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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (19 page)

BOOK: La reina sin nombre
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Al llegar abajo, vio que Lesso se estaba incorporando y decía palpándose:

—Vaya golpe…

—¡Ya podías contestar! He bajado corriendo y casi me mato… No sé si Tilego quería decirnos algo más pero ya no podemos subir.

Lesso respondió con aparente buen humor, que ocultaba su pizca de miedo:

—No te preocupes, compañero. Sólo tenemos que ir por este túnel, llegar a Albión, encontrar a las mujeres, evitar que nos maten y abrirles la puerta esa del sur.

Fusco no le contestó, iluminó con la antorcha la cueva. Las estalactitas del techo brillaban como el cristal, nunca habían visto nada similar, formaban figuras de cuarzo irregular, muy diversas unas de otras.

—Menos mal que llevo otra antorcha en la cintura, por si se nos apaga ésta.

—¡Mira tú el confiado!

—Ya sabes que yo sólo confío en lo que tengo entre manos y ahora mismo es una antorcha y un arma.

—Déjate de tonterías y vamos a seguir. No tenemos mucho tiempo de luz. Debemos estar a bastante distancia de Albión, por lo menos a dos horas de marcha desde la superficie y no sabemos cómo es este túnel, si va recto o da muchas vueltas.

Desde arriba les gritaron algo que no entendieron, pues los hombres de Tilego estaban lejos; no había forma de volver atrás sino escalando el paredón que quedaba tras ellos. Así que los dos jóvenes callaron, y comenzaron a caminar. La cueva era de techo amplio en el inicio, habían penetrado en ella por una fisura alargada, que había estado cubierta de arena. El pequeño túnel que habían construido para penetrar se abría en la parte más alta de la grieta; del pasaje se salía por un talud de arena por el que habían rodado. Después, el techo de la cueva se hundía hacia dentro, en una forma trapezoidal, y al final se continuaba por una especie de pasillo estrecho que se curvaba siguiendo en dirección al este. Lesso y Fusco caminaban por él sin separarse uno del otro y, aunque no se lo confesasen mutuamente, sentían miedo. A los lados la piedra negra del pasillo subterráneo brillaba iluminada por la antorcha en tonos verdes, de algas y agua de mar. El olor era pútrido, a pescado descompuesto, y el aire insano. Fusco pasó la antorcha a Lesso, más atrevido, que iba delante, después se agarró del hombro de su amigo sin atreverse a separar ni un dedo.

Habían caminado apenas una media hora, cuando sintieron que el aire se volvía más respirable y oyeron gritos de gaviotas. Estaban en una cueva más amplia; en ella y a un lado la pared de piedra se abría al mar por una hendidura tan estrecha que no hubiera permitido el paso de un hombre. Las olas salpicaban por allí el interior de la cueva, como una torrentera, y con ellas penetraba la luz del sol de poniente. Procuraron cubrir la antorcha para que no se apagase y continuaron por el túnel que allí se dividía en dos. Uno de los ramales se dirigía claramente hacia el mar, el otro giraba al sudeste. Tomaron aquél. Más adelante el túnel dejó de ser de roca y en él se veía la tierra apelmazada y quizá trabajada por la mano del hombre. Ahora, el olor era a tierra mojada o estiércol, y en las paredes se podían ver raicillas de plantas, y también raíces profundas de árboles. Notaron una sombra volar sobre ellos, era un murciélago con su grito particular. Pensaron que se acercaban a la ciudad de Albión.

De pronto, el camino se cortaba por troncos y maderas; entre ellas distinguieron con asco y temor el cadáver de un hombre muerto largo tiempo atrás, conservaba sólo los huesos y algo de piel acartonada. Lesso gritó, Fusco se pegó a él.

—Es un soldado con las antiguas vestiduras del ejército de Albión. Murió hace muchos años. Porta una malla fina, y la espada es buena —dijo Lesso.

—No quiero ni mirarlo.

Lesso se detuvo a examinarlo, mientras Fusco torcía la cabeza para el otro lado.

—En la mano llevaba una antorcha, parece que murió aplastado por la caída de los troncos.

Lesso tomó la antorcha de las manos del cadáver, después le quitó la espada y el cuchillo. Eran de acero de buena calidad, la empuñadura remachada por incrustaciones de coral y ámbar. Fusco se fue tranquilizando, cogió la espada, y comenzó a bromear.

—Cuando vean estas armas en el campamento vamos a ser la envidia de los otros. Ya se puede decir con estas armas que somos guerreros albiones —dijo—. ¿Quién sería este buen mozo?

—Déjate de bromas y vamos a abrir un hueco aquí.

Comenzaron a retirar los troncos y las maderas. De pronto entendieron lo que quizás habría ocurrido; aquel hombre había derrumbado el techo, quizá para huir de sus perseguidores; aquello lo había matado.

Colocaron el cadáver en un lateral y con cuidado lo fueron tapando con los troncos que retiraban del corredor. El trabajo se hacía largo, poco a poco apartaron bastante madera y se abrió una estrecha oquedad que dejaba paso suficiente a los muchachos. La antorcha se apagó y encendieron la del guerrero. Fusco cortó con el cuchillo maderas para poder hacer nuevas antorchas si se quedaban sin las anteriores. Había pasado mucho tiempo desde que dejaron atrás a Tilego y a sus hombres. De nuevo encontraron un obstáculo de troncos de madera, pero aquello parecía más una entrada cegada artificialmente que un desprendimiento. Se indicaron mutuamente silencio, estaban llegando al final del camino. Entonces penetraron en un gran almacén lleno de sacos de bellotas, harina y odres de vino. Todo estaba marcado por la señal del muérdago, la señal de Lubbo.

Oyeron ruidos y se ocultaron. Se escondieron tras unas cubas de vino. Su tamaño pequeño les permitía ver sin ser vistos. La que entraba era una mujer de pelo gris, cubierta por un manto. Salió del almacén sin verlos.

—¡Hemos llegado! —susurró Fusco—, ésta es la casa de las mujeres de Albión.

—Podría ser cualquier casa o la parte de abajo del palacio de Lubbo.

Fusco salió de su escondite y se dirigió hacia el fondo, encontró una puerta por la que se colaba la luz de la tarde; miró a través de una hendidura en la madera.

—Te digo que es la casa de las mujeres —repitió en un tono más alto—, ahí fuera hay más faldas que en la casa de mi madre y allí había muchas.

—Y ahora ¿qué?

—Vamos a buscar a la hija del druida.

—Estás loco —dijo Lesso—; salimos y decimos a las señoras: «Señoras, somos guerreros de Aster y venimos a rescatarlas.» ¿Te parece?

—Se reirían de nosotros. Somos pequeños, y… ¿tú crees que tenemos pinta de guerreros?

—Pues mira qué espada hemos conseguido y qué puñal.

Lesso no hizo caso a las bravuconadas de Fusco.

—Hay que esperar a la noche y vigilar desde aquí para ver si la vemos.

Fusco no tuvo más remedio que admitir que aquélla era la única solución. Se tumbó contra una saca de bellotas y dijo tocándose el vientre:

—Tengo hambre.

—Pues esto es un almacén de comida. ¿Desea el señor tejedor unas manzanas secas? Aquí hay castañas pilongas, y aquí bellotas.

—¡Compañero! ¡Esto es el paraíso!

Oyeron la puerta y se escondieron de nuevo. Entraba una mujer muy robusta y con el cabello rojizo que se paseó entre las sacas diciendo:

—Minino, minino… Ya se ha colado el gato a comer, ¡cómo le coja!

Contuvieron la respiración. La mujer dio varias vueltas y salió, cerrando la puerta con una tranca grande.

—Está vigilada —dijo Fusco—, ¿cómo vamos a salir de aquí?

Lesso le hizo gestos, mandándole callar.

—No hagas ruido. O nos encontrarán.

Retrocedieron hacia lo más profundo del almacén, cerca del lugar por el que habían entrado, y comieron higos secos, castañas y manzanas. Tenían hambre después del largo camino. Luego se dirigieron hacia un ventanuco con reja que estaba semientornado. Se comunicaba con el patio central del gineceo; en él pudieron ver a las mujeres lavando la ropa en el impluvio o caminando de un lado a otro cargadas con niños, comida o cestas de ropa. Fusco y Lesso oían sus voces y las conversaciones entre ellas; intentaban encontrar a la hija del druida pero no la veían y desesperaban ya de lograrlo cuando la distinguieron en el lado sur de la valla, portando una gran cesta con hierbas. Mentalmente apuntaron cuál era el lugar hacia el que se dirigía.

La noche en la que Fusco y Lesso alcanzaron Albión yo dormía profundamente y soñaba. Me parecía estar de vuelta en Arán, pero era un lugar diferente, las casas estaban quemadas pero reconstruidas parcialmente. Vi al herrero protestar una vez más porque le faltaban sus hijos, y se dirigió hacia mí, tocándome el hombro. Me desperté, junto a mi hombro había efectivamente una mano, pero otra me cerraba la boca.

—Hija de druida, somos nosotros. Necesitamos tu ayuda.

Vi la mirada de Lesso, brillante y sonriente como siempre lo había sido. Después divisé el cabello rojo de Fusco, y pude ver cómo éste tenía sujeta a una de mis compañeras: era Verecunda. Uma se despertó también e intentó decir algo. La detuvimos entre todos.

—¿Cómo habéis llegado aquí?

—Una larga historia. —Fusco rió.

Me parecía imposible encontrarme en la casa de las mujeres de Albión con mis antiguos compañeros de juegos, recordé la última vez que les había visto en el bosque de Arán, camino hacia Ongar. Había pasado mucho tiempo, más de dos años. Habían crecido algo, pero seguían siendo unos mozalbetes de baja estatura y de barba lampiña. Al verles, mi cabeza sólo tuvo una idea.

—Y ¿Aster? —pregunté.

—Él nos envía —habló de nuevo Fusco, dándose importancia—. Necesitamos ayuda. ¿Éstas son de fiar?

Yo miré a Uma y a Verecunda, estaban despiertas, Fusco las amenazaba con su gran espada.

—Sí, lo son —dije—, déjalas en paz, Fusco.

Después me dirigí a ellas:

—Son amigos, del lugar donde yo vivía antes, huyeron con Aster a las montañas.

—Después a Montefurado, donde derrotamos a Lubbo.

Vereca y Uma miraban a los recién llegados, sin saber si debían tomarlos en serio o no, unos chavales de baja estatura que parecían reírse de todo. A ellos les daba igual la actitud de las mujeres.

—Necesitamos abrir el portillo sudeste de la muralla, el que da al acantilado, por allí entrarán los nuestros. —Lesso no dio más explicaciones.

Conocía a Uma y a Vereca, sabía el odio que tenían a los suevos y a Lubbo, agudizado desde la muerte de Lera.

—Debemos ayudarles —dije—, son amigos de Aster y él es la única esperanza.

—Cualquier enemigo de Lubbo es amigo nuestro —hablo Vereca, y después prosiguió—: ¿Sabréis llegar hasta allí?

—La casa de mis antepasados estaba muy cerca de ese lugar —dijo Uma—, yo podría guiaros.

—¿Estás segura? Si nos descubren…

—No quiero seguir la suerte de Lera. Yo soy la siguiente —dijo con decisión Uma—; si a estos chicos los manda realmente Aster, haré lo que sea.

—¿Y cómo saldremos de aquí?

—No te preocupes, muchacho —dijo la goda—, hace años que las mujeres de aquí salimos sin problemas.

—¿Es sueva? —me preguntó Fusco.

—No, goda, y es de fiar. Su esposo fue apresado en las minas de Montefurado, odia a Lubbo, más que nosotros.

—¿Cómo se llama tu esposo?

—Goderico.

—Pues bien, esposa de Goderico, le verás entrar por el portillo sudeste si nos abrís la puerta.

Fusco hablaba, por una vez en su vida, completamente en serio, pero Verecunda no le creyó, tanta era su desesperación.

—Bien, dinos cómo salir —habló Lesso.

—Hoy está Rodomiro de guardia —dijo Vereca—, nos dejará pasar sin problemas porque bebe los vientos por Uma. Le podemos decir que han llamado a la sanadora del barrio de los nobles. Si Uma se lo pide nos dejará pasar.

—Muy bien. A vosotras os dejarán pasar. Pero nosotros… ¿qué haremos? En cuanto nos vean nos detendrán.

—Uno de vosotros se vestirá con la ropa de Lera, el otro con la de Jana. Si Uma tontea lo suficiente, a Rodomiro no le quedarán ojos más que para ella.

—¡Yo no me visto de mujer! —dijo Fusco.

—Te vestirás con lo que haga falta —le contestó Lesso enfadado—. No podemos hacer nada mejor.

—Uma y yo os guiaremos —continuó Verecunda sin hacer caso—. Jana se quedará aquí.

Con desgana, Fusco y Lesso tomaron las ropas de mujer que les daban y se cubrieron con mi capa y la de Uma. Fusco se vistió con alguna ropa de Lera, y yo le di mi capa a Lesso. Realmente, Lesso era de mi tamaño y cubierto por la capa de sanadora podía confundirse conmigo, los guardias me tenían miedo porque pensaban que tenía poderes mágicos. No iban a molestar demasiado a Lesso. Vereca abrió la puerta temblorosa, me di cuenta de que las noticias de Lesso sobre Goderico le producían esperanza. Se deslizaron hasta la puerta de la casa de las mujeres, allí estaban los guardias.

—¿Adónde vais a estas horas?

—Ulge nos ha avisado que hay un parto difícil en la casa de los nobles. Déjanos pasar o te las verás con ella.

—Sí, eso decís a veces, no es momento de buscar a Ulge, estoy seguro de que habéis quedado con algún soldado de la guardia de Lubbo.

Uma, a quien iban dirigidas estas palabras, le miró insinuante. Éste, que andaba tras ella, les dejó pasar sin hacer más preguntas. Por callejas oscuras y estrechas, iluminadas apenas por la luz de algún hogar que salía a través de las ventanas entornadas, avanzaron. La luna estaba llegando a su cénit y alumbraba mucho la noche. Caminaron por una calleja que conducía al sudeste, al barrio noble, y después giraron por una calle lateral hacia el oeste. De una casa salió un hombre borracho apoyándose en otro. Un poco más allá, de otra cabaña, surgió otro individuo expulsado por una mujer que parecía una fulana. Ella cerró la puerta detrás de él con fuerza. El hombre se dirigió insultante hacia Lesso.

—¿No quieres venir conmigo? —dijo el borracho.

—No, ahora no tengo tiempo —dijo Lesso intentando imitar con su voz un tono femenino.

—No importa —dijo el hombre dirigiéndose a Uma—, quien de verdad merece la pena es tu amiga.

No pudo decir más, Lesso le suministró un buen golpe con el dorso de su espada, el hombre cayó al suelo inconsciente.

Se alejaron de aquel lugar corriendo. Lesso y Fusco tropezaban con las ropas de mujer y se subieron las faldas; finalmente decidieron quitárselas para ir más rápido. El castro de Albión era un laberinto de callejas, que serpenteaban en diversas direcciones. Uma y Verecunda sabían orientarse sin dudar, y caminaban deprisa; las mujeres, a veces, al girar bruscamente en una calle perdían a los muchachos y debían volver atrás a buscarlos. Iban dando un gran rodeo, para evitar la gran explanada de la fortaleza, por calles poco transitadas llenas de barro y con olor a excrementos. Lesso pensó que le gustaba más el olor del castro, el olor de la playa e incluso el olor del túnel. Fusco y Lesso estaban cansados por el esfuerzo de cavar durante el día anterior y se retrasaban. Las mujeres les urgieron diciendo que si en algún momento les encontraba la guardia, podían darse por muertos. Al pasar por una calle más amplia, percibieron que la guardia sueva de Lubbo se acercaba. Apenas tuvieron tiempo de saltar una pequeña tapia y meterse en un huerto de verduras. Se agazaparon bajo unas grandes coles. La guardia pasó.

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