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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (46 page)

BOOK: La reina sin nombre
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»Los antepasados de nuestra raza se originaban en el patriarca Jafet y nos transmitieron el culto al Único Dios. Pero con el contacto de los pueblos germanos, muchos degeneraron y comenzaron a adorar a múltiples fuerzas presentes en la naturaleza. Ése fue el principio de la idolatría. Después aprendieron las artes ocultas, así la magia blanca y limpia, fue sepultada entre los troncos de los árboles del bosque y sustituida por una magia negra y maligna.

»En tiempos del padre de mi padre, los bárbaros —anglos y sajones— llegaron en oleadas; cruzaron el mar del Norte e invadieron Britannia. La guerra, el fuego y el horror se extendieron por los poblados célticos. Los invasores robaban, violaban, mataban… Durante largo tiempo los hombres de mi pueblo, con la casa de Aster al frente, resistieron el acoso de las hordas del norte, pero éstas, al fin, destruyeron el poblado y mataron o secuestraron a las mujeres.

»El país se volvió inseguro, entonces los celtas albiones dirigidos por Aster y aconsejados por el padre de mi padre, huyeron al sur, emigraron desde las islas del norte a las costas cántabras. Allí construyeron la ciudad de Albión, que por entonces creímos inexpugnable, y se unieron, como sabrás, a las mujeres de las montañas de Vindión. El padre de mi padre tuvo un único hijo, que se llamó Amrós. Mi padre era sabio, un vidente capaz de discernir los corazones de las gentes que adoraba a Aquél, el Único Posible, el Dios de sus antepasados. Conocía las ciencias arcanas y los misterios del universo. Además, era recto y noble de espíritu, rico en dones de adivinación y curación. Había sido siempre fiel a las costumbres limpias de mi pueblo y odiaba la magia oscura que otros druidas habían forjado.

»Como sabrás, mi padre tuvo dos hijos, mi hermano Lubbo y yo. El parto de mi hermano Lubbo fue largo y complicado, nació deforme, con un pie zambo que produjo después en él esa extraña cojera. Para los celtas, amantes de la belleza, aquel pie zambo era la marca de una maldición, un deshonor. Algunos recomendaron a mi padre que tirase al mar a aquella criatura deforme; pero él no consintió en ello. Mi madre murió poco tiempo después del nacimiento de mi hermano, y mi padre le guardó fidelidad más allá de la muerte. Nunca pudo olvidarla. De algún modo, mi padre miró siempre a Lubbo como el causante de la muerte de aquella a quien tanto había amado.

»Durante mi infancia, no veíamos apenas a mi padre, siempre ocupado con asuntos del clan. Después, cuando crecimos, quizá ya era demasiado tarde. Amrós intentó enseñarnos la antigua doctrina que él había recibido de sus mayores, pero Lubbo era rebelde. El siempre se creyó despreciado por mi padre —aunque no era así— y sufría. Para desquitarse de su dolor le gustaba atormentar a otros; le recuerdo martirizando animales desde niño, o escondiendo los aperos de los criados para hacerles quedar mal delante del druida, mi padre. Lubbo siempre fue sanguinario y brutal. Mi padre observaba su crueldad y sufría, intentaba por todos los medios ayudarle, y vigilaba. En aquel tiempo yo pensaba que mi padre prefería a Lubbo, pues siempre estaba con él; ahora, viendo todo lo que ha ocurrido, me doy cuenta de que conocía las carencias que había en él y sólo buscaba protegerle.

»El druida Amrós guardaba legajos antiguos que estudié con avidez; como cuando tú eras niña y leías los pergaminos junto al fogón en la casa de Arán. Aprendí por mí mismo sin dificultad, recuerdo que mi padre se enorgullecía de un hijo tan bien dotado. Él fue quien me advertía que las cualidades no las da la naturaleza para el propio uso personal, sino para emplearlas en beneficio del otro, y afirmaba que la auténtica sabiduría no se envanece de sus dones. A menudo me ponía, de ejemplo ante Lubbo, que callaba hoscamente. Al llegar a la pubertad yo sabía ya cuanto debía saberse sobre las artes druídicas de mis mayores.

»Por entonces naufragó un barco en nuestras costas y mi padre reconoció en uno de los supervivientes a un viejo maestro druida de su juventud. Al anciano le acompañaba Romila, su hija, una mujer muy bella y sabia, y se asentaron en Albión. Mi hermano y yo frecuentamos su casa instruyéndonos junto a ellos. Se produjo una especial intimidad entre Romila y Lubbo. Mi hermano cambió durante un tiempo al contacto con aquella mujer ingeniosa y prudente. Con ella asimilaba los conocimientos que no había sido capaz de aprender con otros maestros y algo humano se abrió en él. Mi padre y yo nos alegramos.

»En aquellos tiempos de mi primera juventud, el cristianismo se difundía entre los pueblos de las montañas de Vindión. Las viejas teorías célticas perdieron adeptos y los hombres siguieron a los monjes, apóstoles que provenientes del sur, incansables, proclamaban la buena nueva. Por fidelidad a su orden y a sus antepasados, Amrós, mi padre, odiaba aquellas doctrinas y se desahogaba a menudo hablando con el padre de Romila. Los dos se inquietaban ante la pérdida de las tradiciones ancestrales de los celtas. Temían que sus hijos se alejasen de la luz del Único Posible. Entonces aquel hombre reveló a mi padre que en la isla de Man, un lugar entre las islas Eire y Britannia, aún subsistían maestros de la escuela druídica a la que pertenecían ambos. Le aconsejó que enviase al más dotado de sus hijos a aquel lugar, así mantendrían viva la fe y la ciencia en la que ambos creían.

»Recuerdo cuando en la fiesta de Beltene en presencia de todo el pueblo, presidido por el príncipe de los albiones, mi padre anunció al pueblo que sería yo quien iría a aprender las ciencias antiguas a la escuela druídica del norte.

»—Ha llegado el momento, entre los albiones, en que de nuevo exista un sabio filósofo. Cuando yo muera, guiará al pueblo de las montañas como en los tiempos antiguos y se opondrá a las nuevas doctrinas que traicionan al Uno, convirtiendo a un hombre ajusticiado en dios.

»Todos prorrumpieron en exclamaciones de júbilo. Pero Lubbo callaba.

»—Además, el Único —prosiguió mi padre— me ha revelado que la copa sagrada de los druidas volverá a nosotros, y será Alvio, mi hijo, quien la encuentre. La copa que calma los pesares, y que hace encontrar la paz. La copa sagrada que cura las enfermedades y el mal que hay en el hombre.

»Una gran excitación corrió entre las gentes, únicamente se hablaba de la copa, de los tiempos de gloria que vendrían y del joven Alvio, como cumplidor de aquellas promesas. Sólo Lubbo permanecía callado y ausente, en su mirada brillaba el rencor.

»Cuando después de la fiesta pude hablar con mi padre, protesté.

»—¿Esa copa no es una leyenda?

»—No. No lo es. Sé que existe. Estuvo en Roma y ahora la poseen los godos. Además es necesario que el pueblo espere algo, algo mágico y poderoso, si no… se irán tras las nuevas doctrinas.

»Yo seguía dudando:

»—¿ Cómo voy a encontrar esa copa? Y, si la encuentro… ¿cómo la reconoceré? ¡Han pasado cientos de años desde que se perdió!

»—La copa se muestra a sí misma. —La voz de mi padre sonó como en un susurro, a la vez sonaba con fuerza y llena de esperanza—. Es preciso usarla con sabiduría y prudencia, revela al mundo los corazones. Sirve para sanar al otro y nunca podrá ser usada en el propio beneficio. No es fácil localizarla, sólo se encuentra cuando quiere ser descubierta. Sin embargo, desde siglos nuestra familia posee el secreto. Sólo nosotros, los druidas de la familia de Amergin, conocemos el modo de encontrar la copa.

»Entonces mi padre introdujo su mano en el pecho, bajo su túnica apareció una cadena de plata labrada, y en ella colgaba una piedra.

»—La copa es oval, en cada uno de sus lados muestra una piedra, hubo una lucha por ella, pero antes de perderse definitivamente para nuestro pueblo, uno de tus antepasados logró hacer saltar de la copa una joya, es un ámbar grande. La copa no mostrará todo su poder hasta que no recupere la piedra que le falta y esté íntegra, pero aun así es poderosa.

»Amrós, mi padre, me mostró la piedra que colgaba de la cadena, y haciendo un movimiento con la uña, el ámbar saltó.

»—Ésta es la marca, el ámbar que ves aquí coincide con una oquedad de la copa. Reconocerás la copa porque esta piedra encaja perfectamente en una cavidad complementaria.

»Después, mi padre volvió a introducir el ámbar en el colgante. Aprecié su brillo anaranjado, me la colgó al cuello, musitando la bendición para el viaje.

»Días más tarde mi progenitor dispuso que yo partiese en un barco que zarpaba hacia el norte. De modo insistente, Lubbo quiso irse conmigo. No entendíamos su cambio de actitud, dejaba a Romila desolada, pero mi padre no impidió su marcha, aunque no lo animó tampoco. Pienso que nunca se fió enteramente de él; siempre temió que, sin su vigilancia, aquel hijo extraño se perdiese.

»El día antes de salir encontré a mi padre sumido en sus pensamientos, mirando el mar que descendía en la playa hacia su marea baja y lamía las rocas de la costa provocando espuma entre las piedras.

»—Aprende de la ciencia de los ancianos, hijo. Persigue con denuedo la sabiduría y la fuerza. No busques la copa, ella vendrá a ti. No reveles todo esto a tu hermano. Él la usaría en su propio beneficio y la copa está maldita para aquel de corazón mezquino.

»Después prosiguió en voz baja, en sus ojos pude ver una gran desazón:

»—Cuida de él —me pidió.

»Por último, de modo muy solemne, me hizo jurar:

»—Jura ante la piedra ámbar, símbolo de la copa sagrada y de nuestro pueblo, que regresarás y serás el guía y druida que están esperando.

»Ante la piedra juré lo que me pedía mi padre y él me concedió su bendición.

»Embarcamos hacia el septentrión en un día cálido de comienzos del verano. Soplaba la brisa del mar que empujaba las velas hacia el norte. Recuerdo, en el puerto, a las gentes de Albión despidiéndonos, sobre todo me parece evocar a una mujer joven que besó a mi hermano y le pidió que volviera. Era Romila.

—¿La conoces? —me dijo Enol.

—Sí. La conocí, ella me enseñó muchas cosas. Me dijo que había querido a Lubbo.

—En aquel tiempo era una mujer hermosa. Todos la admirábamos y quizá la temíamos. Nunca entendí su devoción por Lubbo.

—Decía que él fue el único que se atrevió a amarla.

Después Enol prosiguió.

—Vi alejarse las costas de Albión. El barco realizó la travesía en días de luz brillante, y guiados por las estrellas pronto arribamos con bien a las costas de la isla de Man en el norte.

»Desde el litoral nos condujeron a un poblado grande rodeado por una empalizada de madera, no tan distinto del castro de Albión en donde yo había nacido. Allí, junto con otros jóvenes llegados de lugares remotos, Lubbo y yo estudiamos las artes druídicas. Nos acogieron en una familia del poblado a los que ayudábamos en las tareas del campo, y nos permitían unirnos a los druidas con libertad.

»En la isla del Man, entre la gran isla de Eire y la tierra brumosa de Albión, rodeados por el mar y las montañas, se habían refugiado los restos de la antigua sabiduría céltica tras la invasión de los anglos y los sajones. El lugar de adiestramiento de druidas y bardos: una escuela libre, sin sede ni una morada física, sin un templo. Los maestros paseaban con los discípulos enseñándoles las leyes de la naturaleza, el camino de los astros en la noche y la ciencia de lo verdadero.

»Nos asignaron un maestro. Acompañándole de un lugar a otro y mediante un sistema de preguntas y respuestas aprendíamos las artes de curación, de adivinación o de la filosofía.

»Mi mentor se llamaba Brendan, dominaba el arte de la medicina y estaba versado en las ciencias del pasado. Amaba la naturaleza y en el bosque o el río me transmitía sus conocimientos, los nombres de las plantas, sus propiedades, las costumbres de los animales, el vuelo de las aves y la ruta de las estrellas en la noche.

»Brendan me ayudó a amar el arte de la medicina, a entender el sentido del sufrimiento y la muerte. Nunca olvidaré nuestras conversaciones paseando a lo largo de la costa, entre los árboles centenarios, o sentados cerca del arroyo.

»—Sólo hay un dios posible. ¿Lo entiendes, Alvio? —me decía.

»—Pero adoramos al sol y a la luna y a los montes…

»—Sí, pero ésas son manifestaciones del Único, no son Él. Él es sabio, todopoderoso, de El no proviene el mal.

»—Entonces ¿de dónde procede el mal?

»—No se conoce.

»Me quedé pensativo, y me asombró descubrir que hubiera algo que Brendan, mi mentor, no conociese. Pensé en el origen del mal y después de un rato de silencio, le pregunté:

»—¿Podría haber dos dioses, el bien y el mal luchando?

»—Si hubiera dos, uno de ellos no lo sería; porque la divinidad en la que pienso es todopoderosa, y no permitiría competencias no deseadas.

»—Recuerdo que una vez mi padre me habló del Bifronte; que en el Único la maldad y la bondad se unen. Entonces ese dios en el que piensas ¿es malo y bueno a la vez?

»—Eso es un misterio que no puedo explicar. Los antiguos se preguntaban sobre ello. Decían que en la divinidad hay una doble cara, pero eso a mí no me satisface.

»Brendan tiró una piedra al agua y después giró la cabeza hacia mí y me preguntó:

»—Alvio, piensa en tu interior. ¿Qué es el mal?

»—Lo que nos molesta, lo que daña al otro.

»—No, eso es demasiado simple. Piensa más, cuando éramos una llaga purulenta y la sajamos hacemos daño. ¿No? ¿Eso es mal?

»—No, en ese caso no podríamos hablar del mal. El mal es la enfermedad.

»—Bien. La enfermedad es un mal, en eso estamos de acuerdo, pero ¿qué es la enfermedad?

»—Cuando falta la salud —respondí sin dudar.

»—Bien. Piensa en otro mal.

»Tardé un tiempo en contestar.

»—Mal es lo que existe en el corazón de mi hermano Lubbo. Cree que todos van contra él.

»—Eso es falta de confianza, tu hermano Lubbo no se fía de nadie.

»—Sí. Se siente odiado por el mundo. Cree que mi padre le desprecia.

»—Y ¿no es así?

»—No. Claro que no. Mi padre le ama.

»—¿Lo ves, Alvio? En todo lo que consideramos malo, hay una ausencia. Una ausencia de un bien que debería existir. Pero incluso en lo que llamamos mal, a menudo existe un bien escondido. Tú crees que siempre la enfermedad es un mal. Piensa en el parto, es doloroso para la mujer. O en los niños que crecen cuando les vienen las fiebres de la adolescencia.

»Yo asentí, y volví a pensar en el Bifronte.

»—Es como decían los antiguos maestros celtas: un dios con dos caras.

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