Julio, el encargado del botiquín, nunca estuvo de acuerdo en realizar el secuestro, pero la mayoría del grupo votó a favor. Él hubiera preferido efectuar un atraco, como el que protagonizaron dos meses antes él y otro hombre, llamado Pedro Loriguillo.
Aquel día, cuando llegó a la estación de Jimena el tren procedente de Algeciras, se abrió la puerta del vagón postal y los empleados de Correos bajaron un cofre de acero y lo colocaron sobre un carrito. La pareja de guardias civiles que esperaba en el andén se acercó a ellos para escoltarlos. Los dos empleados se dirigieron hacia la oficina de la estación empujando el carro; un guardia se colocó delante y el otro detrás, con las armas en las manos, protegiendo a los hombres. Una vez depositado el cofre en la oficina ferroviaria de Correos, los empleados recogieron el recibo firmado de la entrega de la caja y el saco que contenía el correo de Jimena, luego volvieron al vagón.
Durante los escasos cinco minutos en que se quedó abierto el furgón postal, y mientras los guardias acompañaban a los funcionarios dentro de la estación, Julio y Loriguillo salieron del monte que se hallaba situado frente a ésta, atravesaron la vía, subieron los peldaños de acceso de un vagón y bajaron por el otro lado al andén. Se acercaron con naturalidad al furgón del correo y subieron a él. ¡Todo había durado dos minutos!
Dentro del coche encontraron a un hombre de unos cincuenta años sentado ante una mesa y anotando cosas en un libro. Cuando alzó la vista, creyendo que llegaban sus compañeros, se encontró con dos hombres que le apuntaban con una pistola cada uno. Tenían un dedo sobre los labios, indicándole que guardase silencio. El empleado obedeció, levantó los brazos y se puso en pie. Guardaba una pistola en el cajón del escritorio, pero no tuvo valor para arriesgarse a cogerla: no le habrían dado tiempo a usarla. Era del mismo modelo que aquéllas que le apuntaban: una Luger alemana, provista de un cargador de nueve balas. El funcionario no quiso jugar a los héroes, pues nada de lo que allí había le pertenecía, después de todo.
–No diga nada y no le pasará nada –dijo Pedro Loriguillo–. Actúe con normalidad en todo momento. Siga usted escribiendo.
Esperaron unos minutos hasta que escucharon a lo otros hombres que venían con el carrito y el saco del correo.
–¡Ea! ¡Hasta la vista! –le dijeron a los guardias–. Nosotros continuamos con el reparto.
El jefe de la estación levantó la banderita y tocó el silbato; los empleados de Correos cerraron la puerta; el tren, después de avisar a los pasajeros con un estridente y largo silbido, se puso en marcha lentamente, escuchándose los fuertes y acompasados resoplidos que daba la locomotora al arrastrar penosamente al convoy.
Cuando los dos empleados entraron en el compartimento en el que se hallaba el correo, se encontraron con una pistola a cada lado de la puerta que les estaban apuntando.
–Pongan todo el dinero que haya en el coche en estas bolsas –les dijo Julio.
–El dinero está en esas cajas de hierro. Cada una tiene el nombre de su lugar de destino. Están cerradas con candados y no tenemos las llaves… –contestó el encargado.
–¿Cómo que no tienen ustedes las llaves? ¿Esperan que me trague eso?
–Una llave la tiene el banco que envía el dinero; la otra la tiene el cliente, que generalmente es una sucursal del mismo banco. Nosotros sólo las llevamos de un sitio a otro.
–Bueno, pues, ¡rompan los candados! Y no me pregunten cómo, que no soy ningún carajote. Antes de que se detenga el tren en la próxima estación habremos saltado por el terraplén con el dinero, con su colaboración o sin ella. No queremos llamar la atención de los guardias con disparos, pero si tenemos que disparar lo haremos. ¡Ustedes eligen!
Entonces, el hombre que estaba sentado en el escritorio le dijo a uno de sus ayudantes:
–Coge un cincel y el martillo y rompe los candados, Manolo.
El aludido corrió hacia una caja de herramientas, agarró las que le habían dicho y abrió el candado, dando unos golpes en las esquinas del artilugio; luego hizo lo mismo con las restantes cajas del compartimiento, cuatro en total. Sacaron las bolsas con las monedas y los fajos de billetes de distintos valores que guardaban dentro y los metieron en unas bolsas que llevaban los pistoleros.
–Ahora abran la puerta del vagón –ordenó Loriguillo.
Un empleado obedeció, y el bandolero se asomó y miró hacia ambos lados del tren. El coche en el que estaban era el penúltimo; detrás estaba el furgón de los paquetes, cajas y cartas que habían sido enviadas desde Algeciras a diferentes destinos de España. Delante iban cuatro vagones de pasajeros y la máquina de vapor, que lanzaba una espesa y negra humareda hacia atrás, llenando de pequeñas partículas de carbón los ojos de los viajeros que estaban mirando el paisaje asomados a las ventanillas.
Se estaban acercando a un túnel, tal como habían previsto los asaltantes al proyectar el atraco. Unos doscientos metros antes de llegar a la entrada, Loriguillo le dijo a su compañero:
–Prepárate; enciérralos en la oficina –luego miró a los tres funcionarios, que le miraban asustados, y les dijo–: Al primero que abra la puerta le pueden pasar dos cosas: que lo haga antes de tiempo, en cuyo caso recibirá dos tiros; que cuando abra la puerta ya nos hayamos ido, entonces no le sucederá nada. Así que ya lo saben, ¡ustedes sabrán lo que hacen!
Julio cerró la puerta y se asomó al exterior. El tren subía la cuesta muy despacio, a unos treinta kilómetros hora. Los dos atracadores pusieron los pies en el estribo, agarrados al quicio de la puerta. A unos cincuenta metros del túnel saltaron, después de arrojar las bolsas del dinero, y rodaron por el terraplén hasta que los detuvo la vegetación de las orillas del río Guadiaro. Ellos estaban acostumbrados a caer desde los camiones y trenes en marcha, por eso se levantaron sin ningún daño y fueron a recoger los sacos; luego desaparecieron en el monte.
Al entrar el tren en el túnel, los empleados de Correos tiraron de la palanca de alarma y el convoy comenzó a frenar, chirriando y lanzando chispas sobre la vía. Cuando por fin se detuvo, a dos kilómetros del lugar del atraco, se armó el caos: el tren había salido de un túnel, pero pocos metros después entró en otro. Cuando se detuvo finalmente había tres vagones dentro del túnel y otros tres fuera, entre los cuales se hallaba el furgón de Correos. El túnel era un infierno: la locomotora continuaba echando aquel humo negro y denso que se dirigía hacia atrás, sobre los vagones de pasajeros; éstos cerraron rápidamente las puertas y las ventanas. Los guardias civiles y los ayudantes del maquinista quisieron bajarse, pero desistieron: el túnel se había convertido en una cámara de gas, el humo era asfixiante, provocaba tos y lágrimas. Un guardia le ordenó al maquinista:
–¡Saque el tren del túnel! Hacia atrás o hacia adelante; pero sáquelo. ¡Ya!
El tren comenzó a moverse despacio, hasta que hubo salido completamente del agujero. Cuando los guardias pudieron por fin enterarse de lo que había sucedido en el vagón postal ya había pasado casi una hora desde el atraco, y los bandoleros estaban a casi cuatro kilómetros del lugar en que se hallaba el tren.
Los dos atracadores caminaban deprisa. No conocían el valor del botín, sólo sabían que dentro de las bolsas llevaban muchos billetes.
Los empleados de Correos estaban temiendo ahora las posibles sanciones y las broncas de sus jefes. Conocían el dicho popular: «A perro flaco todo se le vuelven pulgas».
Cuando Pedro Loriguillo y Julio, el encargado del botiquín, llegaron al refugio de la sierra del Aljibe, cerca del pico de Canuto Largo, y vaciaron las bolsas de su contenido, los doce hombres que componían el grupo de maquis aplaudieron: sobre la mesa había veintiocho mil pesetas. Aquello suponía el valor del precio total del viaje para tres de los presentes. Ahora esperarían unos días hasta que el revuelo causado por el atraco se aplacase; luego intentarían otro golpe, hasta conseguir el dinero necesario para el viaje de los restantes miembros del grupo.
–¡E
spera un poco, abuelo! A ver si lo entiendo: ¿los maquis hacían todas esas cosas para recaudar el dinero que les permitiría irse de España? Entonces, ¿por qué no atracaron más trenes en lugar de secuestrar a Pedrito? ¿Qué iban a hacer con él?, ¿por qué no lo soltaban ya, si se habían dado cuenta de que habían fracasado?
–El comandante Abril lo quería soltar, espera un poco, sé paciente y escucha:
El comandante del grupo se despertó y miró su reloj: las seis de la tarde. Habían dormido durante cuatro horas, agotados como estaban. En el caso de que los estuvieran siguiendo, la ventaja que les llevaban se había reducido a sólo dos horas. De pronto el comandante palideció: ¡los camiones! Había olvidado que sus perseguidores disponían de camiones, que podían llegar hasta allí en poco tiempo y rodear el lugar donde se encontraban. «Por otro lado, es improbable que se les ocurra venir hasta aquí: con la cantidad de montañas que nos rodean y con un cruce de carreteras que van en todas las direcciones, ¿por qué iban a hacerlo?» Bernabé se tranquilizó y comenzó a despertar a sus compañeros.
–Bueno, vamos a seguir. Estamos ya en la provincia de Málaga, a unos cinco kilómetros de Cortes y a ocho del cruce de Ubrique. Vamos a llegar hasta la mina; allí estaremos varios días, hasta que todo esto se calme. Olvidemos este fracaso. Lo intentaremos otra vez de forma distinta –el jefe recogió sus cosas y se levantó; sus hombres le imitaron.
–¿Una mina has dicho?, ¿conocéis una mina por aquí? –preguntó el Manco.
–Bueno, lo que se dice una mina… no lo es. Es una gruta, donde hay un manantial de agua. Al hervirla mancha los recipientes de un color rojizo, lo mismo que a las rocas que baña. Tiene un fuerte sabor a hierro: debe de atravesar alguna veta importante de ese mineral. Sin duda que no le interesa a nadie explotar el yacimiento: no resultaría rentable, por lo inaccesible del terreno para transportar el mineral extraído. También puede ser que las autoridades ignoren que existe esa veta –le contestó el comandante.
–Teniendo agua y comida, podemos aguantar allí varios días –dijo el hombre del botiquín–. Bajando el monte hay una casa con vacas y cerdos; no nos faltará la carne. Además, sólo estaremos a unos ocho kilómetros de la línea férrea. Muy pocos, teniendo en cuenta que serían cuesta abajo.
El jefe se detuvo delante del Cabrero y, mirándole cara a cara, le preguntó:
–¿Entonces qué?, ¿te vienes o te quedas?
–No, yo me quedo aquí –contestó el aludido.
El jefe no dijo nada; luego se dirigió al hombre del botiquín y, señalando al niño, le dijo:
–Julio, cógele tú ahora un ratito. Le dejaremos en la carretera.
El hombre cogió con cuidado al zagal y se lo echó a cuestas, iniciando el descenso del monte. La carretera tenía una curva a la derecha, a unos cien metros del lugar donde se hallaban. Era la misma curva que ellos habían evitado anteriormente, al subir recto por el atajo hasta el lugar en el que habían estado descansando. Media hora más tarde dejaban al chiquillo en la carretera y, señalando la dirección contraria a la que llevaban ellos, le dijeron:
–Mira, chiquillo: siguiendo la carretera hacia allí se va a Algar. Tú ve despacito, hasta que alguien te encuentre. Cuando llegues al cruce de Ubrique, entras en la venta y pide que llamen a tus padres.
Le dieron de beber agua de una cantimplora y le dejaron marchar. El niño se fue hacia la curva, a la derecha; los hombres en la dirección opuesta, hacia Cortes. Pedrito sacó fuerzas para poder andar, le dolía todo el cuerpo. Dio treinta pasos y se volvió: los maquis habían desaparecido. Continuó caminando despacito, le dolía mucho la espalda y las piernas, sobre todo las piernas: tenía algunos arañazos infectados. De vez en cuando se detenía y se volvía para ver si venía alguien que pudiese ayudarle, pues casi no podía moverse; pero no, no pasaba nadie por aquella carretera desierta y perdida entre montañas pobladas de alcornoques, esos árboles de troncos gruesos y rugosos, cuyas cortezas se recortaban por partes iguales cada seis años y se transportaban en mulas y carretas hasta la carretera, en donde las esperaban los camiones para llevarlas hasta su destino: las fábricas de tapones, cajas y placas de corcho.
Pedrito observó que el camino desaparecía a unos cientos de metros por ambos lados: estaba en la mitad de la curva. Tenía mucha sed y dolor de cabeza; se tocó la frente y la notó muy caliente. «Creo que tengo calentura», dijo en voz alta, como si estuviera acompañado por alguien. Se notaba cansado y un poco mareado. Se preguntó si no sería mejor descansar. «Sí, descansaré un poco, quizá pase alguien mientras». Luego cambió de opinión: «No puedo esperar, debo de llegar al cruce antes de que oscurezca, no quiero estar solo de noche en estos parajes». Continuó andando hasta llegar al final de la curva, al mismo lugar en que los maquis habían dejado la pista para atajar camino subiendo recto al monte, en cuya cima estuvieron descansando durante unas horas. Pedrito había tardado casi dos horas en recorrer los dos kilómetros de carretera que había desde donde le habían dejado marchar hasta el punto en que se hallaba ahora. «Mejor hubiera sido que me hubiesen dejado allí arriba, a sólo unos cien metros de aquí: a estas horas ya habría llegado al cruce», pensó el chico mirando la larga línea recta de la pista que llegaba hasta el cruce de Ubrique, en donde podía pedir ayuda. Hacía calor, el Sol le molestaba al mirar adelante; lo tenía de frente. Miró hacia arriba, al lugar donde había estado durmiendo, y donde se había quedado el Cabrero. Inició la caminata hacia la venta del cruce, renqueando, aguantando el dolor que le producía cada paso que daba, y la sed. Tenía los labios agrietados y sentía la boca seca, pegajosa…
De pronto vio moverse algo entre las retamas de la cuneta. El niño se detuvo, atemorizado. «Puede ser alguna fiera del bosque…», pensó. Pero se equivocó: fue el Cabrero quien salió del matorral y se plantó en medio de la calzada. Llevaba su mochila en una mano y se quedó mirándole. Al verle, el niño sintió una gran alegría: «¡Estoy salvado!», pensó mientras aceleraba el paso, cojeando y aguantando las punzadas de sus heridas.