La reina de la Oscuridad (48 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La reina de la Oscuridad
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Abrió los ojos en meras rendijas a fin de escudriñar la celda a través de sus párpados entrecerrados. Un centinela draconiano se erguía delante de él, de espaldas a su supuestamente comatoso cuerpo y entorpeciendo su visión. No acertaba a vislumbrar a Berem ni al individuo llamado Gakhan sin estirar la cabeza, y no quería exponerse a atraer la atención de los soldados mediante un movimiento en falso. Podía eliminar al primer enemigo, y también al segundo, antes de que los otros acabasen con él. Aunque no abrigaba ninguna esperanza respecto a su propia vida, deseaba dar a Tas y Tika la oportunidad de escapar en compañía de Berem.

Tensando sus músculos, Caramon se preparó para atacar al guardián más próximo cuando, de pronto, un grito desgarrado traspasó la penumbra del calabozo. Era un nuevo aullido de Berem, tan lleno de ira que el guerrero se incorporó olvidando que debía fingirse inconsciente.

Se paralizó al percatarse de que Berem se había lanzado contra Gakhan para elevarlo en el aire. Sosteniendo en volandas al forcejeante draconiano, el Hombre Eterno salió de la cámara e incrustó el cráneo de su cautivo en el pétreo muro del pasillo. La cabeza del agredido se partió en dos, con un crujido similar al que produjeran los huevos de los Dragones del Bien en los negros altares, pero Berem, presa de una imparable furia, golpeó una y otra vez a su víctima hasta reducirla a un amasijo de carne y sangre verdosa.

Durante unos instantes nadie osó moverse. Tas y Tika se abrazaron, aterrorizados ante el espeluznante espectáculo. Caramon, por su parte, luchó en este breve intervalo para despejar las brumas de su dolorido cerebro mientras los soldados draconianos contemplaban el cadáver de su cabecilla con una hipnótica fascinación.

Al fin, Berem dejó caer el cuerpo inerte de Gakhan sobre el suelo y se volvió hacia los compañeros sin dar muestras... de reconocerles. Caramon comprendió, al ver sus extraviados ojos y la saliva que chorreaba por las comisuras de sus labios, que había perdido el juicio. El inescrutable humano permaneció unos segundos con los brazos, manchados de sangre verde, totalmente laxos, hasta ver que su rival había muerto y recuperar, al parecer, un asomo de cordura. Su mirada se posó en Caramon, que seguía sentado en el suelo contemplándolo anonadado.

—¡Ella me ha llamado! —exclamó a modo de excusa y, ajeno a todo comentario, dio media vuelta y echó a correr por el pasillo sin que los perplejos draconianos lograran interceptarle el paso.

No hizo Berem pausa alguna para comprobar qué ocurría a sus espaldas. Al contrario, aceleró su carrera en pos de la reja entreabierta —por alguna razón no se dirigió a la escalera que conducía a la planta baja del Templo— y casi la arrancó de sus goznes al traspasarla a una marcha enloquecida. Estrellándose contra el muro con un sordo retumbar, la verja comenzó a balancearse bajo el impacto de la embestida mientras el prófugo se alejaba entre estridentes voces que resonaron en los oídos del grupo.

Dos de los draconianos se recobraron del sobresalto, y uno se lanzó hacia la escalera gritando con toda la potencia de sus pulmones. Vociferaba en su idioma, pero Caramon comprendió sus palabras.

—¡Se escapa un prisionero! ¡Mandadme a la guardia!

Respondieron a su llamada unas confusas exclamaciones, festoneadas por un estruendo de botas en lo alto de la escalera. El goblin dirigió una fugaz mirada al draconiano muerto y también él se encaminó a la sala donde mantenía su vigilancia para sumarse al griterío de su secuaz. Mientras, el otro centinela irrumpió en la celda en un intento de controlar la situación. Pero Caramon ya estaba en pie, pues pese a su nublada mente su instinto le dictaba cuándo debía emprender la lucha activa. Estirando el brazo, el corpulento guerrero agarró el cuello de su rival y, con un simple torniquete de sus manos, arrojó a la criatura al suelo. Tras asegurarse de que estaba muerta, se apresuró a arrancar la espada de su garra antes de que el cadáver se convirtiera en una estatua de piedra.

—¡Caramon, cuidado! ¡Detrás de ti! —le advirtió Tasslehoff en el momento en que el otro guardián, abandonando la escalera, entraba de nuevo en la celda con la espada enarbolada.

El fornido humano dio media vuelta, pero el enemigo acababa de desplomarse a causa del golpe que le propinara Tika en el estómago con su bota. Tas, deseoso de colaborar, se apresuró a hundir la hoja de su cuchillo en el cuerpo del yaciente, olvidando en su excitación que debía liberar el arma. Al ver la pétrea apariencia del cadáver de la otra criatura hizo un rápido ademán para recuperar su acero. Demasiado tarde.

—¡Déjalo! —le ordenó Caramon, y el kender se levantó. Oían voces guturales sobre sus cabezas, ecos de pies que arañaban los peldaños. El goblin, que no se había movido en la sala de guardia, agitaba frenéticamente las manos en dirección a los compañeros elevando unas voces que se imponían a los desordenados ruidos producidos por las tropas.

Caramon, armado con la espada del draconiano, inspeccionó unos instantes la zona de la escalera para acto seguido contemplar indeciso el pasillo por donde había desaparecido el Hombre Eterno.

—¡Harás bien en seguir a Berem, Caramon! —le apremió Tika—. Debes ir junto a él. Recuerda sus palabras: «Ella me ha llamado». Ha oído la voz de su hermana, por eso se ha vuelto loco.

—Sí —respondió Caramon en un mar de dudas, sin apartar la vista del corredor. Los draconianos descendían a trompicones la angosta escalera, en una confusa batahola de armaduras y espadas que arañaban las paredes de roca. Sólo tenían unos segundos—. Vamos...

Tika aferró el brazo del guerrero y, al clavar las uñas en su carne, lo obligó a mirarla. Sus rojizos bucles se enmarañaban en una masa de vivo colorido bajo la oscilante luz de las antorchas.

—¡No! —declaró con firmeza—. Si fuéramos todos tras él acabarían por apresarle y sería el fin. He concebido un plan mejor. Nos separaremos. Tas y yo nos ocuparemos de despistar a los soldados para darte tiempo de encontrarle. ¡La estratagema saldrá bien, estoy segura! —insistió al ver que su amado meneaba la cabeza—. Hay otro pasillo en dirección este, lo descubrí cuando nos conducían al calabozo. Nos perseguirán por ese lado mientras tú actúas. ¡Vete antes de que sospechen!

Caramon vaciló, retorcidos sus labios en una mueca agónica.

—¡Nos acercamos al desenlace de esta aventura, Caramon! Para bien o para mal. —Tika se esforzaba en ser persuasiva—. ¡Debes ir con él y ayudarle! Apresúrate, eres el único que posees fuerza suficiente para protegerle. ¡Te necesita!

La muchacha zarandeaba su cuerpo. Al fin el guerrero dio un paso al frente, aunque hizo una pausa para volverse hacia ella.

—Tika... —empezó a decir, buscando un argumento con el que rebatir tan descabellada idea. Antes de que concluyese su frase, sin embargo, la joven estampó un fugaz beso en su mejilla y salió de la celda sin darle opción a la réplica. Sólo se detuvo un instante para hacerse con la espada de uno de los draconianos muertos, que yacía abandonada en el suelo.

—¡Yo cuidaré de ella, Caramon! —prometió Tas mientras corría en pos de Tika, en medio de los incontrolables balanceos de sus bolsas.

El aturdido guerrero los observó unos instantes. Vio cómo el carcelero goblin emitía un alarido de pánico al percatarse de que la muchacha se abalanzaba contra él blandiendo la espada pero, pese a su desenfrenado intento de contenerla, ella trazó un sesgo tan feroz que el celador cayó muerto en un ahogado gorgoteo. El acero había seccionado su garganta.

Ignorando el cuerpo que se desmoronaba frente a ella, Tika corrió hacia el pasillo que se abría en sentido este.

Tasslehoff, que avanzaba tras la compañera, hizo un alto al pie de la escalera. Los draconianos eran ahora visibles, Caramon oyó la estridente voz del kender provocándoles mediante los insultos que más podían molestarles.

—¡Carroñeros! ¡Amantes de babosos goblins!

Salió raudo como una flecha en busca de Tika, que ya había desaparecido del campo de visión de Caramon. Los draconianos, exasperados tanto por las imprecaciones de Tas como por la idea de que sus prisioneros osaran fugarse, no se tomaron la molestia de inspeccionar la celda. Cargaron contra el veloz kender resplandecientes sus curvos aceros, estiradas sus largas lenguas en un placer anticipado de la matanza que se disponían a perpetrar.

El guerrero quedó solo. Vaciló otro precioso instante, contemplando la densa penumbra de los calabozos sin vislumbrar nada. Únicamente oía la voz de Tas, que se obstinaba en llamar «carroñeros» a sus perseguidores, y al poco rato también sus gritos se difuminaron en un tenso silencio.

«Les he perdido —se dijo dominado por una repentina desazón—, les he perdido a todos. Debo ir tras ellos.» —Echó a andar hacia la escalera, pero se detuvo—. «No puedo olvidar a Berem. Tika tiene razón, sin ayuda nunca logrará su propósito. Me necesita.»

Despejada ya su mente, Caramon dio media vuelta y se alejó con paso torpe por el pasillo que había tomado el Hombre Eterno.

8

La Reina de la Oscuridad.

—El Señor del Dragón, Fewmaster Toede.

Ariakas escuchó con perezoso desdén la llamada del maestro de ceremonias, aunque en realidad sentía más excitación que aburrimiento. La idea de reunir el gran consejo no había sido suya. Incluso se había opuesto, si bien había tomado la precaución de no protestar con excesiva vehemencia. Una negativa rotunda le habría hecho aparecer como un ser débil ante Su Oscura Majestad, y sabía muy bien que la soberana no respetaba la vida de quienes despreciaba. En cualquier caso, la asamblea pecaría de todo menos de tediosa.

Al pensar en la Reina Oscura, levantó la cabeza para mirar de soslayo el nicho abierto sobre su plataforma. Era el lugar más regio de la sala, y su imponente trono permanecía aún vacío. La puerta de hierro que conducía hasta él se perdía en la palpitante negrura de su entorno sin que, por otra parte, pudiera accederse a su recinto a través de ninguna escalinata. Aquella verja de hierro constituía la única entrada, y más valía no averiguar qué se ocultaba detrás. Ni qué decir tiene que ningún mortal había traspasado nunca su metálico entramado.

La Soberana aún no había llegado. No le sorprendió este hecho, los largos preparativos estaban muy por debajo de sus intereses. Ariakas se arrellanó en su trono y desvió los ojos del trono de la Reina de la Oscuridad hacia el del la Dama Oscura. Hubo un intercambio de miradas que se le antojó más que apropiado. Kitiara, cómo no, estaba en su puesto, resplandeciente en su hora del triunfo. Ariakas la maldijo para sus adentros.

—Dejemos que exhiba toda su perversidad —murmuró sin apenas escuchar la voz del maestro de ceremonias, que repetía una vez más el nombre de Toede—. Estoy preparado.

De pronto, Ariakas comprendió que algo iba mal. ¿Qué era lo que ocurría? Perdido en sus cavilaciones, no había prestado atención a los últimos preliminares. ¿Qué significaba aquel mortal silencio? Rebuscó en su mente tratando de recordar a quién acababan de convocar y, cuando al fin lo consiguió, salió de su ensimismamiento para contemplar preocupado el lugar en el que debía situarse Fewmaster Toede. Las tropas, en su mayor parte draconianos, se agitaban como un rizado mar a sus pies sin apartar los ojos del mismo sitio que ahora él también escudriñaba.

Aunque los ejércitos al mando de Toede se hallaban presentes, mezclando sus estandartes con los de los soldados apostados en el centro de la sala de audiencias, la plaza de su jefe estaba vacía.

Tanis, desde la escalera que se encaramaba hacia el trono de Kitiara, hizo confluir su mirada con la de aquel dignatario de fría y severa actitud bajo su deslumbradora Corona. Los tímpanos del semielfo vibraron al oír pronunciar el nombre de Toede, y al instante se formó en su mente la imagen de aquel goblin que había visto erguirse en el polvoriento camino de Solace. Por una inevitable asociación de ideas evocó el tibio día otoñal que marcara al inicio de su largo viaje hacia las brumas y la escena avivó el recuerdo de Flint, de Sturm. Al percibir que le rechinaban los dientes, se esforzó por concentrarse en lo que estaba ocurriendo. El pasado era ya una historia remota, esperaba fervientemente poder olvidarlo.

—¿Dónde está Toede?—gritó enfurecido Ariakas, a la vez que se alzaba un tenue murmullo entre las tropas. Nunca un Señor del Dragón había desobedecido la orden de presentarse ante el gran consejo.

Un oficial humano ascendió la escalinata de la vacía plataforma y, deteniéndose en el último peldaño —el protocolo le prohibía pisar el recinto—, titubeó unos momentos a causa del terror que le inspiraban aquellos negros ojos y, peor aún, el hueco que coronaba el trono de Ariakas, antes de exponer su informe con voz entrecortada.

—Lamento comunicar a Su Señoría y a Su Oscura Majestad —lanzó aquí una nerviosa mirada al lóbrego nicho aún vacante— que el Señor del Dragón conocido por el nombre de Tu...Toede ha sufrido una muerte tan desafortunada como inoportuna.

Situado en el peldaño superior de la plataforma donde se hallaba entronizada Kitiara, Tanis oyó una risa ahogada detrás de su yelmo. Un júbilo contenido se extendió como un susurro entre el gentío, mientras los oficiales del ejército de los Dragones intercambiaban miradas de complicidad.

Sin embargo, a Ariakas no le divirtió lo anómalo de la situación.

—¿Quién se atrevería a asesinar a uno de nuestros mandatarios? —preguntó iracundo y, al oír su portentosa voz, los presentes se sumieron en el silencio.

—Fue en Kenderhome, la patria de los kenders —explicó el heraldo. Aún resonaban sus palabras en la granítica sala cuando enmudeció, incluso en la distancia, Tanis advirtió que el hombre abría y cerraba el puño presa de un gran nerviosismo. Resultaba obvio que tenía que transmitir más noticias desagradables y no sabía cómo hacerlo.

Ariakas clavó sus furibundos ojos en el oficial, que se aclaró la garganta para proseguir.

—También es mi triste deber anunciaros, Señor, que Kenderhome se ha... —se quebró momentáneamente su voz, y sólo mediante un valiente esfuerzo logró concluir— ...se ha perdido.

—¡Perdido! —repitió Ariakas con un rugido que más se asemejaba a un trueno.

Aquella reacción no hizo sino aumentar el pánico del heraldo. Amedrentado, masculló unas sílabas incoherentes hasta que, decidiendo, al parecer, que era mejor terminar cuanto antes, declaró:

—Toede fue vilmente asesinado por un kender llamado Kronin Thistleknott, y sus tropas huyeron en desbandada.

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