La pista del Lobo (11 page)

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Authors: Juan Pan García

Tags: #Biografía, Histórico

BOOK: La pista del Lobo
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L
a tarde se presentaba muy buena, no hacía ni mucho calor ni frío, se estaba bien bajo la sombra de los árboles: un día primaveral. Rebeca estaba con su abuelo y su amigo Manuel, un hombre que administraba el kiosco de helados y chucherías que había en la esquina de la calle. Lucía se había quedado en casa con sus labores.

–Abuelo, ¿me compras un helado? Me gustan los de turrón con pasas…

–¡Toma!, ¡y a mí también! –contestó el abuelo.

–Toma, Rebeca. El tuyo te lo regalo yo –dijo Manuel–.

Me he enterado de que os vais de vacaciones, ¿eh, guapa?

–No lo sabemos todavía –dijo la niña–. El abuelo no se decide…

–Hace una tarde buenísima. Ya quedarán pocas como éstas, dentro de unos días entramos en verano. Y nos asaremos de calor –dijo el abuelo para cambiar de tema.

–Abuelo, ¿en tu pueblo hace más calor que en Madrid?

–No hija. En Algar no había este aire viciado por la contaminación que tanto ahoga y molesta en Madrid. Allí se respiraba el aire puro de la sierra. En la primavera, el campo se convertía en un enorme jardín de diversos tonos verdes en el que las plantas y las flores competían entre sí para elegir a su reina.

Dentro de los cercados campos de trigo verde destacaban miles de amapolas rojas; sobre los márgenes de las lindes se asomaban millones de florecillas silvestres: amapolas, jaramagos, violetas, campanillas, cardos borriqueros, hinojos, lirios… Sus pétalos se abrían al Sol en una gran exposición de colores y aromas, para que las abejas eligiesen el delicado fruto que necesitaban para elaborar la rica miel. Las mariposas revoloteando, indecisas ante tanta variedad de colores, se posaban sobre unas y otras, manchando sus diminutas patitas con el polen de las plantas, ignorando, tal vez, que al posarse sobre ellas las fecundaban.

Todo el aire estaba impregnado de una mezcla de distintos aromas. Algunos árboles, habiendo soportado estoicamente la crudeza del invierno, comenzaban a renacer de nuevo: de sus troncos brotaban hojas verdes y nuevas ramas. Los pajarillos recogían palillos y hojas secas y edificaban sus nidos entre las ramas de los árboles diseminados por el monte, y llenaban el aire de cantos y de trinos que alegraban nuestros oídos.

Allá abajo, en el valle del molino, los toros bravos pacían en el prado a orillas del Majaceite, vigilados de cerca por los peones montados a caballo, y por los cabestros blancos y moteados. Los vaqueros habían cambiado sus pesadas pellizas invernales por camisas de manga corta.

En el molino, la familia González-García atendía la preciosa huerta que tenían repleta de hortalizas, sin por ello dejar de moler los cereales que acumulaban de la cosecha anterior en los graneros de las haciendas.

Recuerdo la última primavera que pasé en el pueblo, antes de que se produjeran los acontecimientos que causaron su ruina.

–¿Qué pasó, abuelo?

–Como te iba contando esta mañana, nosotros, ajenos a todo lo que se estaba tramando en Ubrique, reanudábamos nuestros juegos, revolcándonos en la hierba y dando gritos; recogiendo florecillas para nuestra madre y para Mercedes, nuestra vecina de la Teja, que estaba cada día más hermosa.

También íbamos hasta el río para ver las nutrias y las jinetas. Sobre el estanque del molino se observaban, a veces, cientos de burbujas: eran las bocas de los peces que nadaban en la superficie. Nosotros cogíamos de la orilla unas piedras muy planas y las lanzábamos rozando el agua, de modo que rebotasen una o dos veces en ella. A veces teníamos éxito y dábamos en el blanco: el pez alcanzado por la piedra daba una voltereta y se quedaba sobre el agua. Algunos días sacábamos suficiente pescado para comer toda la familia.

A finales de abril llegó el día que tanto esperábamos todos los habitantes del valle: don Manuel González había ordenado, como en cada primavera, marcar los toritos de medio año de edad con el hierro del cortijo. Ese acontecimiento era una fiesta para nosotros, que estábamos invitados a presenciarlo por Pedrito, el hijo del amo. Desde lo alto de una colina y montados en sus caballos, padre e hijo observaban a los peones corriendo a caballo, empujando a la manada de toros bravos hacia unos corrales construidos con troncos y alambres en un lugar de la vega.

Al principio los toros se arremolinaban, como buscando protección entre ellos. Los vaqueros los iban empujando poco a poco, formando un abanico alrededor de las reses y dejando libre el campo frente a la manada. Los toros que estaban al frente, viendo el espacio abierto ante ellos, echaron a correr para librarse del jaleo que estaban formando en torno suyo los vaqueros. Toda la manada los siguió. Al llegar a los corrales los toros entraban por unos pasillos, cuyas puertas abrían y cerraban los peones tirando de unas cuerdas. A los toros adultos los dirigían hacia una puerta, que cerraban enseguida; cuando venía un becerro lo dirigían hacia otra puerta, y así sucesivamente. Al cabo de una hora los toros estaban de nuevo libres en la dehesa, mientras que los becerros se habían quedado solos en los corrales. Una puerta comunicaba a los corrales con una plaza pequeña y redonda, en donde se hacían las tientas.

Don Manuel y su hijo bajaron hasta la plaza y comenzó el ritual: soltaron un becerro en el ruedo. El animal se encontró frente a cuatro o más vaqueros y arremetió contra el más cercano, momento que esperaban los demás para abalanzarse sobre el torito, cogiéndolo por la cabeza, donde apenas se le notaba el lugar en el que comenzaban a salir los pitones. Otro lo agarraba por el rabo, tirando hacia el lado contrario al que empujaba el becerro y haciéndolo girar sobre él, hasta lograr derribarlo. Entonces, mientras ellos lo sujetaban en el suelo, don Manuel cogía un hierro, que nosotros calentábamos en una hoguera situada al lado de la plaza, y se lo ponía encima del animal, sobre la parte superior de la pata trasera. Lo mantenía así durante unos segundos, quemando el pelo y la piel. El animal se sacudía, intentando liberarse de aquel dolor. Un olor a carne quemada y a pelo chamuscado invadía la plazoleta; los mugidos de los becerros se escuchaban a cientos de metros de distancia. Una vez levantado el hierro, se veía claramente, humeante aún, la marca de la casa: una RS coronada y un número. Apenas lo soltaban, el becerro se levantaba y embestía al hombre más próximo, como si quisiera vengarse del daño que le habían hecho. Los peones salían corriendo en direcciones distintas para desconcertarlo. Finalmente, abrían la puerta y el animal se reunía con los toros de la manada, mientras que los hombres, sudando y llenos de moratones y rozaduras a causa de los revolcones que recibieron al intentar derribar al becerro, trataban de recuperar fuerzas bebiendo tragos de vino.

La operación se repetía con otro becerro, hasta que todos estuvieron marcados y devueltos a la manada. Los dejaban en el prado cuatro o cinco días para que descansaran; luego había que realizar otra operación aún más importante: la tienta. En ella se decide el futuro del animal.

Se introducía de nuevo a la manada de toros en los corrales, y se iban apartando los toros jóvenes que habían sido marcados dos años antes. Los restantes se llevaban de vuelta a sus prados, a la vera del río. Los toros corrían en busca del agua, reconociendo cada palmo de tierra, de esa tierra que ellos consideraban exclusivamente suya.

Cada toro tiene su zona y marca sus propios límites. Mientras no se traspase ese límite el toro no ataca, sino que permanece tranquilo, aunque vigilante; pero si algún intruso se acerca demasiado a «su tierra», el animal avisará primero: mugiendo, escarbando en el suelo o sacudiendo las patas. En el momento que aquél traspase el límite invisible que se ha marcado como propio, el toro le ataca.

Mientras tanto, los toritos de dos años se quedan solos, encerrados en aquellos corrales, lejos de sus pastizales y del resto de la manada. Así estarán varios días; luego los irán soltando uno a uno y los orientarán hacia donde está la manada de toros, hasta que el becerro echa a correr en busca de ellos. Cuando ya está lanzado en pos de su ansiada tierra, oye un grito detrás de él y se vuelve a ver qué pasa: un vaquero montado en un caballo lo provoca con una pértiga, llamándolo: «¡Eh, toro!», dice el hombre, golpeando su pierna con la mano, «¡Aquí!». El animal, si quiere, puede seguir corriendo hacia donde se halla la manada de toros bravos: nadie se lo impide. Delante de él tiene el camino libre; detrás solo hay un intruso que se ha atrevido a separarse de aquellos que lo han mantenido durante tantos días lejos de su querencia y de sus mayores. ¡Ése es el momento clave! Don Manuel está nervioso, expectante. Se pregunta qué hará el animal, ¿atacará al vaquero o se asustará y continuará corriendo hacia el prado?

El torito que el ganadero quiere ver es aquél que al ver aquel intruso solo y gritándole se revuelve y le embiste de pronto, sin importarle el brillo de la punta de acero que asoma en la vara larga que el vaquero dirige hacia él, y soportando el dolor del puyazo que recibe en el lomo trata de derribar al caballo. Entonces, don Manuel, orgullosamente anotará el número del animal y lo calificará. Y luego, en el libro de la ganadería que guarda celosamente en el cortijo, junto a su nombre y año de nacimiento, escribirá:
toro bravo
.

El toro que evita el encuentro con el vaquero y sale huyendo hacia el pastizal recibe la calificación de
manso
. Éste será apartado de la manada y enviado a otro campo con las vacas para que engorde. Más tarde será vendido en el matadero para carne.

Uno de aquellos toros fue seleccionado para una novillada en el pueblo, en la feria de mayo. El sobresaliente de espadas tuvo la mala fortuna de ser enganchado en la ingle y tuvieron que meterlo enseguida en un coche y llevarlo hasta el hospital de Jerez, adonde llegó muerto.

Los otros novilleros se acobardaron, temblaban de miedo y no se atrevían a salir de la barrera. El público chillaba y los insultaba, mientras que el toro se paseaba por la plaza sin que nadie osara salir a la arena. No se podía enviar al toro de vuelta a los corrales para reservarlo para otra corrida: un toro que ya ha sido lidiado conoce el truco que hay detrás de la muleta y es muy peligroso: se ha convertido en un animal asesino. Tampoco lo podían indultar para dejarlo como semental de la ganadería: ése es un honor reservado solamente para aquellos que han demostrado tanta nobleza y bravura durante la media hora escasa que ha estado en la arena, que al llegar el momento de matarlo todos los asistentes comprenden que hacer eso sería una verdadera lástima, pudiendo emplearlo en producir una casta tan brava como la que ha demostrado tener el animal. Pero éste no era el caso aquella tarde en la plaza de toros de Algar, en donde el honorable público asistió, asombrado, al fusilamiento del toro por la Guardia Civil.

Entre los peones que ayudaban aquel día en la tienta estaba Juan el Manco. Éste era un hombre muy solicitado, porque trabajaba muy bien con el yeso, revistiendo las paredes y los techos de las casas con ese material. Lo habían contratado para una obra en el cortijo, pero el mayoral lo mandó aquel día a la tienta para ayudar a los vaqueros. Cuando no tenía trabajo como albañil, el Manco trabajaba en cualquier cosa: en el contrabando, vendiendo alimentos por las casas del campo, o como furtivo. Por eso no le importó ayudar en la tienta de los toros: quería quedar bien con el amo, para que se acordase de él cada vez que necesitara hacer obras en su casa.

Hasta su misma casa del cerro –la primera entrando en Algar por la vereda del Pozo de Manolo– llegaban los porteadores de tabaco. Desde su casa podía ver a casi todo el pueblo: la plaza, la iglesia y sus calles adyacentes. Desde su casa también se distribuía el tabaco a otros dos puntos de venta: uno en la calle del Llano, el otro en una travesía de la calle Palomar, detrás mismo de la iglesia.

Cuando llamaban al Manco para trabajar ya sabían que contrataban a un hombre que fumaba mucho, que bebía más que fumaba y que hablaba más que trabajaba; pero su trabajo quedaba bien hecho. El Manco presumía, siempre que se le presentaba la ocasión, de ser un tío que era llamado muy a menudo por la gente rica del pueblo, que lo contrataba para todo. Era normal que así sucediera: los ricos eran los únicos que podían permitirse eso. La mayoría de los algareños sólo se preocupaban de sobrevivir cada día, por eso era normal oír la frase que pronunciaban cada noche en sus hogares: «Hoy hemos comido; mañana, Dios dirá».

Algunos días después de haber acabado la obra en el cortijo vino el hombre con las alforjas del tabaco y le invitó a entrar en su casa, hizo el recuento de las pastillas de «Jorge Russo» y le pagó. Como no podía ser menos, Juan comenzó a presumir de haber hecho un trabajo para uno de los hombres más ricos de pueblo. Según dijo el contrabandista unos años más tarde, el Manco le dijo: «Es un hombre que nada en dinero, que paga al contado y enseguida. Además, me ha pagado unos jornales sin hacer prácticamente nada, ayudando a sus vaqueros en la tienta del ganado. Tiene mucha gente trabajando para él durante todo el año. Su hijo, Pedrito González, es ya un hombrecito. Cuando no tiene colegio, va él solito a controlar las cuadrillas de jornaleros, montado en su caballo jerezano. El niño sólo tiene trece años, ¡y hay que ver lo listo que es!».

Esta conversación iba a producir muy pronto un cambio brusco en la vida de muchas personas del pueblo. Entre ellas, las del propio Manco.

–¿Te refieres a la historia esa del secuestro que me contaste una vez? –dijo Manuel.

–¿Qué secuestro, abuelo?

–El de mi amigo Pedrito González, el hijo del amo del cortijo de Guadalupe. Pero eso no te lo voy a contar ahora, porque ya has visto cómo se ha puesto tu madre conmigo por hablarte de Algar… Luego veremos. ¡Venga! Vámonos a casa. ¡Hasta luego, Manuel!

Rebeca le hizo un ademán con la mano a Manuel y se fue con su abuelo en dirección a su casa.

Capítulo 11

A
l llegar a su casa, Miguel y su nieta encontraron a Lucía hablando por teléfono. Y parecía enfadada, a juzgar por el tono de su voz. Al verlos llegar, Lucía cortó la conversación con su interlocutor diciendo:

–Bueno, tú verás lo que haces. Mañana te llamo. Un beso.

Lucía colgó el teléfono y le dijo a su padre:

–Vamos a cenar hoy solos; no viene nadie. ¿Estás contento? Jorge dice que le ha surgido no sé qué problema. Yo creo que te teme. Es igual; él se lo pierde.

–Pues, ¡mejor! Así estaremos más tranquilos –contestó el abuelo.

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