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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (42 page)

BOOK: La reina sin nombre
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—Y te espera Goswintha. ¿Cómo le sentará tu boda con la mujer cántabra?

Leovigildo se encogió de hombros y dijo:

—Fue ella misma quien planificó la boda, ¿sabes? Goswintha no es una mujer sentimental.

De entre los ocupantes de la sala, un hombre se aproximó a los dos hermanos: era Enol. En los últimos días había estado ausente, formaba parte de la comitiva de Liuva.

—¿No es así, viejo amigo? —habló Leovigildo dirigiéndose a Enol.

—La reina Goswintha desea que el trono vuelva a la dinastía baltinga —dijo Enol.

Los hermanos se miraron con sorna. Enol hizo caso omiso de aquella mirada.

—Todo llegará a su tiempo —dijo Leovigildo.

—Dejo tropas que controlarán a los cántabros y las montañas. Yo debo regresar a la Septimania. Me han llegado noticias de que en Barcino hay revueltas y dicen que la próxima primavera los francos atacarán.

—Mañana partiremos hacia el sur, el tiempo ha mejorado algo; pero puede volver a nevar. Nos veremos pasado el invierno en la corte de Toledo.

Los hermanos se alejaron del fuego y se aproximaron a la mesa llena de comida, bromeaban con los soldados y los capitanes. De lejos, vi a Enol, su cara expresaba preocupación. Desde Astúrica Augusta había regresado al norte, y ahora se unía de nuevo al séquito de Leovigildo. Le ocurría algo pero yo no sabía lo que era. Después pensé en la conversación entre Liuva y Leovigildo, en las tropas godas dirigidas contra los castros y supe que Aster estaría cercado, que muchos poblados habrían desaparecido.

Al día siguiente nos desplazaríamos hacia el sur. Me alejaba cada vez más de las montañas y del mar bravío. Tras oír las palabras de Leovigildo y Liuva, pensé que mi sacrificio había sido quizás en vano. Lloré junto al fuego. En la sala se escuchaban los ruidos de los soldados, sus votos y gritos, algunos se peleaban. Los dos hermanos se retiraron. Yo permanecí allí, contemplando el fuego consumirse. Se hizo de noche, la sala lentamente quedó vacía; nadie me vio.

La aurora pintó el cielo de colores malva y rosáceos, el día era claro y luminoso. A través de las ventanas estrechas de la estancia penetró un rayo de luz en la sala. Oí a Lucrecia que me buscaba por el castillo. Muy suavemente me levanté, y con paso apresurado me hice la encontradiza.

—¿Dónde estabais? Toda la guardia te estaba buscando. Salimos hacia el sur. El duque tiene prisa por llegar a la corte.

Suspiré, mis sentimientos eran contrapuestos: por un lado, me apenaba alejarme de las tierras astures pero por otro me alegraba irme de allí. En los días que habían precedido cuando iniciamos la marcha hacia el sur, era más fácil evitar a Leovigildo y él se mantenía más ocupado; pero en la inmovilidad de la nieve, en la forzada quietud de la fortaleza, Leovigildo estaba constantemente nervioso y me zahería sin piedad.

El día era frío pero despejado, la escarcha colgaba de las piedras, aún no había comenzado a nevar. Sendas compañías se formaron en el patio de la fortaleza acaudillada cada una por uno de los dos hermanos. Leovigildo y Liuva se despidieron con un abrazo. Liuva tomó la calzada romana en dirección hacia el levante que conducía hacia Legio y Cesar augusta, con destino a la Septimania y a su capital Barcino. Leovigildo tomó dirección sur.

Atravesamos el puente sobre el río d'Ouro, en el que el hielo flotaba hacia el oeste. Unos patos salvajes que no habían emigrado hacia el sur levantaron el vuelo a nuestro paso. Quizá buscaban calor, el calor que yo ya nunca sentiría. Después la tierra de campos, yerma por el invierno, que albergaba, como yo, una semilla. La tierra se alegraba con aquel primer sol que auguraba la primavera en la que la semilla germinaría.

Desde mi carromato volví a escuchar las voces, los improperios de los soldados, las chanzas de los pajes. Estábamos cada vez más lejos de los montes de Vindión.

—Dicen que hay una partida de hombres del norte que nos siguen.

—Serán montañeses.

—Durante el día se esconden pero por la noche se acercan. Los soldados no han podido atraparlos.

Al oír aquello una esperanza irracional y salvaje renació en mí.

XXVI.
La copa sagrada

El camino se abría ancho ante nosotros pero angosto para mi corazón. Llevábamos varios días de marcha desde que habíamos abandonado Semure. El paisaje alternaba aquí campos de cereal, algún pastizal y encinares. A lo lejos, la llanura agostada y gris; fría por la cercanía del invierno. Avanzábamos lentamente; supe que habían intentado atrapar a aquellos hombres que nos seguían desde el norte. Un vigía del campamento fue encontrado muerto por la mañana, los que nos seguían habían entrado en alguna de las tiendas por la noche, pero, de modo sorprendente, aunque todo estaba revuelto dentro del recinto, no se habían llevado nada.

En el campamento y entre los soldados no se hablaba de otra cosa. Leovigildo, quizá preocupado por los hombres que nos acosaban o por otros asuntos, se había olvidado de mí. En las noches se reunía con sus capitanes y en su tienda se oían gritos, a veces cánticos, y con frecuencia palabras obscenas. Se redobló la guardia en el campamento por las noches, durante el día avanzábamos más deprisa.

Las damas de mi séquito comentaban continuamente lo ocurrido, los hombres que nos seguían venían a alterar la rutina de una marcha que parecía no tener fin.

—Mi señor, el duque Leovigildo, que Dios guarde muchos años —decía Lucrecia—, ha buscado esta noche a esos hombres.

—Dicen que son fantasmas de los muertos del norte que nos persiguen.

—Ayer, uno de los capitanes se adentró en el bosque persiguiendo a unas sombras en la noche, sus soldados no le siguieron. Al amanecer le encontraron muerto con unas cicatrices horribles en el pecho. Dicen que las sombras se convirtieron en aves carroñeras.

Entonces intervine en la conversación:

—¡Poco han podido ver los que huyen del peligro! —musité.

No me hicieron caso y siguieron hablando:

—Una flecha con un penacho oscuro hirió a uno de los soldados de Leovigildo. Ahora ha entrado en un sueño profundo del que los físicos no pueden despertarle, piensan que va a morir.

Las mujeres siguieron su charla. Miré al frente, al comienzo del pelotón vi la figura de mi antiguo tutor. Enol cabalgaba inclinado hacia delante con un gesto perdido. Desde que habíamos salido de Semure, no mostraban ya la confianza que exhibía antes de llegar a Astúrica, se hallaba intranquilo y asustado. Ya no me hablaba de la corte goda, montaba sobre un caballo tordo siempre solo, a veces me parecía que hablaba consigo mismo, musitando palabras extrañas.

La comitiva hizo un alto para pasar la noche. Atravesé las tiendas de los soldados. Sabía que a Leovigildo no le gustaba que me mezclase con la chusma, pero era incapaz de mantenerme aislada; me gustaba alejarme de los fuegos del campamento para ver las estrellas que cubrirían
a Aster
y a mi hijo en el norte. En aquel momento, un hombre salió a mi paso con un mensaje de Enol, deseaba que acudiese a su tienda. Me extrañé, hacía varios días que mi antiguo tutor parecía evitarme. Crucé el campamento acompañada del emisario, un hombre encapuchado.

Dos antorchas de luz apagada iluminaban al fondo en el aposento de Enol, pero él no estaba y el lugar era lóbrego. A lo lejos, detrás de mí, oí el ulular de un búho. Unas alas cruzaron sobre mi cabeza, me asusté y di un paso al frente, que hizo que me introdujese en la tienda. Al cruzar el umbral, noté que alguien me agarraba y el supuesto emisario me aferraba las manos y las ataba. De las sombras surgieron varios hombres encapuchados y, en medio de ellos, Enol, apresado.

En la tienda aleteaba un pájaro blanco de ojos amarillos.

Supe la verdad, Lubbo estaba allí bajo el toldo, y sentí el mismo terror ciego que cuando el druida me torturaba para conseguir la confesión del secreto. Sonó junto a mí su odiosa voz y, entonces, me di cuenta de que el hombre que había atrapado a Enol era Ogila.

Lubbo me sujetaba con fuerza, y me hacía daño.

—Me darás la copa —musitó Lubbo amenazando a Enol—, me darás la copa o mataré a la mujer, y sé que ella es preciosa para ti. Tu culpa va unida a ella.

Enol estaba demudado, blanco de miedo y de angustia.

—Déjame ir —gemí.

—No la toques —gritó Enol.

—La mataré si no hablas.

—Déjala, Lubbo, te lo pido por el Dios de nuestros padres, ella no sabe nada. La copa está en el norte, con Aster y los montañeses. La dejamos allí.

—No. Tengo espías. Además siento su poder cerca. Si la copa hubiera estado en Albión la habrían utilizado para sanar cuando tantos murieron en el asedio al castro. —Lubbo calló, y miró a Enol con su único ojo lleno de maldad—. Sí, muchos murieron y lo hicieron por tu culpa.

—No fue mi culpa.

—¿Ah, no? El viejo Alvio, lleno de buenas intenciones, el favorito de los druidas, el mejor dotado. ¡Cuánto mal has hecho! Eres débil, traicionaste la fe de tus padres y abrazaste esa secta cristiana, después desertaste de esa nueva fe por servir a una mujer, más tarde vendiste
a Aster
.

—No, eso no fue así —se defendió Enol.

Sentí compasión hacia el antiguo druida, Lubbo clavaba sus palabras de hierro en el corazón.

—Yo sé todo sobre ti, puedo torturarte pero sobre todo puedo decir muchas cosas delante de ella. La mataré si no me dais la copa.

—Siempre has sido cruel. Cruel y malvado. Un asesino de niños, con tu conducta mataste a nuestro padre.

Lubbo no pareció inmutarse ante los insultos de Enol; con total frialdad contestó:

—Sí. Me gusta ver sufrir, siempre me gustó. Tú me llamas malvado pero yo sé que soy fuerte, hago lo que quiero realmente. Tú no. Intentas mantener unos principios leales, a no se sabe quién, pero no los sostienes. Juraste a nuestro padre que me educarías y no lo has conseguido. Traicionaste tus elevados principios yendo detrás de una mujer que no te amaba. Perdiste al hijo de Nicer, y destruiste a la ciudad de la que procedieron tus antepasados. ¿No es así?

—¡No! No fue así, no fue así. No le oigas —gritó Enol suplicante dirigiéndose a mí—. No, no, no le oigas.

—No grites —susurró Ogila apuntando al cuello de Enol con una daga.

—Sí —habló Lubbo—. Ya está bien de tonterías, danos la copa y nos iremos.

Miré a Enol, daba la impresión de que Lubbo había aireado todos los fracasos de la vida del antiguo druida y con ellos le torturaba. Sí. Los infortunios de la vida de Enol parecían revolotear como fantasmas en la estancia aplastando a mi tutor. De nuevo, sentí más compasión por él que miedo ante lo que se estaba produciendo. Era ajena al temor porque desde hacía más de tres lunas yo me sentía muerta, extraña a cualquier sufrimiento mayor que el que había padecido.

—Date prisa, o la mataremos.

Sentí el puñal de Lubbo junto a mi cuello, noté dolor y un hilo de sangre descendió por mi cuello, manchándome el vestido.

—¡No toques a la mujer!

—¿Por qué no he de hacerlo?

Apretó el cuchillo más fuerte y sofocó mi grito con la mano. Entonces Enol habló como sollozando:

—Te daré lo que quieres.

Lubbo aflojó la presión sobre mi cuello y habló con aparente afabilidad.

—Así me gusta, hermano.

—Suéltame primero.

—No. No lo haré, conozco tus tretas. Señala a Ogila dónde está la copa.

Enol dudó. Lubbo volvió a apuntarme con el cuchillo al cuello.

—Habla ahora mismo, no hay tiempo que perder. Ella morirá.

Entonces Enol señaló un arcón a un lado de la estancia.

—Abre ese arcón.

Ogila abrió el arca y comenzó a revolver en su interior, salieron las hierbas y las sustancias que el druida usaba para curar.

—¡Aquí no hay nada…! Nos tomas por idiotas.

Lubbo volvió a pincharme el cuello con más fuerza. Entonces Enol habló:

—Presiona un herraje de hierro que está en la derecha del arca y empuja el fondo del arca por su parte más
distal
.

—Tú lo harás —dijo Lubbo—. Ogila, suelta las ataduras de Alvio.

Ogila liberó a Enol de sus cadenas y Enol se dirigió al arca y realizó unas maniobras, entonces el doble fondo del arca cedió en uno de sus lados. De allí, Enol extrajo la maravillosa copa ritual, la copa ritual de medio palmo de altura, exquisitamente repujada con base curva y amplias asas unidas con remaches con arandelas en forma de rombo. Lubbo se sintió como subyugado por su visión y me soltó al cuidado de uno de los hombres de las sombras. Se abalanzó sobre la copa y la arrancó de las manos de Enol. Entonces, la elevó hacia el cielo, triunfante; sobre él voló el pájaro blanco. Después cerró el arca, y depositó la copa sobre ella y se arrodilló ante ella. A continuación, Lubbo metió la mano por dentro de la túnica oscura que vestía y extrajo una joya ámbar que pendía de una cadena, acercó la piedra preciosa a la copa y la puso en un lugar donde parecía haber pertenecido siempre. Entonces gritó de júbilo.

—¡Es la copa sagrada de los druidas! La que he buscado tanto tiempo, la que me permitirá ser un hombre completo otra vez.

Enol se debatía apresado por uno de los esbirros de Lubbo.

—No debes usarla —dijo Enol—, sólo los dignos pueden beber de ella.

—Y tú, Alvio, ¿has sido digno alguna vez?

—Nunca la usé para mi provecho personal —dijo Enol; después calló y bajó la cabeza, angustiado.

En aquel momento, Lubbo, fuera de sí, acuchilló a su hermano en un costado. Enol se desplomó. Después, olvidando cualquier precaución, gritó a los que le acompañaban:

—¡Vino! Necesito vino.

Uno de los encapuchados le acercó una cratera con vino tinto. Lubbo, delirante de triunfo, tomó la copa sagrada, mezcló la sangre que salía del costado de su hermano y la introdujo en la cratera extrayendo una cierta cantidad de vino, después bebió ávidamente. Cerró los ojos, el ojo que veía, el otro, ciego y con un resplandor rojizo; se concentró en sí mismo y habló:

—Tú, divinidad del mal, a quien siempre he servido, para quien he conseguido la copa de mis mayores, la copa de la que el Cordero bebió, ¡cura mi mal!

El búho revoloteaba en la sala. Se oyó fuera un relámpago, el sonido de una tempestad que se alejaba. El pájaro carroñero ululó con un ulular lóbrego y comenzó a aletear en el aire. De pronto, sus alas dejaron de moverse, y antes de que cayera al suelo se deshizo en un humo negro.

Entonces Lubbo, replegándose sobre sí mismo, gritó:

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