbo gobernaba Albión.

En el rostro de Tassio aún había huellas de las heridas de guerra. Después de la victoria, con los remedios que le habíamos administrado Romila y yo, el montañés había logrado mejorar algo pero continuaba enfermo. Cabalgaba inclinado sobre su caballo tordo, a veces con un rictus de dolor, sin detenerse, sin pensar en él mismo, convencido de que en aquella misión se acercaba su curación y la de Aster. No se quejaba.

Al cruzar la puerta de la muralla, una oleada de aroma a mar y a hierba recién segada llegó hasta nosotros. El olor de la libertad. Los soldados de la puerta nos saludaron y miraron con sorpresa el salvoconducto que había hecho Tibón para Tassio y para mí. El puente de madera crujió por los cascos de los rocines; bajo el puente, el río lleno por las últimas lluvias corría, caudaloso, hacia un mar brumoso y blanquecino.

Hacía frío, una ventisca lluviosa nos cubría por todas partes y avanzábamos lentamente. Unos labriegos con zuecos de madera nos saludaron al pasar, a la par que sus ojos mostraban la extrañeza que les causábamos.

Tassio no solía hablar mucho y aquel día tenía poco que decir, así que cabalgamos lentamente en contra de la ventisca sin detenernos ni comentar nada. Al caer la noche, paramos en un pequeño castro situado en una ladera. Tassio conocía al herrero, un hombre llamado Bizar con quien había compartido dificultades en la batalla de Montefurado. Bizar se alegró al verlo; aquel castro le rendía vasallaje a Aster y era un lugar pacífico. Las casas circulares se agrupaban en torno a una fortaleza central, antes ocupada por un testaferro de Lubbo y ahora por animales y grano. Como en Arán, la herrería estaba en la ladera norte detrás de la acrópolis, que en aquel lugar era muy pequeña.

—Debéis tener cuidado, en los montes hay bagaudas. Han escapado de la meseta desde que los godos los controlan. Además, con los fríos están bajando osos y lobos de las montañas. ¿Vais muy lejos?

Tassio dudó antes de contestar y me lanzó una mirada de soslayo; yo pensé que aquel hombre podría indicarnos el mejor camino, así que afirmé:

—Vamos al castro de Arán.

—Yo os aconsejo el camino de la costa. Está más libre de alimañas aunque quizás es más largo.

—Tenemos prisa.

—Bien. Vosotros veréis…

Por la noche hablé con Tassio mientras Bizar con sus hijos recogía a los animales y su esposa trajinaba en el hogar.

—Arán no está lejos. A una mañana de marcha a caballo desde aquí… si vamos por el camino de las montañas. Corre prisa porque el veneno está haciendo su efecto.

—Piensa que si nos pasase algo, si nos detienen, dará igual todo y será el fin de Aster.

Me detuve a pensar, el veneno tardaría un poco en completar el daño, el camino de la costa era más seguro, pero el de la montaña más corto. Finalmente decidí que iríamos por el camino más largo pero también más seguro. Tassio me dejó escoger.

Aún no había amanecido cuando Tassio y yo, de nuevo, iniciamos el viaje. Ante nosotros se abría un sendero largo y fatigoso que ascendía entre las montañas. Al salir del castro el camino se empedraba con losas irregulares, desgastadas y lisas por el paso de las gentes, nuestras cabalgaduras resbalaban en aquellas piedras, húmedas de rocío. Después el camino ya no tuvo piedras, prosiguió embarrado, retorcido como una serpiente. Castaños y robles sombreaban el lugar; en el suelo, las hojas del otoño pasado se deshacían por la humedad. Había llovido durante la noche, la vegetación cubierta de pequeñas gotas brillaba en verde esmeralda a pesar de que el día era oscuro. Al lado del camino se abría discontinua una tapia de poca altura a los huertos y prados que rodeaban el castro. En ellos pastaban grandes caballos de pelo largo y belfos poderosos. Nuestras cabalgaduras galopaban deprisa después de haber descansado durante la noche. El cielo seguía gris y plomizo.

—Noto que nos siguen —dijo Tassio, en un susurro.

—¿Quién?

—No lo sé, quizás un animal —dijo—. Ve más despacio.

Cabalgamos más lentamente. Nos dimos cuenta de que el animal gruñía, de modo sordo. El camino discurría profundo entre dos cunetas elevadas rodeadas de matojos. El animal o lo que fuese nos seguía por arriba. Me asusté mucho. Mi mula percibió mi miedo y salió corriendo desbocada, el animal corrió persiguiéndome. Tassio quedó atrás. Desde lo alto del camino se lanzó sobre la mula, un perro enorme. Parecía un cruce entre perro y lobo. Babeaba. Yo grité.

Oí a Tassio:

—Está rabioso, corre, corre.

Pero ya el perro se había lanzado sobre el cuello de la mula y la tiró al suelo. Tassio apareció detrás y embistió al perro con su larga espada desenvainada, yo estaba en el suelo y el perro rabioso se lanzó hacia mí. Aterrorizada pensé que ahí acababa todo, pero Tassio, de un golpe de espada, le cortó el cuello al animal. Nerviosa y jadeante, con el corazón pugnando por salir de mi pecho, me senté al borde del camino. Tassio me abrazó suavemente.

—Vamos, niña, no es nada. No es nada… ya no hay peligro.

—¿Cómo vamos a seguir?

—Montaremos en mi caballo. No es muy fuerte pero podrá cargar con los dos. Luego nos turnaremos caminando.

Mi mula estaba malherida, y Tassio decidió rematarla. Me ayudó a montar en el caballo, pero pronto comprobamos que aquel jamelgo no daba mucho de sí. Tassio se bajó, y caminó a mi lado. Sin embargo, pronto tuvimos que cambiarnos. Tassio seguía con aquel cansancio inexplicable que le causaba la herida de Montefurado. Para no dejarlo atrás, bajé del caballo y le obligué a subir. Aquello haría que nos demorásemos más. Avanzamos durante casi todo el día, Tassio inclinado sobre el caballo y yo caminando. La noche fue fría pero clara, en el cielo una luna vieja alumbraba débilmente.

Nos acercamos a lugares conocidos. Mi niñez volvía a mí. Salí del camino y deambulé por aquellos prados por los que había jugado años atrás. Sentí miedo. Recordaba el castro destrozado por los suevos. Todo ardiendo y la gente huida. Le conté mis preocupaciones a Tassio.

—¿Sabes quién vive en Arán?

—Ya lo comprobarás por ti misma. Algunos han muerto, pero creo que todavía vive una persona que es querida para ti.

—¿Enol?

—No. De él nada se conoce desde la destrucción del castro.

En lo alto de la colina distinguí el prado del castaño. Una gran pradera desde la que se divisaba el mar a nuestra espalda y, delante, los prados verdes que descendían hacia el arroyo y la fuente. Torcimos a la derecha, hacia la pequeña casa de Enol, circundada por la tapia. Antes de llegar a la casa del druida pude ver los restos del castro; mucho había sido reconstruido. Aún se veían casas arruinadas y renegridas por el fuego, pero muchas otras volvían a estar en pie, del castro salía el fuego de muchas fogatas. La fragua estaba encendida y salía humo. Le señalé a Tassio el hogar.

—Hay un metalúrgico en Arán.

—Sí, pero no es mi padre —contestó con sequedad.

En aquellas palabras noté dolor. Tassio había abandonado a su padre y su oficio por seguir a los hombres de las montañas y después había convencido a su hermano Lesso. El padre había perdido ya otros hijos en otras guerras; después de la destrucción del castro sin hijos ni herederos, con su fragua destrozada, huyó de Arán y la melancolía colmó su espíritu; decían que se había dejado morir. Pensé que no era sabio hablarle a Tassio de su padre y menos en aquel lugar.

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