Había cambiado muy poco. Seguía llevando un monóculo negro y su hombro derecho parecía un poco más tieso.
Se alteró al reconocer al comisario y volvió la cara.
—¿Le han dejado volver sus padres?
—Mi madre ha muerto. He heredado.
La limusina en la que esperaba un elegante chófer, y que estaba estacionada a cincuenta metros de la cárcel, era suya.
—Y, pese a todo, ¿sigue empeñado?
—Me he instalado en París.
—¿Para venir a verla?
—Es mi esposa.
Y su único ojo acechaba el rostro de Maigret con la angustia de leer en él ironía, o tal vez compasión.
El comisario se limitó a estrecharle la mano.
En la cárcel de Melun, dos mujeres que parecían amigas inseparables llegaron juntas a una visita.
—¡No es un mal tipo! —decía la mujer de Oscar—. Es incluso demasiado bueno, demasiado generoso. Da veinte francos de propina a los mozos de café. Eso es lo que le ha perdido. ¡Eso y las mujeres!
—Mi marido —decía Madame Michonnet—, antes de conocer a esa criatura, no habría estafado ni un céntimo a un cliente. Pero la semana pasada me juró que ya no pensaba en ella.
En la zona de Máxima Seguridad, Guido Ferrari pasaba sus días esperando que llegara su abogado trayéndole el indulto. Pero una madrugada se presentaron cinco hombres y se lo llevaron mientras él pataleaba y vociferaba.
Rechazó el cigarrillo y el vaso de ron, y escupió al capellán.