El día, de manera apenas perceptible, había nacido. En todos los árboles piaban los pájaros.
—¿Por qué iba armada con un revólver?
—Porque temía una trampa.
—¿Qué trampa? Un momento, vayamos por orden. Acaba de decir que fue asaltada y arrastrada al pozo.
—¡Miente! —repitió convulsivamente el agente de seguros.
—Enséñeme el lugar donde se produjo el ataque —prosiguió Maigret.
Ella miró a su alrededor y señaló la escalinata.
—¿Allí? ¿Y no gritó?
—No pude.
—¿Y este hombrecillo enclenque fue capaz de arrastrarla hasta el pozo, es decir, de recorrer doscientos metros con una carga de cincuenta y cinco kilos?
—Así es.
—¡Miente!
—¡Hágalo callar! —dijo ella con cansancio—. ¿No ve que está loco? Y eso no es de hoy…
Hubo que calmar a Michonnet, que quería arrojarse de nuevo contra ella.
Formaban un grupito en el jardín: Maigret, Lucas y los dos inspectores, situados frente al agente de seguros, cuyo rostro estaba tumefacto, y a Else, que mientras hablaba intentaba mejorar su aspecto.
Habría sido difícil determinar por qué la escena no conseguía alcanzar el tono de una tragedia, ni siquiera el de un drama. Todo olía más bien a payasada.
Tal vez se debiera al alba indecisa. Y también al cansancio de todos, incluso al hambre.
Lo peor ocurrió cuando vieron a una buena mujer que caminaba titubeante por la carretera; tras mostrar la cabeza detrás de los barrotes de la verja y abrirla finalmente, exclamó mirando a Michonnet:
—¡Emile! —Era Madame Michonnet. Más atontada que desamparada, sacó un pañuelo de su bolsillo y se echó a llorar—. ¡Otra vez con esta mujer!
Parecía una matrona que, zarandeada por los acontecimientos, se refugiaba en la amargura aliviadora de las lágrimas.
Maigret observó, divertido, la nitidez que adquiría el rostro de Else cuando ésta miró sucesivamente a todos los que la rodeaban. Una cara bonita, muy fina, de repente tensa y punzante.
—¿Qué había ido a hacer en el pozo? —preguntó campechano, como queriendo decir: «Basta, ¿eh? Entre nosotros, ya no vale la pena hacer teatro».
Ella lo entendió. Sus labios se estiraron en una sonrisa irónica.
—¡Creo que somos como animales! —admitió—. Sólo sé que tengo hambre, sed, frío, y además me gustaría arreglarme un poco. Después, ya veremos.
Ya no actuaba. Era, por el contrario, de una claridad admirable.
Estaba completamente sola en medio del grupo y no se alteraba; divertida, miraba a Madame Michonnet, hecha un mar de lágrimas, al lastimoso Michonnet, y después se volvía a Maigret con unos ojos que parecían decir: «¡Pobres! Nosotros somos de otra raza, ¿verdad? Dentro de un momento charlaremos. ¡Usted ha ganado! ¡Pero reconozca que yo he jugado bien mis cartas!».
Ningún pánico, tampoco ningún malestar. Ni rastro de fanfarronada.
Al fin surgía la auténtica Else, y ella misma saboreaba esta revelación.
—Venga conmigo —le dijo Maigret—. Tú, Lucas, ocúpate del otro. En cuanto a la mujer, que se vuelva a su casa, o que se quede aquí.
—Entre. No me molesta.
Era la misma habitación, arriba, con el diván negro, el penetrante perfume y el escondite detrás de la acuarela. Era la misma mujer.
—¿Carl está bien vigilado, por lo menos? —preguntó señalando con la barbilla la habitación del herido—. ¡Porque aún se pondría más furioso que Michonnet! Ya puede fumar su pipa.
Echó agua en la palangana, se quitó el vestido tranquilamente, como si fuera la cosa más natural del mundo, y se quedó en combinación, sin mostrar pudor ni deseos de provocar.
Maigret pensaba en su primera visita a la casa de las Tres Viudas, en la Else enigmática y distante como una
vamp
de cine, y en la atmósfera turbia y enervante de la que conseguía rodearse.
¿Era una joven perversa cuando hablaba del castillo de sus padres, de las niñeras y de las institutrices, y de la intransigencia de su padre?
¡Se había terminado! Un gesto era más elocuente que todas las palabras: esa manera de quitarse el vestido y de mirarse ahora en el espejo antes de echarse agua a la cara la delataron.
Era una prostituta, sencilla y vulgar, de aspecto sano y taimada.
—Confiese que se lo tragó.
—No por mucho tiempo.
Se secó la cara con la punta de una toalla.
—No presuma. Ayer, cuando usted entró aquí y yo le dejé ver un pecho, tenía usted la garganta seca y la frente húmeda, como un tipo normal que es. Ahora, claro está, ya no le impresiona. Y, sin embargo, no soy fea.
Echaba el busto hacia atrás y se complacía en mirar su cuerpo flexible, prácticamente desnudo.
—En confianza, ¿qué le ha puesto alerta? ¿He cometido algún error?
—Varios.
—¿Cuáles?
—Por ejemplo, el de hablar en exceso del castillo y del parque. Cuando se vive realmente en un castillo, se dice más bien la casa o la finca.
Ella había descorrido la cortina de un ropero y miraba sus trajes sin decidirse.
—Me llevará a París, claro. ¡Y habrá fotógrafos! ¿Qué le parece este traje verde? —Lo sostuvo delante de ella para juzgar el efecto—. ¡No! El negro sigue siendo lo que mejor me sienta. ¿Quiere darme fuego?
Y se rió porque, pese a todo, a Maigret, en particular cuando Else se le acercó para encender el cigarrillo, lo turbaba un poco el apagado erotismo que ella introducía en la escena.
—¡Vamos! Ya me visto. Es «la monda», ¿verdad?
Hasta las palabras de jerga adquirían un sabor especial cuando las pronunciaba, debido a su acento.
—¿Desde cuándo es usted la amante de Carl Andersen?
—Yo no soy su amante. Soy su mujer.
Se pasó un lápiz por las cejas y se retocó el maquillaje rosado de sus mejillas.
—¿Se casaron en Dinamarca?
—¡Veo que todavía no sabe nada! Y no cuente conmigo para hablar. No estaría bien… Además, no me retendrá mucho. ¿Cuánto tiempo transcurrirá desde la detención hasta que me tomen las huellas dactilares?
—Se las tomarán inmediatamente.
—¡Peor para usted! Porque descubrirán que mi verdadero nombre es Bertha Krull y que, desde hace algo más de tres años, hay una orden de busca y captura contra mí de la policía de Copenhague… El gobierno danés pedirá la extradición. ¡Bien!, ya estoy a punto. Ahora, si me lo permite, iré a comer algo. ¿No le parece que aquí huele a cerrado?
Caminó hasta la ventana y la abrió. Después volvió a la puerta. Maigret fue el primero en franquearla. Entonces, bruscamente, ella la cerró, corrió el cerrojo y se oyeron sus pasos presurosos en dirección a la ventana.
Si Maigret hubiera pesado diez kilos menos, sin duda ella se habría escapado. No perdió ni un cuarto de segundo. Apenas oyó que ella corría el cerrojo, arrojó todo su volumen contra la hoja de la puerta.
Y ésta cedió al primer embate. La puerta cayó, con los goznes y las cerraduras arrancadas.
Else estaba a caballo sobre la baranda. Titubeó.
—Demasiado tarde —dijo Maigret.
Ella se volvió, con el pecho un poco jadeante y la frente húmeda.
—¡No valía la pena arreglarse con tanto cuidado! —ironizó, mostrando su traje desgarrado.
—¿Me da su palabra de que no intentará huir otra vez?
—¡No!
—En ese caso, la prevengo de que dispararé al menor gesto sospechoso.
Y desde ese momento conservó su revólver en la mano.
Al pasar delante de la puerta de Carl, ella preguntó:
—¿Cree que saldrá adelante? Lleva dos balas en el cuerpo, ¿verdad?
El la observó y, en aquel instante, le habría costado mucho emitir un juicio sobre ella. Sin embargo, creyó leer en su cara y en su voz una mezcla de compasión y rencor.
—En parte es culpa suya —decidió como para tranquilizar su conciencia—. Con tal de que quede algo de comer en la casa…
Maigret la siguió a la cocina; ella buscó en los armarios y acabó por encontrar una lata de langosta.
—¿Quiere abrírmela? Puede abrirla sin miedo, le prometo que no lo aprovecharé para escapar.
Reinaba entre ellos una especie de cordialidad que Maigret apreciaba. Había incluso algo íntimo en la relación, con una pizca de segunda intención.
A ella le divertía ese hombretón plácido que, ciertamente, la había vencido, y que no obstante la admiraba por su arrojo. El, por su parte, se complacía tal vez demasiado en esa promiscuidad tan al margen de la norma.
—Ya está abierta. Coma rápidamente.
—¿Ya nos vamos?
—No sé nada.
—Dígame, entre nosotros, ¿qué ha descubierto?
—Da igual.
—¿Se lleva también al imbécil de Michonnet? Sigue siendo el que me da más miedo. Hace un rato, en el pozo, estaba convencida de que no iba a salir viva. Él hombre tenía los ojos fuera de las órbitas. Me oprimía el cuello con todas sus fuerzas.
—¿Era usted su amante?
Se encogió de hombros, como si para una mujer como ella ese detalle careciera realmente de importancia.
—¿Y Oscar? —continuó.
—Bueno, ¿y qué?
—¿Tiene algún otro amante?
—Todo eso tendrá que descubrirlo usted mismo. Yo sé exactamente lo que me espera. Tengo cinco años que purgar en Dinamarca por complicidad en un atraco a un banco y rebeldía. Allí me gané este balazo. —Señalaba su seno derecho—. En cuanto al resto, ¡los de aquí ya se apañarán!
—¿Dónde conoció usted a Isaac Goldberg?
—No diré nada.
—Sin embargo, tendrá usted que hablar.
—Siento curiosidad por saber cómo piensa usted conseguirlo.
Hablaba mientras comía la langosta, sin pan, porque ya no quedaba en la casa. En el salón se oía a un agente que paseaba de un lado a otro, sin dejar de vigilar a Michonnet, que estaba tumbado en un sillón.
Dos vehículos se detuvieron al mismo tiempo ante la verja. La abrieron y los coches entraron en el jardín, rodearon la casa y pararon al pie de la escalinata.
En el primero iba un inspector, dos gendarmes, Oscar y su mujer.
En el otro —el taxi de París—, un inspector custodiaba a un tercer personaje.
Pese a que todos iban esposados, mantenían los rostros serenos, a excepción de la mujer de Oscar, que tenía los ojos enrojecidos.
Maigret hizo pasar a Else al salón, y una vez más Michonnet intentó precipitarse sobre ella.
Introdujeron a los detenidos. Oscar mostraba prácticamente la desenvoltura de un visitante normal, pero hizo una mueca al ver a Else y al agente de seguros. El otro, el que parecía italiano, quiso bromear.
—¡Vaya reunión de familia! ¿Es para una boda o para la lectura de un testamento?
El inspector explicaba a Maigret:
—Ha sido una suerte detenerlos sin causar daños. Al pasar por Etampes, recogimos a dos gendarmes que habían sido alertados y que habían visto pasar el vehículo sin conseguir pararlo. A cincuenta kilómetros de Orléans, a los fugitivos se les reventó un neumático. Pararon en medio de la carretera y nos apuntaron con sus revólveres. El dueño de la gasolinera fue el primero en entregarse. Si no, aquello se hubiera convertido en una batalla campal. Nos acercamos, y el italiano disparó dos tiros con la Browning, sin alcanzamos.
—Comisario, en mi casa yo lo invitaba a beber. Permítame decirle que tengo sed —dijo Oscar.
Maigret había ordenado que fueran a buscar al mecánico, atado de pies y manos en el taller. Ahora parecía estar contando a sus agentes.
—¡Péguense todos a la pared! —ordenó—. Michonnet, usted al otro lado, y ni se le ocurra intentar acercarse a Else.
El agente de seguros le lanzó una mirada cargada de odio y fue a colocarse en un extremo de la fila, con los bigotes caídos y un ojo cada vez más hinchado a causa de los puñetazos.
A su lado estaba el mecánico, cuyas muñecas seguían atadas con el cable eléctrico. Luego, la mujer del dueño de la gasolinera, flaca y desolada. A continuación, su marido, muy molesto por no poder meter las manos en los bolsillos de su pantalón, como siempre demasiado ancho. Finalmente, Else y el italiano, que debía de ser el más rufián de la banda y que en el dorso de la mano tenía tatuada una mujer desnuda.
Maigret los miró a todos, uno tras otro, lentamente, con una pequeña mueca de satisfacción; llenó una pipa, se dirigió a la escalinata y exclamó, mientras abría la puerta acristalada:
—Lucas, apunta los nombres, apellidos, profesión y domicilio de cada uno. Cuando acabes, llámame.
Estaban los seis de pie. Lucas preguntó, señalando a Else:
—¿Tengo que ponerle también las esposas?
—¿Por qué no?
Entonces, ella exclamó con convicción:
—¡Es usted un canalla, comisario!
El sol inundaba el jardín. Miles de pájaros cantaban. En el horizonte, en un pequeño campanario de aldea, el gallo de una veleta brillaba como si fuera totalmente de oro.
Cuando Maigret regresó al salón, donde las dos puertas acristaladas, abiertas, dejaban penetrar bocanadas de primavera, Lucas acababa de tomar los datos personales, en una atmósfera que recordaba la de un dormitorio de cuartel.
Los detenidos seguían alineados contra una pared, pero en una formación más irregular que antes. Y, como mínimo, tres de ellos no se dejaban impresionar en absoluto por la policía: Oscar, su mecánico Jojo y el italiano Guido Ferrari.
Oscar dictaba a Lucas:
—Profesión: mecánico de coches. Añada: ex boxeador profesional, licencia número mil novecientos veinte, campeón de París de pesos semipesados en 1922.
Unos inspectores trajeron a dos nuevos reclutas. Eran los empleados de la gasolinera, que acababan de llegar, como cada mañana, para reanudar el trabajo. Les hicieron alinearse junto a la pared, con los demás. Uno de ellos, que tenía cara de gorila, se limitó a preguntar con voz cansina:
—¿Qué? ¿Nos han atrapado?
Hablaban todos a la vez, como en una clase cuyo profesor está ausente. Se daban codazos y se intercambiaban chistes.
Sólo Michonnet mantenía su lastimoso aspecto, con los hombros encogidos y la mirada huraña fija en el suelo.
Else, por su parte, miraba a Maigret casi con complicidad. ¿Acaso no se habían entendido muy bien los dos? Cuando Oscar lanzaba una pésima broma, ella sonreía ligeramente al comisario.
¡Ella misma se situaba, en cierto modo, en una clase aparte!
—¡Ahora, un poco de silencio! —atronó Maigret.