Había un gallinero lleno de gallinas blancas que picoteaban el suelo cubierto de gruesos granos amarillos de maíz. El gato se había subido al antepecho de una ventana y sus ojos brillaban en la penumbra.
—Levántese.
—¿Qué van a hacerme? ¿Quién ha disparado?
Era lastimoso. Tenía cerca de cincuenta años y lloraba como una niña. Se sentía tan desamparada que, cuando se hubo levantado y Maigret, con un gesto maquinal, le palmoteó el hombro, ella casi se echó en sus brazos, o, al menos, recostó su cabeza sobre el pecho del comisario y se agarró a la solapa de su chaqueta gimiendo:
—¡Yo no soy más que una pobre mujer! ¡He trabajado toda mi vida! Cuando me casé, era cajera del hotel más importante de Montpellier…
Maigret la apartó, pero no sabía cómo poner fin a sus lastimeras confidencias.
—Más me habría valido seguir donde estaba. Allí me tenían bien considerada. Cuando me fui, recuerdo que el dueño, que me apreciaba mucho, me dijo que yo echaría de menos su hotel. ¡Y es cierto! Me he matado trabajando… —Se hecho a llorar de nuevo. La visión de su gato reavivó su desgracia—. ¡Pobre
Mitsú
! ¡Tú tampoco tienes la culpa de nada! ¡Ni mis gallinas, mis cuatro cosas, mi casa! Mire, comisario, creo que si me pusieran delante a ese hombre, sería capaz de matarlo. Lo presentí todo desde el primer día en que lo vi. Me bastó su ojo negro…
—¿Dónde está su marido?
—¿Cómo quiere que lo sepa?
—Se fue anoche, muy pronto, ¿verdad? Exactamente después de mi visita. Estaba tan enfermo como yo.
Ella no supo qué contestar. Miró ansiosa a su alrededor, como buscando ayuda.
—Es verdad que tiene gota.
—¿La señorita Else ha estado aquí?
—¡Jamás! —exclamó indignada—. Yo no quiero criaturas como ésa en mi casa.
—¿Y Oscar?
—¿Lo ha detenido?
—¡Casi!
—Lo tiene bien merecido. Mi marido jamás debió tratar con personas que no son de nuestro mundo, que carecen de educación… ¡Ah, si nos escucharan a nosotras, las mujeres! Dígame, ¿qué cree que va a ocurrir? Oigo disparos a cada momento. Si a mi marido le ocurriera algo, ¡creo que me moriría de vergüenza! Sin contar con que soy demasiado vieja para ponerme de nuevo a trabajar.
—Vuelva a su casa.
—¿Qué debo hacer?
—Beba algo caliente. Espere. Duerma, si puede.
—¿Dormir? —Y tras esta palabra comenzó un nuevo diluvio de quejas, otro ataque de lágrimas, pero que la buena mujer tuvo que finalizar por su cuenta porque los dos hombres ya habían salido.
Maigret, sin embargo, retrocedió y descolgó el teléfono.
—¡Oiga! ¿Arpajon?… ¡Policía! ¿Quiere decirme qué comunicación pidieron desde esta línea durante la noche?
Tuvo que esperar unos minutos. Al fin obtuvo la respuesta.
—Archives 27—45. Es un gran café de la Porte Saint-Martin.
—Lo conozco. ¿Ha habido otras llamadas desde la Encrucijada de las Tres Viudas?
—Un momento. Sí, desde la gasolinera me pidieron comunicación con las gendarmerías de…
—¡Gracias!
Cuando Maigret alcanzó al inspector Grandjean en la carretera, comenzaba a caer una lluvia fina como la niebla. El cielo se volvía blancuzco.
—¿Entiende usted algo, comisario?
—Más o menos.
—Esta mujer hace teatro, ¿no es cierto?
—Es de lo más sincera.
—Su marido, sin embargo…
—Esa es otra historia. Un hombre honrado que se ha estropeado. O, si lo prefieres, un canalla que había nacido para ser un hombre honrado. ¡Y un tipo complicado! Se devana los sesos durante horas para hallar un medio de salir del atolladero, organiza planes complicadísimos, y desempeña su papel a la perfección. Y aún no sabemos qué lo decidió, en un momento determinado de su vida, a convertirse en un canalla, por decirlo de algún modo. En fin —añadió Maigret—, tampoco sabemos qué ha podido tramar para esta noche.
El comisario llenó su pipa y se acercó a la verja de las Tres Viudas. Había un agente de guardia.
—¿Nada nuevo?
—Creo que no han encontrado nada. El jardín está rodeado. De todos modos, no hemos visto a nadie.
Los dos hombres dieron la vuelta al edificio, que se volvía amarillento en el claroscuro y cuyos detalles arquitectónicos empezaban a dibujarse.
El salón estaba tal como lo encontró Maigret cuando entró por primera vez: en el caballete seguía el diseño de grandes flores carmesíes para una tapicería. Sobre el fonógrafo, un disco lanzaba reflejos en forma de diábolo. El día naciente entraba en la habitación como un vapor, con hilachas irregulares.
Crujieron los mismos peldaños de la escalera. En su habitación, Carl Andersen, que jadeaba antes de la llegada del comisario, calló en cuanto lo vio entrar, reprimió su dolor pero no su inquietud, y balbuceó:
—¿Dónde está Else?
—En su habitación.
—¡Ah! —Pareció tranquilizarse. Suspiró y se tocó el hombro, arrugando la frente—. Creo que no me moriré… —Su ojo de cristal era lo más penoso, porque no participaba de la vida del rostro. Permanecía claro, límpido, desmesuradamente abierto, mientras todos los músculos de la cara estaban activos—. Prefiero que Else no me vea así. ¿Cree que lo del hombro tiene remedio? ¿Han avisado a un buen cirujano?
Bajo el peso de la angustia, él también se volvía un niño, como Madame Michonnet. Con su mirada implorante pedía que lo tranquilizaran. Pero su mayor preocupación parecía ser su cuerpo, las huellas que los disparos podían dejar en su aspecto exterior.
Al mismo tiempo demostraba poseer una voluntad extraordinaria y una notable capacidad para superar el dolor. Maigret, que le había visto las dos heridas, apreciaba estas virtudes como un entendido.
—Dígale a Else…
—¿No quiere verla?
—¡No! Es mejor que no. Pero dígale que estoy aquí, que me curaré, que…, que estoy del todo lúcido, que debe tener confianza. Repítale esta palabra: ¡confianza! Dígale que lea algunos versículos de la Biblia, del Libro de Job, por ejemplo. Usted se sonríe, porque los franceses no conocen la Biblia. ¡Confianza! «Y siempre reconoceré a los míos». Es Dios quien habla, Dios, que reconoce a los suyos. ¡Dígale eso!
Y también: «Hay más alegría en el cielo por…». Ella lo entenderá. Y por último: «El justo es puesto a prueba nueve veces al día…».
Increíble. Herido, con todo el cuerpo dolorido, acostado entre dos policías, recitaba serenamente versículos de las Sagradas Escrituras.
—¡Confianza! Se lo dirá, ¿verdad? Porque no hay mejor ejemplo que la inocencia.
Frunció el ceño. Había sorprendido una sonrisa en los labios del inspector Grandjean. Entonces murmuró entre dientes, para sus adentros:
—
Französe
!
¡Francés! En otras palabras, incrédulo. En otras palabras, escéptico, frívolo, criticón, impenitente.
Desalentado, se giró en la cama y se quedó contemplando la pared con su único ojo vivo.
«Se lo dirá, ¿verdad?».
Pero cuando Maigret y su compañero empujaron la puerta de la habitación de Else, no vieron a nadie.
Una atmósfera de invernadero. Una nube opaca de tabaco rubio. Y un ambiente femenino muy denso, como para hacer enloquecer a un colegial e incluso a un adulto.
¡Pero nadie! La ventana estaba cerrada; Else no había podido irse por allí.
Maigret apartó el cuadro que ocultaba el hueco en la pared; todo estaba en su sitio: el frasco de Veronal, la llave, el revólver… ¡No! El revólver había desaparecido.
—¡No me mires así, diantre! —gritó Maigret al inspector que tenía a sus espaldas y que lo contemplaba casi con adoración.
En ese instante Maigret apretó con tanta fuerza los dientes que la boquilla de la pipa se partió en dos y la cazoleta rodó por la alfombra.
—¿Se ha escapado?
—¡Cállate!
Estaba furioso, y era injusto. Grandjean, pasmado, se mantuvo lo más quieto que pudo.
Aún no era de día. Aquel vapor gris flotaba todavía a ras de suelo, pero no iluminaba. El vehículo del panadero pasó por la carretera, un viejo Ford cuyas ruedas delanteras zigzagueaban sobre el asfalto.
De repente, Maigret se dirigió al pasillo y bajó la escalera corriendo. Y en el preciso momento en que alcanzaba el salón, cuyas dos ventanas acristaladas estaban abiertas de par en par, se oyó un grito espantoso, un grito de muerte, un aullido, la queja de un animal en peligro.
La voz era de mujer y llegaba sofocada por algún obstáculo insuperable.
Venía de muy lejos o de muy cerca. Tal vez procediera de la comisa. O de debajo de la tierra.
Y el grito era tan angustioso que el hombre apostado en la verja acudió corriendo con la cara demudada.
—Comisario, ¿lo ha oído?
—¡Silencio, diantre! —gritó Maigret.
Aún no había acabado de hablar cuando se oyó un disparo, pero tan apagado que nadie podía decir si había sonado a la derecha, a la izquierda, en el jardín, en la casa, en el bosque o en la carretera.
Después hubo ruido de pasos en la escalera. Carl Andersen bajaba totalmente erguido, con una mano en el pecho y gritando como un loco:
—¡Es ella!
Jadeaba. Su ojo de cristal seguía inmóvil. Era imposible saber qué miraba con la otra pupila, desmesuradamente abierta.
El desconcierto reinó algunos segundos, más o menos el tiempo que tardaron en desvanecerse en el aire los últimos ecos del disparo. Esperaban el siguiente. Carl Andersen seguía avanzando y alcanzó un sendero cubierto de gravilla.
Uno de los agentes apostados en el jardín se precipitó de repente hacia el huerto, en medio del cual se alzaba el brocal de un pozo coronado por una polea. Apenas se había asomado cuando se echó hacia atrás e hizo sonar un pito.
—¡Llévatelo, tanto si quiere como si no! —gritó Maigret a Lucas, señalando al danés, que se tambaleaba.
Y todo, en el alba confusa, pareció ocurrir simultáneamente; Lucas hizo una seña a uno de sus hombres; los dos se acercaron al herido, parlamentaron un instante con él y, como Carl no quería hacer caso, lo sujetaron y se lo llevaron pataleando y lanzando todo tipo de protestas.
Cuando Maigret llegó al pozo, el agente lo frenó y le gritó:
—¡Cuidado!
En efecto, una bala pasó silbando junto a él, y la detonación subterránea se prolongó en largas oleadas de resonancia.
—¿Quién es?
—La joven. Y un hombre. Están luchando cuerpo a cuerpo.
El comisario se asomó con cautela. Apenas se veía algo.
—Tu linterna.
No tuvo tiempo de hacerse una ligera idea de lo que ocurría porque una bala estuvo a punto de partir la linterna.
El hombre era Michonnet. El pozo tenía poca profundidad. En cambio era ancho y no tenía agua.
Y los dos estaban allí dentro, peleándose. Por lo que podía deducirse, el agente de seguros había agarrado a Else por el cuello, como para estrangularla. Ella tenía un revólver en la mano. Pero él también le oprimía esa mano y dirigía el cañón a su antojo.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el inspector, alterado.
A veces subía un estertor: era Else, que se ahogaba y se debatía desesperadamente.
—¡Michonnet, ríndase! —exclamó Maigret, para descargar su conciencia.
El otro ni siquiera contestó, disparó al aire, y entonces el comisario no lo dudó. El pozo tenía tres metros de profundidad. Bruscamente, Maigret saltó y fue a caer exactamente sobre la espalda del agente de seguros, aunque aplastó una pierna de Else.
Reinó la confusión más absoluta. Hubo otro disparo, que rozó la pared del pozo y fue a perderse en el cielo, mientras el comisario, por prudencia, golpeaba brutalmente y con ambas manos el cráneo de Michonnet.
Al cuarto golpe, el agente de seguros le lanzó una mirada de animal herido, se tambaleó y cayó de lado, con un ojo morado y la mandíbula desencajada.
Else se había llevado las manos a la garganta y hacía esfuerzos por respirar.
Esa lucha en el fondo del pozo, en medio de un olor a salitre y limo, en la penumbra, había sido a la vez trágica y grotesca.
Más grotesco fue el epílogo: a Michonnet lo izaron con la cuerda de la polea, flácido, fofo y lloriqueante; Else, a la que Maigret subió a fuerza de brazos, estaba sucia y unos manchones de espuma verdosa cubrían su vestido de terciopelo negro.
Ni ella ni su adversario habían perdido el conocimiento. Pero estaban agotados, exhaustos, como esos payasos que parodian un combate de boxeo y que, apoyado el uno en el otro, siguen asestándose golpes imprecisos en el vacío.
Maigret había recogido el revólver. Era el de Else, el que faltaba en el escondrijo de la habitación. Quedaba una única bala.
Lucas salió de la casa, se acercó a ellos con cara de preocupación y suspiró al contemplar el espectáculo.
—He tenido que atar al otro a la cama.
El agente de policía aplicaba un pañuelo empapado de agua a la frente de la joven. El brigada preguntó:
—¿De dónde salen esos dos?
Apenas había terminado de hablar cuando vieron cómo Michonnet, al que ni siquiera le quedaban energías para tenerse en pie, se abalanzaba sobre Else con el rostro descompuesto por la ira. No tuvo tiempo de alcanzarla. Con el pie, Maigret lo lanzó a dos metros de distancia y gritó:
—¡La comedia se ha acabado!
Y le asaltó una risa incontenible al ver la cómica expresión del agente de seguros. Se parecía a uno de esos niños enrabiados que, mientras se les da un azote, sujetos bajo el brazo, siguen pataleando, gritando, llorando, intentando morder y pegar, sin reconocer su impotencia.
Porque Michonnet lloraba. Lloraba y hacía muecas. Amenazaba incluso con el puño.
Else, ya en pie, se pasaba una mano por la frente.
—¡Llegué a creer que no saldría de ésta! —suspiró con una leve sonrisa—. Me agarraba con tal fuerza…
Tenía una mejilla tiznada de tierra, y barro en los cabellos despeinados. Maigret no estaba mucho más limpio.
—¿Qué hacían en el pozo? —preguntó.
Ella le dirigió una mirada aguda. Su sonrisa desapareció. De pronto recuperaba toda su sangre fría.
—Conteste.
—Yo… Me arrastró hasta aquí a la fuerza.
—¿Michonnet?
—¡No es cierto! —gritó éste.
—Sí lo es. Quiso estrangularme. Creo que se ha vuelto loco.
—¡Miente! ¡Ella es la que está loca! O mejor dicho, la que…
—¿La que qué?
—¡No lo sé! La que… Es una víbora y habría que aplastarle la cabeza con una piedra.