Si mataban al niño le echarían la culpa a él, por haber actuado antes de haber recuperado sano al niño. Quizás hubiera debido esperar a que hubiesen pagado el rescate y haber perseguido luego a los bandidos; pero ¿quién le aseguraba que una vez hubieran cobrado el dinero iban a dejar libre a Pedrito? Lo más seguro era que lo retuvieran para asegurar la retirada. De cualquier manera, ahora estaba convencido de que el señorito Pedro no saldría vivo: al llamar a la Comandancia le había negado al chico cualquier oportunidad de escapar. Lo había condenado.
Pasaban unos minutos de las nueve cuando el sargento escuchó el sonido del coche de línea de Los Amarillos, que subía penosamente la cuesta que lo llevaría hasta la explanada de la plaza de toros, donde finalizaba el viaje. El coche consiguió subir con la primera velocidad metida y revolucionando a tope su viejo motor, dando fuertes balanceos a cada bache. El vapor que salía por el orificio de llenado del radiador era un auténtico géiser.
Una docena de pasajeros descendió del coche. El revisor, un señor gordo y bizco, llamado Miguel Venegas, se aferró al mostrador de la cantina, mientras otro empleado se subía encima del coche para bajar los equipajes que se hallaban atados en la baca del vehículo.
–Pon lo de siempre –le dijo Venegas al cantinero; luego, dirigiéndose a los clientes habituales de la cantina, que esperaban cada noche la llegada del autocar para enterarse de quién viajaba y el porqué del viaje, dijo–: Parece ser que hay maniobras militares por aquí: ahí abajo, en La Perdiz, hay tres camiones de soldados y un turismo con guardias civiles…
¡Aquello sí que era una noticia para los parroquianos de la cantina! Enseguida comenzaron las especulaciones sobre las maniobras, y siguieron tomando copas más tiempo del habitual. Hasta que pudieron ver, asombrados, la llegada del convoy de camiones precedidos por un turismo negro, de la marca Citroën, que llevaba una rueda de repuesto en la parte trasera. Se trataba de un ejemplar descapotable del moderno 11 T de cuatro cilindros, que sumaban una cilindrada total de 1’9 litros. Tenía tracción delantera y amortiguadores independientes en las cuatro ruedas. La casa Citroën había revolucionado el mundo del automóvil cuando presentó el prototipo, poco antes de la guerra.
Los tres camiones y el turismo se alinearon delante del cuartel. Del Citroën bajó un comandante y dos guardias civiles; el conductor, que vestía el uniforme de capitán del Ejército, se dirigió detrás de ellos hacia el cuartel de la Benemérita. Entraron todos en el edificio y saludaron al sargento José Córdoba. Éste estaba atónito viendo los camiones de soldados, aquello le parecía enormemente desproporcionado. ¿Es que había guerra otra vez? ¿Cómo es que él no se había enterado? El comandante lo sacó de sus pensamientos cuando extendió un mapa sobre la mesa de su despacho y le preguntó, señalando un lugar en el plano:
–El secuestro se ha realizado en un punto entre el molino y el cortijo, ¿verdad?
–Eso creo, mi comandante –contestó el sargento.
–En todo caso, los maquis no se habrán podido alejar mucho de la zona. Más bien deben permanecer cerca del lugar, pues no es lógico que se alejen mucho si tienen que volver con el niño para cobrar el rescate. Yo creo que se hallan por aquí.
El comandante señaló un círculo en el mapa que abarcaba unos diez kilómetros de diámetro, cuyo centro era el Molino de Santa Ana, y que alcanzaba al mismo pueblo de Algar, al Oeste; al cortijo de Guadalupe y el Rotijón, al Norte; al arroyo del Caballo y La Jarda, al Sur; la loma de la Gitana y el cruce de Puerto Galiz, al Este.
–Sargento, usted continuará con su rutina como si no pasara nada; efectuará los relevos de los cortijos, para que nadie sospeche, y seguirán a don Manuel con precaución si sale de su casa. ¿Entendido?
Ante la respuesta afirmativa del atribulado sargento, el comandante se dirigió al capitán del Ejército:
–Usted rodeará toda esa zona montañosa, desde La Jarda hasta el Rotijón; registren cada palmo del monte, cercándolo cada vez más para cogerlos en medio. Yo iré con mis hombres hasta Puerto Galiz, donde me esperan ya otros seis guardias, y controlaremos todos los cruces de carreteras hasta Cortes.
Mientras ocurría todo esto en el interior del cuartel, un numeroso grupo de personas se había concentrado en la explanada. Habían rodeado a los camiones de soldados y al coche de los oficiales, especulando sobre las maniobras los unos; sobre el modelo del turismo los otros.
La noticia corrió por todo el pueblo, y llegó hasta la casa de un hombre llamado Pepe el Cabrero, que también vivía en el cerro y era vecino del arriero del molino y de Juan el Manco. Diez minutos tardó el hombre en preparar su macuto y salir de la casa con paso ligero en dirección del cortijo de la Mesa, cuyas tierras limitan con el río Majaceite, al sur de Algar. Cuando llegó a la Mesa, comenzó a bajar la pendiente que lo llevaba hasta el río y llegó hasta una pequeña huerta que se hallaba a mitad de la cuesta; allí torció hacia Cortes, a la izquierda, y se fue por una vereda que lo condujo hasta la garganta del río, que atravesó pasando por encima de un tronco que unía las dos orillas. A media noche estaba en el arroyo del Caballo, en el lugar donde se hallaban los caballos de Pedrito y su mayoral.
Había caminado unos ocho kilómetros atajando por la vereda, sin pasar por el puente de Picao y sin tocar apenas la carretera. Se sorprendió al reconocer al hombre que cuidaba los caballos: era su vecino el Manco.
–Y
a sé, abuelo: ese Manco era el albañil del cortijo, pero ¿qué hacía allí?
–Estaba ayudando a los maquis, era el espía que tenían en Algar. Pedro Antúnez fue a verle, ¿recuerdas? Pon atención a todo lo que sigue y no me cortes, que si no te harás un lío:
Desde lo alto de la colina en que se iniciaba el arroyo vieron las luces de los tres camiones, precedidas por el haz de luz amarilla de los cuatro faros del Citroën, en el que ahora solamente viajaban el comandante y sus dos guardias. No esperaron más, dejaron allí los caballos y se apresuraron a cruzar por el monte en dirección de la loma de la Gitana, en la que estaba el resto del grupo de maquis. Había buena luna, pero lo intrincado del terreno y el miedo que les atenazaba hacía muy difícil la marcha. Tardaron casi dos horas en llegar al lugar en donde dormían los hombres y el niño, mientras uno de ellos montaba la guardia.
LOMA DE LA GITANA, 1º DE AGOSTO, 2:00 HORAS
–¿Qué pasa? –les preguntó el jefe del grupo al ver llegar a los hombres tan alterados.
–Han llegado camiones de soldados al cuartel de Algar, y han pasado por delante del arroyo del Caballo –dijo el Manco.
–Algo ha pasado –dijo el jefe–. Tratan de cercar la zona para que no se escape nadie después de recoger el dinero. Vamos a marcharnos de aquí antes de que nos rodeen; el niño nos servirá de rehén.
Pedrito se despertó y se sentó encima de la manta que le servía de colchón; se preguntó qué pasaba, al ver a todos levantados y recogiendo sus cosas.
–Vamos, niño, espabílate que nos vamos –le dijo un hombre cogiéndole por un brazo.
Entonces recomenzó el martirio para el chiquillo. Él no estaba acostumbrado a caminar por el monte; menos aún de noche. Frecuentemente tropezaba y se caía. Entonces era levantado por un fuerte tirón del brazo que le sujetaba férreamente su guardián. Pinchazos, arañazos, torceduras de tobillos… todas aquellas desgracias parecían haberse confabulado para ensañarse con él, sin que sus quejas y su llanto consiguieran detener al grupo de hombres, quienes continuaban corriendo por el monte, acostumbrados a ello después de tantos años viviendo como lobos en ese hábitat. A veces tropezaban con las alambradas de espinos que marcan los límites de las haciendas. Los hombres pasaban fácilmente entre ellas, pero el niño se dejaba jirones de su piel entre las púas de los alambres. Pedrito chillaba de dolor; pero ellos no se detenían, porque querían salir de aquella zona y alcanzar la sierra antes de que amaneciera: de día sería muy difícil caminar sin ser visto.
–Nos iremos al refugio de la sierra del Aljibe –dijo el jefe del grupo–. Allí estaremos hasta que las cosas se tranquilicen. Al niño lo dejaremos en la carretera. Cuando los soldados lo encuentren, quizás abandonen su búsqueda y nos dejen en paz.
Eran las cinco de la mañana cuando comenzaron a bajar la ladera del monte. Llegaron a un claro entre los árboles en donde había un peñasco y el jefe de los maquis se subió a él, sacó unos prismáticos y observó el paisaje que le rodeaba: abajo, a unos doscientos metros del peñasco, se hallaba la carretera. Siguió la línea de ésta hacia la derecha y se paró en un punto situado a unos dos kilómetros del cruce de Puerto Galiz: había un camión con las luces encendidas, del cual se estaban bajando soldados armados que se colocaban en línea en el borde de la carretera, mirando hacia el monte, a las lomas donde ellos estaban. Se separaron entre sí, dejando treinta metros, más o menos, entre soldado y soldado, formando una larga fila, y comenzaron a subir al monte como si se tratara de una cacería, cubriendo una zona de unos trescientos metros.
No vio ningún otro camión, ni al turismo que los acompañaba, según le habían dicho los vigías. El jefe dirigió sus prismáticos hacia la izquierda: sólo se podía ver un espacio de algo más de un kilómetro; luego, la línea blanca de la carretera de Cortes se perdía en una curva.
Estaba clareando ya; poco a poco tomaban forma las cosas: la carretera, las encinas, el cruce de carreteras, las paredes blancas de la venta de Puerto Galiz… Dentro de poco sería imposible cruzar la pista sin ser vistos. El jefe bajó del peñasco y les dijo a sus hombres:
–Hay que continuar. ¡Deprisa! Están subiendo a la montaña a un par de kilómetros de aquí.
El jefe se lanzó a correr cuesta abajo y todos le siguieron en el descenso hacia la carretera. El niño cayó, agotado; respiraba muy deprisa, como si le faltara el aire. Un hombre lo cogió y se lo cargó al hombro, igual que a un saco, y continuó bajando la ladera del monte tras los otros. Juan el Manco iba delante de todos: no quería que el chico le viese la cara; luego, viendo que eso sería inevitable cuando amaneciera, se lo comentó al jefe, que corría a su lado, y éste le dio un pañuelo grande y le dijo que se cubriese el rostro, atándoselo en la nuca. Así continuaron corriendo hasta llegar a la carretera.
Al llegar a la cuneta observaron el camión parado a lo lejos; ya no podían atravesar la calzada sin ser vistos: los soldados estarían ya en la colina y desde arriba podían verlos. Además, habrían puesto vigilancia en todos los caminos, desde Puerto Galiz hasta Alcalá.
–Vamos a seguir la carretera hacia Cortes, andando por la cuneta y pegados al monte. Al menor ruido nos meteremos dentro del matorral. Avanzaremos todo lo que sea posible antes de que amanezca; luego nos ocultaremos para descansar –decía el jefe mientras iniciaba la marcha, colocándose en cabeza de fila.
Un rato antes, mientras ellos bajaban los doscientos metros que los separaban de la carretera, los soldados iniciaban la subida al monte por un lugar situado a dos kilómetros a la derecha de los maquis. Caminaban muy despacio, aunque eran veteranos y acababan de realizar unas maniobras en el Retín, y dos meses antes en Zaragoza, donde estuvieron simulando una verdadera guerra –con fuego real– en una zona reservada exclusivamente para uso militar. Allí, el terreno era muy diferente: apenas si tenía árboles, todo era tierra yerma, desértica, pisoteada y molida por los tanques, llena de agujeros causados por los proyectiles de los cañones, aviones y morteros. Pero ahora era distinto: no se veía la tierra, ni siquiera a la profundidad que se hallaba el suelo firme, bajo aquella espesa capa del sotobosque.
Cuando llegó a la carretera, el hombre que llevaba al niño sobre el hombro se lo descargó, dejándolo de pie en el suelo. Fue entonces cuando Pedrito se quedó mirándolo y lo reconoció:
–¡Pepe «el Cabrero»! –exclamó asombrado; luego se abrazó a él, implorando–. Pepe, sálvame. Llévame a mi casa, por favor… ¡Sálvame…!
El zagal se agarraba al hombre y no lo dejaba caminar; los otros se detuvieron al ver la embarazosa situación.
–Déjalo que se vaya –dijo el hombre que le había curado sus heridas la noche anterior.
–No, todavía no –dijo el jefe–. Están muy cerca los soldados y nos encontrarían en seguida: él les indicaría el camino que llevamos. Vamos hasta la curva y entonces lo dejaremos. Para entonces los soldados ya estarán en lo alto de la loma y, mientras lo ven y recorren los tres kilómetros que habremos puesto entre ellos y nosotros, ya habremos tenido tiempo de ocultarnos.
Continuaron caminando por la cuneta de la carretera, pegados al monte. El niño insistía en rogarle al Cabrero que lo dejase marchar:
–Pepe, por favor, deja que me vaya, o llévame tú a mi casa. Yo les diré a todos que tú me has encontrado por la carretera. ¡Anda, Cabrero…! Por favor… –el chico gimoteaba agarrado a la cintura del hombre. Éste, viendo lo que se le venía encima, no aguantó más y lo empujó hacia un lado con tal ímpetu que el niño se cayó al suelo de espaldas. Los maquis se detuvieron.
–Escuchen ustedes, señores: yo he venido a avisarles de lo que sucedía en Algar, de los camiones y los guardias; yo ya he cumplido con el trato. Ahora no puedo volver al pueblo, porque el niño este me conoce. ¿Ahora qué…?
–Te podías haber vuelto desde el arroyo cuando nos avisaste de lo que sucedía. Nadie te pidió que vinieras hasta el refugio –le contestó uno.
–Vine para ayudaros a escapar. Yo conozco los caminos que llevan al mar; pero ahora el niño me conoce y, aunque vosotros escapéis, yo estoy acabado: me detendrán.
–No hacía ninguna falta que vinieses, ya tenemos un guía, y además, nosotros también conocemos todos los caminos que llevan al mar. Debiste cumplir lo que se te había ordenado y volver al pueblo. Ahora, si quieres, puedes venirte con nosotros.
–No; a mí no me buscan. Yo tengo mi casa, mi familia y mi trabajo en Algar.